Laurent Richard

Homo Addictus

Tan pronto como fuera posible, la desescalada se ha convertido en una exigencia popular y una carrera política.

El periodo de confinamiento toca a su fin, y yendo a contrapie de la carrera por la actualidad de los medios de comunicación, situarse en el «post-evento» para reflexionar en frío sobre lo vivido puede ser un momento adecuado. «¿Qué es lo que más echas(te) en falta?»: esa es y fue una de las preguntas más concurridas en las conversaciones rutinarias y en las entrevistas periodísticas. «En falta». A veces el vocabulario que usamos mecánicamente es desconcertantemente esclarecedor. Más de dos meses casi encerrados nos obligaron a renunciar a muchos de nuestros hábitos. No fue una renuncia voluntaria, fuimos privados de nuestros quehaceres cotidianos a través de imposiciones forzadas por la enfermedad o por el Gobierno (según como uno ve las cosas). Benefició a muchos de nosotros para descubrir nuestras dependencias físicas y psicológicas, disimuladas cuando estaban saciadas. Reconocimos la importancia de muchas de ellas, infravaloradas por ordinarias, pero finalmente intrínsecas al ser humano: el contacto con la naturaleza, el contacto social con el prójimo (sean amigos, familia, vecinos o desconocidos)... Y a la vez destapamos otras dependencias no tan sanas: adicción al trabajo (quien lo diría, ¿verdad?), al deporte, a la tecnología, al consumo, a drogas...

Algunas de ellas son claramente adicciones psíquicas. Es decir, su objeto no es vital para el organismo, su obligada privación o restricción no debería suponernos gran esfuerzo. No obstante, su previo exceso y la dependencia resultante son sumamente indeseados. Incluso para quienes tomaron consciencia de esta sumisión, el malestar generado, tal el síndrome de abstinencia de un toxicómano, fue una patología implacable. Quizás esta sea característica más grave y sintomática de un estado de dependencia: la impotencia en modificar un comportamiento aun percibiendo la nocividad de sus consecuencias, la perseverancia en actos insanos aun comprendiendo la pérdida de libertad asociada. ¿Alcohol, azúcar, Netflix, Amazon, móvil, televisión, viajes? Acaso no sean más que la capa superficial de un mundo adicto, esclavo de sus malas praxis.

Otras dependencias me parecen más significativas porque nos comprometen invariablemente a seguir en lo malo e incoherente de un sistema que nos atrapa y nos mantiene en una servidumbre efectiva, en un callejón sin salida. Dependencia a desplazamientos desmesurados para ir a un trabajo absurdo o indeseado; contaminación generalizada para poder producir y consumir lo superfluo; miedo a perder un trabajo precario; obligaciones laborales no éticas o contrarias a nuestros valores. Así es como nuestras responsabilidades familiares, sociales, ciudadanas y ambientales son quebrantadas por la incompatibilidad que suponen lo «contratado» para quedarnos en el sistema. Una vez entrado en la rueda y empezada la carrera, el hámster tiene dos alternativas: correr cada vez más rápido, o parar y caerse. ¿Cuáles son aquellas recompensas que nos mantienen tan fuertemente atadas a un sistema que no avalamos? ¿El dinero es la única zanahoria que esperemos comer? Los falsos límites del cerco de las oportunidades se enseñan desde pequeño, el sistema nos formatea para adaptarnos a la entraña de nuestra libertad en jaula.

Hay quien evoca la «nueva normalidad». Todos vimos –cuando nuestros ojos, aferrados detrás de un cristal, veían más allá– una oportunidad en lo ocurrido. Ingenuos aquellos que ahora creen y hacen lo necesario para transformar la oportunidad en realidad. Los pajaritos pronto volverán en el sitio que les toca (mientras queda), el sistema sanitario seguirá con sus recortes, los trabajadores «esenciales» seguirán precarizados, pero no faltará cerveza. «Tuvimos la oportunidad de cambiar el mundo y preferimos la teletienda», sentenciaba Stephen King.

Para aquellos que consiguen emanciparse, se les surgiere ahora de manera insistente una nueva exigencia: consumir porque «hay que» consumir. Ya no se trata de seducir al consumidor: el objeto de consumo ya no es el objeto del consumo. Hay que levantar la economía, hay que salvar miles de empleos. El consumo ciego es un imperativo subyacente desde hace tiempo (obsesión de los Estados por el aumento continuo de tasas crecimiento - PIB), pero ahora el capitalismo ya ni esconde su verdadero propósito. Hace años un amigo me justificaba el papel tirado al suelo por el trabajo así generado a los agentes de limpieza. Más tarde se me ocurrió que las ventas de armas también eran un formidable generador de empleo. ¿Acaso hay margen de cambio hacia la ética y la responsabilidad en un sistema capitalista?

«Ojalá cambien las cosas» fue otro dictamen común hasta hace poco, hasta que esas cosas vuelvan en el (mal) estado en las cuales las habíamos dejado. Tan pronto como fuera posible, la desescalada se ha convertido en una exigencia popular y una carrera política. Personalmente desconozco la fuerza de las cosas para cambiar por si solas. Tampoco confió en los políticos, guardianes de la estabilidad y persistencia del sistema, para cambiar de rumbo. Quedamos nosotros. Pero mi pesimismo se alimenta fácilmente con la realidad cotidiana. En vano justificaría nuestro inmovilismo como la consecuencia de cierta disonancia cognitiva, pues no podemos constantemente defender nuestros conflictos internos a precios desmesurados. Me inclino más hacia la pereza intelectual, a la fuerza natural del conservadurismo, al miedo a la novedad y a su incertidumbre. Preferimos aferrarnos en una situación coja y no deseada, pero controlada, que atrevernos hacia una nueva situación, con la inseguridad previa que supone. La covid-19 nos obligo a dar un paso en este sentido. ¿Por qué su progresiva desaparición debería significar automáticamente el retorno a aquella situación absurda? ¿Somos adictos a nuestro malestar?

Hace tiempo que el velo de la pasividad envolvió nuestra sociedad infantil: abandonar nuestras predisposiciones de libertad y responsabilidad a la (¿buena?) voluntad de los mandatarios. Es lo propio de los niños esperar (inconscientemente) a que se les impongan límites para poder vivir adecuadamente en sociedad. Quino condensó hace años nuestra dejadez a través de la perspicacia de Mafalda, en respuesta a la taciturna constatación de Manolito:

«–La gente espera que este año que empieza sea mejor que el anterior».

«–Apostaría que, por su parte, este año que empieza espera que lo que sea mejor sea la gente».

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