Xosé Estévez
Historiador

«Huir de la pestilencia es buena ciencia»

«Huir de la pestilencia es buena ciencia», así aconsejaba en 1616 Juan Sorapan de Rieros, médico extremeño, que conoció bien la peste atlántica, y añadía: «Huir luego, huir lejos y huir largo tiempo». Pero la huída era privilegio de los pudientes, que poseían señoríos y predios diseminados a lo largo de diferentes territorios.

Durante mis largos años de docencia siempre porcuré inocular en los alumnos el virus del pensamiento crítico y su pertinente vacuna, sustentada en las claves donadas por el análisis histórico. Procuraba poner ejemplos del presente e intepretarlos a través del conjunto de rayos luminosos procedentes de hechos pasados.

No dejaba de repetirles algunas definiciones de historia, la atribuida a Carlos Marx, «El pueblo que desconoce su pasado está condenado a repetirlo, con frecuencia de manera trágica», ésta otra: «La incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado»; de Marc Bloch, y la de los ensayistas romanos: «Historia magistra vitae».

Impartí durante varios cursos el crecimiento demográfico del siglo XVI y la crisis del siglo XVII, asaeteado por numerosas epidemias. Un breve y no exhaustivo repaso nos ofrece una excelente oportunidad para extraer reflexiones, analogías y diferencias, que puedan tener validez en la ilustración del presente y la prevención del futuro.

En 1501 hubo peste en Barcelona. En 1507 devastó Cádiz, un brote en Bizkaia, y repitió en Barcelona, llegando hasta Sevilla, con rebrote en 1510. En 1515 nueva epidemia en Barcelona. En 1519 la pestilencia asoló Valencia, Zaragoza y Barcelona, donde se aplacó en 1521.

El médico Francisco Franco aseguraba que en 1522 llegaron a morir en Sevilla diariamente 800 personas. En 1523 la peste atacó Mallorca y Valencia. En 1524 Xátiva y Sevilla padecieron la peste bubónica. Reincidió en Xátiva en 1527 y de allí se extendió a Aragón en 1528, donde continuó hasta 1530, con un foco en Bilbao y Balmaseda.

En 1533 la peste incendió Aragón. En 1551 le tocó a Valencia, donde en 1555 la viruela y el sarampión hicieron estragos. En 1557 otro contagio surgió en Granada y se extendió por España. Al año siguiente hubo peste en Murcia y Barcelona.

En 1560, una peste llegó a Burgos y hubo contagio en Barcelona. En 1563-64 de nuevo estalló en Barcelona y fue mortífera en Zaragoza y en Araba, procedente de ropa francesa infectada. En 1565 se reprodujo en Sevilla. Nuevos episodios ocurrieron a partir de 1566, coexistiendo con malas cosechas. Mateo Alemán aludió a ella en "El Guzmán de Alfarache": «Líbrete Dios de la enfermedad que baja de Castilla y del hambre que sube de Andalucía».

En 1580 hubo peste en Madrid y Barcelona y viruelas en Sevilla. En 1581 persistía la peste en Sevilla, que se desplazó a Extremadura y León, y se enquistó durante 1582 y 1583.

En 1582 San Cristobal de la Laguna, en Tenerife, sufrió un brote de peste bubónica, que se reprodujo en en 1583, y se llevó por delante entre 5.000 y 9.000. Las bacterias causantes de la enfermedad llegaron transportadas en unos tapices infectados provenientes de Flandes.

Valladolid sufrió peste en 1583 y Toledo la viruela los dos años siguientes, que llegó a Madrid y a Burgos en 1587.

En 1589, la peste afectaba a Barcelona. En 1590 en Valladolid se extendieron fiebres contagiosas. Otra peste se declaró en Sevilla de 1594 a 1597. Desde 1598 enseñoreaba el norte la peste atlántica, traída por un barco a Santander desde Flandes. De Cantrabia se difundió hacia Euskal Herria y Galicia y penetró en Castilla y desde Madrid llegó a Sevilla. En mayo de 1599, el cronista Luis Cabrera informaba: «pero de Sevilla se tiene aviso que había picado la peste en Triana, y lo mismo de Ponferrada en Galicia, y en Burgos también, y lo mismo en Estella de Navarra, y en diferentes lugares del reino».

En el siglo XVII hubo tres grandes episodios pestíferos, el iniciado en 1598 y prolongado a los primeros años del siglo XVII, la mortífera peste de 1646-52 y la tercera, la última del siglo XVII, comenzada en 1676. Las tres produjeron, por lo menos, 1.250.000 muertos, en un Estado español que rondaba los siete millones de habitantes.

La peste atlántica de 1598 procedente de Flandes es singular por su especial afectación al norte peninsular, causando estragos en Euskal Herria, especialmente en Pasaia y Hondarribia, entre la guarnición militar.

La peste de 1646 a 1652 que se cebó especialmente en Andalucía (1649). Fue la epidemia de peste más grave que vivió Sevilla en su historia. Tuvo su apogeo en 1649 y fue la causa principal de la decadencia de Sevilla, cuya población se redujo casi a la mitad y murieron la mayoría de los médicos.

La tercera peste importante del siglo XVII se originó en 1676 en el puerto de Cartagena tras el desembarco de ropas procedentes de Inglaterra. De allí pasó a Murcia. Aunque se dio por extinguida en 1677, en 1678 resurgió de nuevo en Málaga y se transmitió a otras zonas, agravada por las malas cosechas de 1684-85.

Hubo otras epidemias menos letales en el siglo XVII. Antes y después de la gran peste de 1649 se desarrollaron otros contagios en 1607, 1609, 1611, 1615, 1618, 1619, 1630-31 (en Bizkaia), 1659, 1666 y 1667-69.

