Hacia las raíces del odio
Como en una obscena máquina del tiempo, en Ámsterdam, la ciudad de Ana Frank, la noche de la caza del judío, sus voces excitadas por el odio y el terror, los ladridos de los verdugos y las súplicas de las víctimas perseguidas y esperadas en las calles y a lo largo de los canales como en una caza, nos obligan a mirar el abismo que se ha abierto de nuevo en Europa después del 7 de octubre de 2023. Nos desafían, una vez más, a liberarnos de la maldición que aquel día de pogromos en el suelo de Israel trajo y trae consigo. La sangre que llama a la sangre. El odio que engendra odio. En una ecuación mortal cuyos factores opuestos −antisemitismo e islamofobia− garantizan que sólo pueda concebirse y perseguirse un objetivo: el derecho a la aniquilación del otro a partir de uno mismo.
Así pues, el Rey Guillermo Alejandro de los Países Bajos dice la verdad cuando, al teléfono con el presidente israelí, Isaac Herzog, confiesa su consternación y su sentimiento de profunda vergüenza. «Fallamos a la comunidad judía durante la Segunda Guerra Mundial y anoche volvimos a fallar». Porque el fracaso no está solo y únicamente en la dejadez con la que la policía holandesa (no) protegió la seguridad de los aficionados israelíes del Maccabi Tel Aviv y, más en general, la de aquellos que, por una noche, solo tenían la culpa de ser o parecer judíos. Pero −como demuestran las declaraciones de sorpresa, indignación y consternación que se sucedieron a lo largo del día en todas las cancillerías de Europa− es en la brusquedad del contexto donde ese fracaso fue posible.
Hablo del cinismo reduccionista con el que, progresivamente, sectores cada vez más amplios y políticamente transversales de la opinión pública europea han contemplado ese viento antisemita que no ha dejado de soplar en nuestro continente y que semanas y meses han convertido en tormenta. Hasta el punto de convencerse de que pueden ser espectadores mudos. Tanto más si ese antisemitismo tomó o toma −como ocurrió en Amsterdam− ante todo la apariencia o la consigna del fundamentalismo islamista. Y no solo las, históricamente más reconocibles, del extremismo de derechas.
Una convicción que ha madurado ahora refugiándose en una ensimismada profesión de «simple antisionismo». Ahora denunciando el espantoso número de muertos de una operación militar antiterrorista en la Franja de Gaza que, en la aparente impotencia y afasia del mundo, se ha convertido en una guerra de aniquilación no solo de Hamás sino también de la población civil palestina. Con la completa identificación de todo un pueblo −el de Israel− con las decisiones de su gobierno y del hombre que lo dirige, Benjamín Netanyahu.
En esta terrible espiral se ha perdido el sentido y la memoria que esa palabra −antisemitismo− tiene y debe seguir teniendo en Europa ochenta años después de la Shoah, cargando sobre cada uno de nosotros la responsabilidad que conlleva. Como si los anticuerpos liberados del horror del exterminio nazi-fascista pudieran darse por supuestos para siempre en nuestras conciencias. Y no fueran, por el contrario, un patrimonio a proteger de los giros de la historia y de los incendios del nuevo siglo. O como si encontrar alguna explicación para responder a la violencia fuera suficiente para hacerla tolerable o incluso concebible, descartando la posibilidad de que Europa haya vuelto o esté a punto de volver a su hora más oscura. Que es lo que, bien mirado, ocurrió también en las horas siguientes a la noche de Ámsterdam.
Netanyahu evoca ahora Ámsterdam como «la nueva noche de cristal». Hamás como «la reacción espontánea al genocidio en curso en Gaza». Y en esta espiral de violencia está no solo y de nuevo el terrible desenlace del 7 de octubre, sino la demostración de que, habiéndose desbordado de sus fronteras geográficas naturales, el conflicto de Oriente Próximo promete encender de odio aquellos rincones de Europa con el sistema inmunológico más frágil. Para evitar, pues, que el contagio antisemita nos arrolle y devore, que se repita, se puede y se debe apostar sin duda por una movilización colectiva y capilar de las conciencias. Se debe y se puede practicar una nueva higiene del lenguaje para aislar y circunscribir el antisemitismo cualquiera que sea su disfraz. Pero también, y sobre todo, es necesario que las cancillerías europeas encuentren el valor y la determinación para crear las condiciones y los requisitos previos que pongan fin a un conflicto que se ha convertido en la fuente de odio de la que bebe todo impulso antisemita. Más aún ahora que regresa a la Casa Blanca un presidente, Donald Trump, dispuesto a llenar los arsenales de Israel y a apoyar la continuación de la guerra.