Iñaki Egaña
Historiador

Intolerancia

Desgajar de nuestra memoria la represión exacerbada y blanquear el entorno deja un poso amargo, hasta el punto que sindicatos también propios y foráneos se hacen fuertes, gracias a ese apoyo, en el negacionismo de crónicas que han marcado el ritmo de nuestro país.

El diccionario es amplio en expresiones y algunas de ellas van y vienen, acostadas en la moda, como si se tratara de chaquetas o relojes brillibrilli. En estas semanas veraniegas, al calor festivo, el lehendakari de la Comunidad Autónoma y su consejero de Interior han dado rienda suelta a una palabra para acogotar a sus adversarios políticos: «intolerancia». Como si se tratara de un mantra, la izquierda abertzale es intolerante, dicen Urkullu y Erkoreka, al no apoyar a ciegas a determinadas instituciones, en este caso a una autonómica, la policial.

Es evidente que esos mismos vocablos tienen también intensidad, y para ello fueron definidos los sinónimos, invocando más o menos energía a la palabra. Intolerable puede ser un fanático, un exaltado o un sectario que, intuyo, es la calidad que quisieron dar Lehendakaritza e Interior a sus declaraciones. Fuera de tono cuando precisamente, esa institución policial que avalan ha hecho un recorrido nada gratificante.

No es cuestión de interpretación sino de modelo. Hace ya mucho tiempo que los responsables jeltzales apostaron por una policía «bombero», llegar, apagar el fuego y marcharse, sin reparar en los llamados daños colaterales. Y estos han sido tantos que exigir a estas alturas un apoyo incondicional es una quimera. La izquierda abertzale no puede ser la responsable de actitudes enfrentadas al modelo. En todo caso el responsable será el promotor del mismo.

No quiero, sin embargo, enrocarme en un debate que nos llevaría hasta ese pasado tan lejano que ahora festejan en sus cuatro décadas el conjunto de policías, propias y foráneas, en alegre biribilketa. Hay hechos que, como ciudadano de esta comunidad, me dan vergüenza ajena. Y este es uno de ellos. Desgajar de nuestra memoria la represión exacerbada y blanquear el entorno deja un poso amargo, hasta el punto que sindicatos también propios y foráneos se hacen fuertes, gracias a ese apoyo, en el negacionismo de crónicas que han marcado el ritmo de nuestro país. Me refiero, entre otras cuestiones, a la tortura. Quiero recordar también, las intervenciones de sindicatos policiales, no solo Jusapol, presionando para mantener leyes autoritarias como la Ley Mordaza.

Es cierto que hay un nivel de intolerancia elevado, muy elevado en ocasiones, en nuestro quehacer diario. Pero esa elevación no tiene en absoluto que ver con el camino emprendido por aquellos a los que acusan Urkullu y Erkoreka. Esa intolerancia está en las bases primigenias de la naturaleza de los estados que nos subyugan. Comenzando por la Carta Magna hispana, que «se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles», y que otorga al Ejército la potestad de intervenir para impedir la secesión. La gran intolerancia.

Una diligencia que tiene sus precedentes, lo que da pie a Joxe Azurmendi, en su soberbia obra “Pentsamenduaren historia Euskal Herrian”, a escribir sobre la «betiko intolerantzia espainolaren deklarazioa» al referirse a otra Constitución, en este caso la alumbrada en Cádiz, 1812, tomada como referencia por progres y liberales. Azurmendi se refiere, entre otros artículos, al 12: «La religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra».

Una declaración de intenciones, como aquella del que fue presidente honorario del PP: «La ikurriña no será legal, antes tendrán que pasar por encima de mi cadáver». El apartado dedicado a la religión de la Constitución de Cádiz manifiesta esa permanente y «perpetua» consigna que ha llevado a la Iglesia de Roma a robar a espuertas (inmatriculaciones) y a cometer abusos sexuales impunes sobre la población civil, incluidos menores. Sabedores de su impunidad y su apoyo institucional, la intolerancia manifestada por la Iglesia católica supera cualquier horizonte. Incluidos los tiempos de la Inquisición. Y habría que recordar que hace apenas unos meses, los socios del Gobierno de Gasteiz dirigieron a una comisión de «expertos» el examen de la pederastia en la Iglesia. Retirados decían «del pimpampum» del Congreso. Cuanto más lejos mejor, para blanquear nuevamente a los intolerantes con mayúsculas.

Intolerantes son, por ejemplo, esos grupos talibanes de Hondarrabia e Irun que impiden a las mujeres participar en los alardes. Aún no he escuchado una única razón lógica, ni siquiera a los grupos que avalan esta discriminación como el PNV y el PSOE, que defienda la marginación. No la hay, como tampoco la hubo en defensa de la esclavitud. Las únicas reales no tienen que ver con tradición o cultura, sino que son expresiones relacionadas con la supremacía de género. Es decir, como en esas sociedades gastronómicas que únicamente dejan entrar a la mujer para limpiar excrementos y residuos en sus txokos, intolerancia también con mayúsculas.

Las agresiones que hemos sufrido los euskaldunes por el hecho de no practicar en ciertos escenarios la lengua de Cervantes son parte de esa intolerancia española histórica a la que se refería Joxe Azurmendi. La supresión del bilingüismo no sólo en zonas de Nafarroa por parte de ayuntamientos constitucionalistas, sino en la Comunidad Vasca, como en las contrataciones de Osakidetza o, últimamente, entre los agentes municipales contratados por el Ayuntamiento de Donostia (90% son monolingües), evidencia que el grado de intolerancia hacia el euskara está en ratios elevados.

La intolerancia está también asentada en instituciones aparentemente neutras, como las de la lengua, el deporte o corporativistas. Hasta el hoy expresidente José María Aznar acusó al PNV de desarrollar una estrategia de «intolerancia y limpieza étnica», en tiempos del Acuerdo de Lizarra-Garazi. Así que lehendakari y consejero de Interior, resuelvan su patio interno y busquen a los intolerantes entre los que respaldan y en esos viejos y futuros aliados con los que ya han empezado a trabajar en Madrid.

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