Si analizamos todos los episodios pestíferos podemos deducir algunos rasgos comunes.

En esta época las pestes eran recurrentes, formaban parte del paisaje cotidiano y funcionaban como un equilibrador natural de la población en relación con los recursos alimenticios.

Venían normalmente asociadas al hambre y a menudo a la guerra, que, además, ejercía de transmisor a causa del paso de los ejércitos. Por eso, se cantaba con frecuencia la letanía: «A peste, fame et bello; liberanos Domine».

Las infecciones más relevantes eran la peste bubónica, que circulaba desde la peste negra del siglo XIV, el tifus (tabardillo), la difteria (garrotillo), la viruela y el sarampión.

Los principales transmisores eran las ratas y pulgas y los más importantes contagiadores los movimientos importantes de población, mercaderes, peregrinos, soldados y ropas infectadas.

Se cebaban en las ciudades más pobladas y en los barrios más pobres y con menos higiene, por tanto la mayor mortalidad se producía entre las clases más bajas y también entre los médicos, el personal sanitario de la época. Un coetáneo escribió al respecto que «esta enfermedad daba a la gente pobre, mísera y mal mantenida, dejando libres las personas de regalo y buenos mantenimientos». Por franjas de edad los más afectados eran niños y ancianos. Se creaban hospitales extraordinarios en conventos, iglesias y ermitas.

En el confinamiento tenían especial relevancia los médicos, clérigos y autoridades locales, que se encargaban de toda la logística frente la difusión, careciendo de importancia la autoridad central, dadas la estructuras no conectadas y globalizadas, a pesar de la inauguración de la economía-mundo en el siglo XVI según Immanuel Wallerstein.

Carecían de un conocimiento científico de las causas, por lo que los remedios se basaban en la experiencia. El primero y más recomendado: la huída, «Huir de la pestilencia es buena ciencia», así aconsejaba en 1616 Juan Sorapan de Rieros, médico extremeño, que conoció bien la peste atlántica, y añadía: «Huir luego, huir lejos y huir largo tiempo». Pero la huída era privilegio de los pudientes, que poseían señoríos y predios diseminados a lo largo de diferentes territorios. Otras medidas eran el cierre de ciudades, el confinamiento en casas, el encalamiento de las paredes, el uso del vinagre como desinfectante de libros y cartas, más higiene en calles y casas, el control de las aguas encharcadas. el fuego purificador (quema ropas y enseres de los infectados), enterramiento rápido de los fallecidos, quema de plantas aromáticas en casas y calles y procesiones y oraciones a los santos protectores, principalmente San Roque, pero también San Quirino de Neuss, San Antonio Abad y San Edmundo. Una vez declarada la peste en una villa, se aislaba a los enfermos. Los más pobres eran llevados a alguna casa fuera de la población, mientras que los ricos podían permanecer en sus hogares, con la condición de que quedaran incomunicados.

Existían los clásicos sembradores de pánico: «los untadores», que menciona Giorgio Agambem, y los predicadores que llamaban al arrepentimiento y la penitencia y en ocasiones eran beneficiarios de donaciones testamentarias. Un pregón del gobernador de Milán por la peste de 1576, a la sazón bajo administración española, describía de esta guisa a los «untadores», que recuerdan a algunos agoreros y «vocingleros» actuales, y conminaba a denunciarlos:

«Habiendo escuchado del gobernador que algunas personas con apagado celo de caridad y para aterrorizar y asustar al pueblo y los habitantes de esta ciudad de Milán, y para incitarlos a algún alboroto, están ungiendo con untos, que se dicen pestíferos y contagiosos, las puertas y los cerrojos de las casas y las esquinas de los distritos de esta ciudad y otros lugares del Estado, con el pretexto de llevar la peste al privado y al público, de lo que han resultado muchos inconvenientes y no poca alteración entre las gentes, mayormente de quienes son fácilmente persuadidos de creer tales cosas...».

Territorialmente los más afectados fueron los países mediterráneos. Los contagios solían aparecer durante la primavera, cuando la temperatura y humedad eran más favorables, descendiendo con el calor y desapareciendo con el frío invernal.

Las epidemias tuvieron escaso eco en el arte y la literatura de la época. Podemos citar a Valdés Leal, el pintor de los muertos, del que existe una cabeza de San Juan Bautista en el Museo donostiarra de San Telmo, a Mateo Alemán, a los cronistas Andrés Bernáldez, Luis de Villalba y Luis Cabrera de Córdoba y a los médicos tratadistas Alfonso López de Corella y de Luis Toro, ambos en 1574, y Luis Mercado, en 1586.

La literatura se dedicaba principalmente a la evasión de los problemas graves cotidianos. El silencio es signo evidente del terror que inspiraba le peste y la sola mención podía atraerla. Contrasta esta actitud con el actual saciedad, con frecuente difusión falsa de información, que resulta contraproducente. Podríamos aplicar el síndrome de la rana hervida: un deterioro, si es muy lento, pasa inadvertido y la mayoría de las veces no suscita reacción ni oposición ni rebeldía. El bombardeo informativo permanente satura el cerebro, que no puede digerir y dar sentido a lo que recibe. Este síndrome ya lo denunciaba implícitamente San Agustín: «a fuerza de verlo todo, se termina por soportarlo todo. A fuerza de soportarlo todo, se termina por tolerarlo todo. A fuerza de tolerarlo todo, terminas aceptándolo todo. A fuerza de aceptarlo todo, finalmente lo aprobamos todo».

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