Iñaki Egaña
Historiador

La arrogancia

Gustaba lucir gabardina, quizás porque la época lo hacía interesante. Era un hombre bajito, con una calva no demasiado prominente y una nariz aguileña. Con los años, las cejas se le poblaron y como no las recortaba, le dieron un aspecto especial. Cuando murió, la ciudad de Bilbao le dio nombre a una de sus calles, en sustitución de la de Espartero, aquel general de estatua ecuestre en Logroño, mítica y bufona donde las haya, que había jurado respeto a los fueros vascos y luego no cumplió.

Juan Ajuriagerra, el de la gabardina y la calle, fue el hombre fuerte del PNV entre los dos estatutos de autonomía, desde 1937 hasta 1978. Negoció con los italianos la rendición de lo que quedaba del Ejército vasco en Santoña, eligió lehendakari saltándose todos los protocolos a la muerte de Agirre en 1960. Ganó todas las batallas en su partido, excepto una, la apuesta por colaborar con los servicios secretos norteamericanos, en detrimento de los ingleses, por los que tenía predilección.

Ajuriagerra era un arrogante. Quienes le conocieron de cerca, ya en el seno de su grupo político, ya en las cercanías, no destacaron su aspecto conciliador, precisamente. Los jóvenes le habían puesto mote, el «almirante». En aquel debate tan intenso entre Ekin y EGI, las juventudes del PNV, que provocó el nacimiento de ETA, Ajuriagerra, que interpretó la nueva organización como si fuera una escisión, dejó una frase de esas lapidarias que la historia recuerda en cursiva: «Una acción de estas en clandestinidad (la escisión) se paga con la cuneta».

A pesar de que la declaración del almirante tiene ya más de medio siglo, por uno de esos resortes inescrutables, la he recuperado hace unos días. Tengo la impresión de conocer el origen de la asociación. En el lóbulo temporal del cerebro, apenas alejados por unos pocos milímetros, agrupamos la memoria con las sensaciones auditivas.

Fue viajando en coche cuando escuché a Mario Fernández lanzar una frase también lapidaria, de esas que la historia volverá a guardar durante años. No sé muy bien a quién iba dirigida la amenaza, grave por lo demás. Me lo puedo imaginar. Era contundente y aterradora: «Yo no acostumbro a dejar heridos», dijo.

Mario, como aquel que dio nombre a la calle bilbaína, es un hombre bajito, con una buena mata de pelo que le permite tener un peinado clásico, con una raya que le parte de la frente, a su izquierda, sin que ello tenga aparentemente otro significado que el meramente descriptivo. Luce una montura anticuada en sus lentes y, como lo fue Ajuriagerra, es un fumador empedernido.

A Mario le eligió para la dirección del banco de matriz vasca el PNV, después de su experiencia en BBVA donde tuvo una actuación que llevó al juez Garzón a investigarle por actividad irregular, muy irregular por lo visto, en Perú, Venezuela... Pero Garzón no tuvo lo que exhibe con tanta propaganda el caballo de Espartero en Logroño y Fernández, después también de lanzar algunas lapidarias, salió indemne.

En su favor señalaré que la frase de marras del exbanquero se adecuaba en cierta medida con los titulares de la prensa de esas semanas. La empatía que genera la actualidad, sin darnos cuenta. Qué si Al Qaeda ejecuta a sus prisioneros en Pakistán, que si el ISIS remata a los heridos en Siria, que en los combates de Saada todos los rebeldes hutíes resultaron muertos... Que la actuación policial del asalto al Charlie Hebdo tampoco dejó heridos. En fin, creo que Fernández estaba abducido por la actualidad.

Después de intentar comprender su exabrupto, sin embargo, me llama la atención la falta de diligencia de fiscales, sobre todo el general del País Vasco (me dice el compañero de la mesa de al lado que es un tal Calparsoro), asociaciones de derechos humanos o incluso de víctimas, que no hayan intervenido. Si la frase la hubieran lanzado Arraiz, Olarra o Barrena, seguro que se habrían enfrentado a una querella y, sin dudarlo, a su procesamiento por apología del terrorismo. ¡Si citar una jugada de ajedrez es sinónimo bélico, qué no será ésta!

