José María Cabo
Filósofo

Jueces: entre la inmunidad y la impunidad

Nunca pensé que un manual de economía pudiera esconder en el mar de sus notas algo que me hiciese reír o cuando menos sonreír. Loa autores de uno de estos manuales nos informaban sobre dos sentencias judiciales en Estados Unidos que llamaban cuando menos la atención. En una de esas sentencias se conminaba a los propietarios de pájaros a que estos dejasen de cantar a partir de una determinada hora. El incumplimiento de la norma por los plúmbeos animales podía suponer una importante mordida en el patrimonio de su dueño en forma de multa. La otra sentencia no era menos hilarante que la primera. Al parecer, ante la falta de premura de los bomberos para atender las llamadas de auxilio, constatada en numerosas ocasiones, al juez de turno no se le ocurrió otra cosa que sentenciar que estos tenían que estar preparados una hora antes del incendio. Con ello, el sesudo juez estaba señalando que los bomberos no estaban listos para cualquier contingencia en el momento en que esta se producía, algo que entra dentro de lo razonable, y que los bomberos debieran ser tan previsores como un echador de cartas o un lector de la bola de cristal, lo cual parece que entra dentro de lo irracional.
    
La literatura ha recogido inolvidables momentos en los que se describen ficticios jueces haciendo de lo absurdo motivo de tratamiento judicial. Y de entre todos ellos, aquel en el que Charles Dickens, con el humor ácido que le caracteriza, describe, en el primer capítulo de su "Casa desolada", la estupefacción y la indignación de ciudadanos que se ven obligados a solventar sus discrepancias personales en los juzgados. Juzgados en los que contemplan como sus pleitos se demoran años, décadas, generaciones enteras, hasta llegar un momento en el que no se sabe cuándo comenzó dicha causa y cuál fue la razón que la motivó. Eso sí, la demora judicial estará en el origen de la ruina de muchos de ellos, después de hacer frente a enormes minutas de picapleitos y procuradores, y a las costas de los juicios que no concluían ni tan siquiera después de la jubilación de los magistrados que los gestionaban.
    
Cuando pasamos de la ficción a la realidad, nos encontramos con que lo real supera con creces a lo imaginado. Luigi Ferrajoli recoge una anécdota contada por Jeremy Bentham sobre lo que ocurrió en un Real Tribunal británico en el que un tal Wilkes, delincuente perseguido por la justicia, se personó ante el tribunal que lo había condenado para asumir su culpa y el castigo correspondiente. Los miembros del Tribunal, sorprendidos ante la inesperada presencia del condenado, no acertaron más que a decir que no podían confiar en su palabra, atreviéndose uno de ellos a señalar: «Señor, quiero creer, personalmente, que estáis ahí, dado que vos lo decís y que mis ojos os ven; pero no existe ningún precedente de que ningún Tribunal, en un caso semejante, haya considerado que se tuviera que fiar de sus propios ojos, por eso, este Tribunal no tiene nada que deciros». Qué duda cabe que hay aquí una inagotable fuente de inspiración para Marx, para Groucho Marx.
    
No es el único caso, puesto que Voltaire narra las circunstancias por las que tuvo que pasar una mujer acusada de asesinar a su esposo, un tal La Pivardière. Débiles indicios apuntaban a que el desaparecido del hogar familiar pudiera haber sido hecho desaparecer. La estupefacción del Tribunal fue mayúscula cuando, después de retornar a su hogar, La Pivardière se presentó ante el tribunal para dar cuenta de su existencia y de lo disparatado del procedimiento judicial abierto contra su esposa. El tribunal dudó de su existencia, afirmando reiteradamente que estaba muerto, que era un impostor y que, como consecuencia de su impostura, debería ser condenado por difamación y por poner en cuestión el procedimiento mismo. Tras más de año y medio, el Tribunal constató la veracidad de la declaración de La Pivardière, la inocencia de su esposa y la poca calidad jurídica de los jueces que pretendían condenar a la una y encausar al otro. Un caso que nos recuerda al famoso «Crimen de Cuenca» que fue llevado al cine por la directora Pilar Miró con ese mismo título. Curiosamente, lo que hoy ha ocurrido con la obra de teatro “Altsasu” ya se había visto en el pasado, tras la muerte del dictador, con la censurada película de Pilar Miró, porque ponía blanco sobre negro las brutales prácticas de tortura de la Guardia Civil y la escasa calidad de los tribunales de justicia nacionales.
    
Fuera de toda ficción, la forma en que son tratados supuestos delitos en los Tribunales de máxima instancia españoles, fundamentalmente en aquellas imputaciones en las que connotaciones políticas están presentes, sería una muestra del disparate mismo y motivo para el humor más corrosivo si este no se tornase, en la realidad, en auténtica tragedia para los encausados. En los últimos tiempos, sin ir más lejos, hemos asistido a la conversión de actos de «desobediencia civil» en delitos de sedición, ante la imposibilidad de una imputación por rebelión; los desórdenes públicos transformados en terrorismo; las hipótesis más peregrinas adquiriendo la forma de «traición»; y los que aún están a la espera de la circunstancia oportuna para que un oportuno juez en el momento en que le brinde cualquier oportunidad los saque a la luz.

Todo lo disparatado de la «justicia» española encuentra su hábitat natural en la excepcional Audiencia Nacional, que sustituyó, tras la muerte del caudillo, al denominado Tribunal de Orden Público. En la articulación de tales esperpentos, los jueces, más si lo son de la citada Audiencia, gozan de un poder omnímodo. Ellos mismos señalan que son inmunes en sus decisiones profesionales a las influencias externas. Y esto es cierto siempre y cuando las influencias externas no sean las procedentes de las ideas más ultraconservadoras, como algunos de estos magistrados airean cuando tienen ocasión. Pero cuando sus «errores» judiciales salen a la luz, la posibilidad de demostrar actos de prevaricación «de tomo y lomo» –en términos de Ortuzar– resulta prácticamente imposible. Gozan por todo ello de una absoluta impunidad al no dar cuenta de actuaciones judiciales más que sospechosas.
    
Ferrajoli en su "Derecho y razón", desde el punto de vista de una justicia penal garantista, considera que en la Administración de justicia italiana, al igual que en la española, se adolece de ciertos defectos, entre los que destaca: la inflación legislativa de lo penal, el sostenimiento de una legislación penal excepcional, la pervivencia de aspectos de los anteriores modelos penalistas de regímenes totalitarios y, para terminar, la falta de transparencia de los procedimientos judiciales, de las normas aplicadas y demás.
    
Esto se observa en la falta de rigor jurídico de ciertas actuaciones de jueces y fiscales españoles. Falta de rigor que ha conducido, en más de una ocasión, a auténticas tropelías jurídicas. En el caso Egunkaria, por ejemplo, lo disparatado del asunto no provocó la hilaridad de los encausados, sino todo lo contrario. Ellos mismos contaban que cuando revisaban aquí su caso con sus abogados pensaban que no había ni un solo motivo para ningún reproche jurídico, como luego se demostró, pero que cuando llegaban a Madrid el grado de incertidumbre aumentaba considerablemente, porque lo evidente se convertía en confuso, lo blanco en negro y lo transparente en opaco, en definitiva, la esperanza en la más amarga desesperanza.

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