Kepa Tamames
Escritor

La dictadura del etiquetado: «negacionistas»

Pero tal vez lo más ilustrativo del fenómeno sea su naturaleza «paquetista». Sí, me refiero a la estigmatización general y sin matiz: el enemigo ha de ser progre, tardofeminista, cambioclimatista, animalista... o lo contrario. Mas siempre en amalgama.

Hasta donde yo aprecio, la última en incorporarse al listado es «negacionista». Pero vendrán más, porque es obvio que la estrategia funciona. Hablo de la repentina «dictadura del etiquetado», cosa tonta donde las haya, pero que sin embargo ofrece pingües beneficios a sus promotores.

Es «negacionista» hoy todo aquel que piensa fuera de la grey, y se convierte así sin pretenderlo en sujeto perseguible por las hordas administrativas, políticas y/o mediáticas, todas con avidez cinegética. Y acaso por otras que ahora mismo no tengo presentes, pero que están ahí, agazapadas, prestas a saltar sobre el primer librepensador que aparezca en escena. Porque aquí el más «demócrata» se apunta a la cacería en cuanto huele según que atmósfera, y sobre todo según qué premio: tanto mejor si es en metálico (como el oro) y además en negro (como el petróleo).

Obviamente, no todo lo etiquetado como «negacionista» lo es. Pero, ¿qué importa a estas alturas el rigor, y cuánto peso le queda al sentido de la justicia interpersonal, esa que no pasa por juzgados ni vistas orales, la que cada cual ha mamado y practica en su cotidiana intimidad? Importa ya muy poco, a lo que parece. Aun así, digámoslo alto y claro: el negacionismo como herramienta moral se muestra por lo común costumbre virtuosa y deseable. Al menos tanto como el afirmacionismo. Negar que por estos lares calienta más en invierno que en verano es signo de salud mental, como lo es negar la capacidad humana para una vida sin oxígeno. Me dicen que la tierra es redonda («y achatada por los polos», como señalaba siempre mi madre), y yo me lo creo sin mayor contrariedad. Aunque tampoco pasaría nada si mañana descubrimos que es plana. ¿No? Quizá nos costase hacernos a la idea, como cuesta el cambio de todo paradigma grupal, pero más pronto que tarde recordaríamos con sonrisa irónica «aquel tiempo en el que creíamos que esto era una bola suspendida en el espacio». Redonda o plana, hueca o maciza, a un servidor se la trae al pairo la naturaleza o forma del suelo que pisamos... siempre y cuando las cosas importantes no cambien demasiado: hablo del afecto mutuo, de un buen libro, de niveles razonables de libertad, de una generosa práctica de la empatía –sin frenarnos en la ficticia barrera de lo humano, o de lo masculino, o de lo blanco, o de lo europeo–. Y el particular detalle de usar aquí «lo humano», «lo masculino», «lo blanco» o «lo europeo» y no sus alternativos muestra bien a las claras la domesticación social –mejor diremos doma, pues incluso en el terreno de la idiocia compartida hay niveles– a la que hemos sido sometidos, también un servidor; eso sí, con nuestro colaboracionismo gratuito, bobalicón, y por tanto deshonroso hasta la entraña. Porque aquí no hace tanto todo se resolvía con la coletilla de la «dignidad», fueran pensiones, vivienda o trato. De la noche a la mañana nos levantamos embozados y acusicas, como si de repente nuestra «dignidad» fuera otra víctima del SARS‑CoV‑2 (¿y por qué no del SARS‑CoV‑1, ahora que lo pienso?).

Pero tal vez lo más ilustrativo del fenómeno sea su naturaleza «paquetista». Sí, me refiero a la estigmatización general y sin matiz: el enemigo ha de ser progre, tardofeminista, cambioclimatista, animalista... o lo contrario. Mas siempre en amalgama. No nos cabe en la cabeza un gay de izquierdas, un ecologista carnívoro, o mismamente un virólogo que niegue, microscopio en mano, la existencia de ciertos bichejos infectos, o al menos lo mollar del relato oficial. Se le coloca a cada cual el rótulo de «negacionista», y la masa amorfa digerirá el resto.

Quien niegue la categoría de «preapocalíptica» en que se ha querido convertir la dichosa «pandemia» (nunca hubo tal), tendrá tras de sí una generosa mayoría social dispuesta a arrojarle al precipicio con sus propias manos, antes de que nos infecte a todos con su criminal irresponsabilidad. No dará tiempo a mostrarles a verdugos y arengadores las cifras reales (¡públicas e inertes!), la inconsistencia de las medidas tomadas, los opuestos resultados de las diferentes políticas de sanidad pública aquí y acullá. Nada sacará de su convencimiento pastoso a los que empujan. ¡Ay!

Poco han cambiado las cosas desde el recorrido de la reo por las calles empedradas hasta la plaza, sometido por la canalla a vituperios de toda índole, a escupitajos sifilíticos, a tortura impune mediante tenedores o agujas de punto. Y el cadalso al final del trayecto, en medio de la plaza atestada de gente sedienta de «justicia», dado el fallo por el Tribunal, que condenó a la vecina por bruja y hechicera, sin apelación posible. Tampoco entonces les iba demasiado bien a los racionalistas, quienes osaban negar solo en petit comité las malas artes de la condenada, por si acaso, achacando sus rarezas a un mero desvarío mental, o aun a la simple extravagancia personal: eran los «negacionistas» de entonces, y con mucho tino habían de andarse, pues el poder usó siempre la represión a la disidencia con similar fórmula: palo y tentetieso.

Nos reconforta la creencia comunitaria de que avanzamos, de que superamos etapas pretéritas, de que nos acercamos a nuestra perfección como especie. Pero ello solo demuestra que, en efecto, nos reconforta. Y nada más.

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