Jesús Valencia

Jugar a la grande

En la clausura del acto, Arnaldo Otegi apeló a las repúblicas de Galicia, Catalunya y Euskal Herria haciendo un expreso guiño de complicidad a los jornaleros andaluces. Alentador mensaje que desborda tantos zangoloteos innecesarios en los que hemos perdido gente, tiempo y paciencia. El mensaje de aquel día daba en la diana ¡Ojalá sea el mensaje breve y sustancial de cara al futuro!

La situación política de España estaba revuelta en los albores del siglo XIX; el absolutismo borbónico buscaba hasta debajo de las piedras a los liberales contaminados por ideas republicanas. Estos, empeñados en refundar un estado progresista, encontraron un rincón seguro en la remota Cádiz y allá iniciaron un proceso constituyente en las famosas Cortes.

¿Cómo encajarían en el nuevo Estado las colonias de ultramar? Los liberales decimonónicos decidieron abolir el régimen colonial de forma que los habitantes de aquellas tierras se incorporasen a la nación como ciudadanos de pleno derecho. Tendrían representación en Cortes, siempre y cuando se adhiriesen con hatos y garabatos a la Patria común. Tratándose de salvaguardar la unidad nacional, no se llevaban un pelo los liberalotes progresistas de aquel tiempo y los absolutistas monárquicos; o sea, los ciudadanos de ultramar debieran de sentirse tan españoles como los de Quintanapalla. ¿Ha cambiado algo desde entonces?

Las burguesías criollas picaron rápidamente en el anzuelo. (¡Cómo se parecen a otras burguesías más cercanas y recientes!). Se sentirían muy cómodas en España confiando sacar de ello jugosos beneficios; «el que a buen nogal se arrima, una cestada de nueces recoge». Los liberales peninsulares aplaudieron su buena disposición para incorporarse a la Patria común pero los ataron en corto; que no soñaran con disfrutar de la más autonomía alegando que habían sido elegidos por aquellas ignorantes poblaciones. Los diputados criollos podrían participar en el juego político español pero oportunamente trucado: toda la población indígena quedaba borrada del censo, con lo cual siempre quedaría en minoría la representación ultramarina.

Mientras criollos y peninsulares se enzarzaban en interminables debates, había otras gentes por aquellos parajes que no tenía ninguna gana de perder el tiempo en semejantes zarandajas. Primero en Ecuador y luego en Argentina, ya se habían escuchado voces que reclamaban independencia. Tanto los diputados de allá como los de acá se pusieron de acuerdo para ahogar aquellas voces disonantes. Y, aunque estaban en guerra contra Napoleón, todavía desviaron tropas para reducir a los americanos levantiscos. En el alboroto de sus polémicas, los diputados de ambas orillas supieron que se había firmado el Acuerdo de Iguala y que la emergente América había apostado por la independencia. Entendieron que su jueguito había terminado y que la suerte del continente estaba echada.

En 1979, el Estado español quiso ahogar las reivindicaciones independentistas de las nacionalidades históricas ofreciendo otro modelo estatutario. En este caso salieron con la suya: no habría más sujeto soberano que el pueblo español. A partir de ahí, cualquiera que se apartara del guión sabría en carne propia las consecuencias que esto acarreaba. Unas veces a las duras, y otras a las maduras, han recordado a los erráticos independentistas quién tiene la sartén por el mango. Regueros de sangre y de sufrimiento en incontables ocasiones; en otras muchas, el recurso a los recursos del poder central. Nuestra capacidad legislativa es prestada y, en consecuencia, limitada; ellos tienen todos las atribuciones que necesitan para invalidar leyes y resoluciones que aprueban nuestros subordinados parlamentos y que, a su juicio, desbordan el marco estatutario.

Es ahí cuando viene nuestro llanto y crujir de dientes. El Estatuto no está agotado ya que nunca ha sido un cauce para canalizar parcialmente nuestras reivindicaciones; por el contrario, ha sido una eficaz herramienta metropolitana para ahogar las ansias soberanistas de los pueblos sometidos. Protestamos cuando esto ocurre sin querer asumir que es parte del juego en el que voluntariamente aceptamos participar. «Antón, Antón pirulero; cada cual que aguante su juego»

El día 6 de diciembre, EH Bildu convocó a Bilbao reclamando una república vasca. Si mi memoria no me falla, era la primera vez que se escuchaba esta propuesta con las imágenes de la monarquía cabeza abajo. No se trataba, como en otras ocasiones, de desbordar la Constitución española sino de ignorarla. Como decía Itziar Aizpurua (GARA, 04.12.2018) «Gure Konstituzioa geuk idatziko dugu, zalantzarik gabe». En la clausura del acto, Arnaldo Otegi apeló a las repúblicas de Galicia, Catalunya y Euskal Herria haciendo un expreso guiño de complicidad a los jornaleros andaluces. Alentador mensaje que desborda tantos zangoloteos innecesarios en los que hemos perdido gente, tiempo y paciencia. El mensaje de aquel día daba en la diana ¡Ojalá sea el mensaje breve y sustancial de cara al futuro!

Por eso he titulado esta opinión con el expresivo aforismo, tan frecuente en el actual léxico político, de jugar a la grande.

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