No quiero desviarme.

La arrogancia como estilo, o el estilo de la arrogancia, tiene en el mundo jeltzale una tradición excelsa. No quiero hacer chistes fáciles, como el de Espartero, pero déjenme que les recuerde la patética historia de Iñaki Azkuna, el mejor alcalde del mundo según la City Majors Foundation, que se guardó una sala especial en el Ayuntamiento para descansar en el futuro con el resto de alcaldes de la ciudad, incluso los franquistas, que de usurpadores tenían todo y de alcaldes nada.

Las recientes intervenciones de Eider Mendoza en las Juntas Generales de Gipuzkoa son otras más de esta línea de considerar el escenario de dialéctica política como un coto particular, de tratar al adversario político con arrogancia, con desprecio. Me sorprende también que a pesar de la dialéctica política en este caso asociaciones feministas no hayan intervenido.

La Mendoza me lo deja fácil si acudo a su vecindad en Hondarribia, donde algunos sectores, entre ellos el suyo, piden el respeto a la tradición por el dudoso mérito de serlo. No voy a aprovechar su posición talibán, aunque ganas tengo. Mendoza le espetó a Larraitz Ugarte en las Juntas guipuzcoanas: «No ha encontrado nada, a pesar de buscar y buscar. Debe de ser duro para una mujer cuya única misión sea esa». Vayan al origen y al contexto y comparen.

El resto es conocido: «Estén donde estén ustedes en el futuro, que sepan que esto no lo vamos a dejar así». Mendoza emulando a Ajuriagerra y Fernández. No ha sido en Chicago en la década de 1920 o en Palermo en 1990, sino en las Juntas Generales de Gipuzkoa en 2015.

La crónica de la discusión de Joseba Egibar con los padres de Iñigo Cabacas en el Parlamento de Gasteiz es otra más de ese estilo arrogante. El parlamentario Luke Uribe-Etxebarria, guardaespaldas habitual de Markel Olano, en esta ocasión de Egibar, ordenando a ETB que no grabara el incidente e interponiéndose físicamente para evitar su recogida.

Tiene la arrogancia, la soberbia, esa amenaza que la hace más altiva. En euskara, arrandia es la bravuconería. Pero la bravata de los que he expuesto en los párrafos anteriores tiene mucho de ultimátum. Dixidu, mehatxua. Recuerdo el rifirrafe de hace poco más de un año en Nueva York. La arrogancia de Urkullu fue acompañada de una advertencia que se hizo efectiva. ¿Cómo es la palabra italiana que utilizaban tan a menudo los sicarios de Chicago y Palermo?... La recuerdo: vendetta.

La euskal etxea de Nueva York celebraba su centenario. El lehendakari Urkullu se desplazó con su séquito a la que apelan Big Apple. Resultó que entre los actos previstos estaba la salutación, en un breve video, del alcalde donostiarra Juan Karlos Izagirre. A Urkullu o a sus asesores no les gustó semejante protagonismo. Y lo vetaron, advirtiendo de las consecuencias.

El entonces presidente de la euskal etxea, Aitzol Azurza, se mantuvo firme. El visionado del video del alcalde de Donostia, que como bien saben no es militante del PNV, se mantuvo en el programa. Urkullu, el arrogante, se encolerizó. Y cumplió su amenaza.

Días después, el grupo Vocento, la derecha rancia y camaleónica, golpista, fascista, demócrata o lo que toque, filtraba la identidad de género de Aitzol Azurza (subjetiva) y se recreaba en su participación en diversas actividades relativas a la misma. Azurza dimitió.

El estilo arrogante y su componente de amenaza, en este contexto de tradición política, no augura nada bueno. Y si la amenaza se consuma en forma de vendetta, más aún. Los tiempos de los jauntxos siguen vigentes. La humildad, su antónimo, es un valor que debe continuar en primera línea de la actividad diaria. Sólo así avanzaremos.

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