Nora Vázquez
Jurista y sanitaria

La elección viciada

Son las siete y media y alguien en algún lugar abandona el refugio de su casa para sumergirse en la corriente de la ciudad. No lleva consigo documentos clasificados ni secretos de Estado, tan solo el sueño pegado a los párpados y una cartera en el bolsillo trasero. Al subir al autobús, realiza un gesto mecánico, casi un tic nervioso de la modernidad: acerca el plástico al lector. Un pitido seco, bip, valida el viaje.

Parece un acto trivial, pero en ese preciso instante se ha encendido una bengala en el mapa de la red. El sistema no solo cobra un euro con veinte; registra la hora exacta, la parada de origen y la regularidad del usuario. Si el gesto se repite de lunes a viernes, el algoritmo, que es un burócrata infatigable, deduce con un margen de error nulo dónde trabaja el sujeto y, por el código postal del destino, cuál es su probable rango salarial. La ciudad ya no es un espacio físico, es una hoja de cálculo infinita.

La pandemia actuó como un acelerador de partículas: el miedo al contagio convirtió el efectivo en algo sucio, casi viral. A media mañana, nuestro protagonista pide un café y paga con el reloj. La transacción viaja a la velocidad de la luz, pero el ciudadano ignora el MCC (Merchant Category Code). El banco no ve «Cafetería Manolo», ve un código que clasifica el gasto en «Restauración rápida» o la que corresponda. La vigilancia del siglo XXI es una hidra de muchas cabezas. Al cruzar ese pago con la geolocalización del móvil −que nunca deja de emitir−, los data brokers (esos mercaderes de datos que operan en la sombra) saben que el sujeto no está comprando por ocio, sino por ansiedad o rutina laboral. Saben si prefiere las franquicias globales o el comercio local, un indicador sociológico clave. Se va dibujando así, céntimo a céntimo, un perfil psicológico. No vigilan al individuo por ser quien es, sino por ser un patrón de consumo.

La vigilancia da un salto cualitativo cuando se vuelve social. Si dos compañeros pagan a medias mediante una app, el sistema traza el «grafo social». Dime a quién transfieres doce euros un martes y te diré cuál es tu tribu. Las entidades ya no preguntan tu solvencia; miran la de tus cinco contactos más frecuentes. Si tu entorno tiene deudas o comportamiento de riesgo, el algoritmo asume que tú eres un riesgo por contagio.

Aquí, en Europa, opera la directiva PSD2, una normativa que nació con una intención teórica loable: romper el monopolio de los bancos y fomentar la competencia. Pero bajo la promesa de facilitar los pagos, abrió la puerta a que terceros puedan acceder a nuestros movimientos bancarios si damos el consentimiento −ese que aceptamos sin leer en tres segundos−.

En el Estado, la realidad es el scoring o puntaje de riesgo. Calculan «vidas de riesgo». Los bancos y las aseguradoras cruzan datos de una forma un tanto banal.

Qué encuentran? Si hay pagos recurrentes en casas de apuestas online, el perfil se marca en rojo. Si hay demasiados cargos en estancos o licorerías, la prima del seguro de salud sube invisiblemente. Si hay transferencias a plataformas de criptomonedas, la fiabilidad crediticia baja. Incluso el caso del INE (Instituto Nacional de Estadística), que pactó con las grandes operadoras telefónicas seguir el rastro de millones de móviles para «estudios de movilidad», demuestra que ya no somos individuos, sino puntos de luz en un mapa. Nuestra ubicación y nuestro dinero cuentan quiénes somos antes de que abramos la boca.

El sistema sabe si el ciudadano ha empezado a beber más alcohol de lo habitual, si ha cambiado la carne fresca por procesados o si ha dejado de comprar preservativos. La salud, la economía y la vida sexual quedan expuestas en una lista de la compra que viaja directamente a las aseguradoras y a los bancos.

Toda esta inmensa recolección de datos no tiene como fin archivar el pasado, sino predeterminar el futuro. Es lo que se conoce como la «arquitectura de la elección viciada».
Elegimos, sí, pero elegimos entre cartas marcadas.

¿Y qué ocurre cuando esta maquinaria se aplica a las ideas? El salto del consumidor al ciudadano es inmediato. Si el algoritmo sabe, por nuestros gastos en farmacia y nuestros hábitos nocturnos, que somos personas temerosas o inseguras, no solo usará esa información para vendernos alarmas; la venderá a actores políticos.

Aquí es donde la democracia se agrieta. La «elección viciada» se traslada a las urnas. A un vecino le llegarán noticias −reales o fabricadas− sobre el aumento de la delincuencia porque el sistema sabe que el miedo es su motor de acción. Al vecino de enfrente, con otro perfil de consumo, le bombardearán con alertas climáticas.

Ya no compartimos una realidad común. Vivimos en túneles de realidad hechos a medida, donde se nos alimenta con la información exacta para confirmar nuestros sesgos y radicalizar nuestras posturas. No votamos por lo que ocurre en el mundo, sino por lo que el algoritmo nos ha dejado ver de él. Logran hackear el sistema operativo de la sociedad: la opinión pública.

Llegados a este punto, sería ingenuo, e incluso reaccionario, pedir la vuelta al trueque o quemar las tarjetas de crédito en la plaza. El pago digital es cómodo, eficiente y, a menudo, inevitable. No se trata de negar la tecnología, sino de comprender la naturaleza del pacto. Debemos ser dolorosamente conscientes de que esto es un mercado virgen y feroz donde nuestra conducta es la materia prima que se usa para vigilarnos y así perfilarnos para hacer negocio y... vuelta a empezar.

Ante este panorama, debemos entender que cada clic y cada pago alimentan el negocio. Porque, a fin de cuentas −y no lo olviden−, el dinero ya no sirve solo para comprar cosas; sirve, fundamentalmente, para que nos compren a nosotros.

Recherche