Iñaki Egaña
Historiador y escritor

La guerra que perdimos

Reivindicar la victoria en una contienda que tuvo decenas de miles de muertos, centenares de miles en el Estado, no parece demasiado apropiado para los tiempos que vivimos.

Más aún cuando aquella guerra tuvo como previo un golpe de estado y como consecuencia posterior la ejecución en retaguardia de buena parte de la oposición republicana, anarquista y abertzale, y la continuidad en una dictadura que desapareció por muerte dulce.

Tampoco parece muy adecuado hacerlo cuando aquella ideología golpista fue derrotada en el planeta, con la Segunda Guerra mundial de por medio, cuando el Estado surgido de la sarracina no fue acogido en Naciones Unidas y cuando sus aliados, la Alemania nazi y la Italia fascista, fueron vencidos y sus dirigentes, en menor medida que la esperada, fueron condenados y ejecutados en Nuremberg. Conocemos de sobra las secuelas de aquella ideología excluyente. En Gurs, en Mathausen, Treblinka, Auschwitz, pero también en Oion, Gernika, Ezkaba o Hernani.

Hacerlo por apego a los suyos, como lo ha realizado el señor Fernández Díaz, ministro del Interior, puede servir para entender la reivindicación victoriosa. Su padre, como es sabido, fue teniente coronel del Ejército victorioso. Puede ser una razón que Freud la destacaría como un complejo de Edipo negativo. O quizás un síndrome de Wendy, tal y como lo refiere el psicólogo Jaime Lira. Me inclino más por esta última posibilidad, tras comprobar tantas y tantas referencias que acarrea el señor ministro hacia vírgenes, santos y demás venerables guías de su actividad. La inestabilidad e inseguridad personal, resuelta por sus antecesores, biológicos o imaginarios.

Estas probables explicaciones laterales no resuelven mis dudas. ¿Por qué reivindicar la victoria franquista cuando la historia la condenó, los motivos quedaron descartados y denunciados por la comunidad internacional y las formas fueron tan extremadamente brutales como para que la palabra «ética» desapareciera del diccionario español?

El señor Fernández Díaz ha elegido, además, un contexto bélico histórico para hacerse fuerte en su convicción. También, otro político, que tiene que ver, en lo fundamental, con la decisión del Ayuntamiento de Iruñea de devolver los restos de Emilio Mola y José Sanjurjo, los autores materiales e intelectuales del golpe de 1936, a sus familias. Al ministro del Interior, esta decisión, tan lógica como racional, le ha llevado a esa reivindicación que citaba en los párrafos anteriores: «quieren ganar ahora la guerra que perdieron».

Efectivamente, perdimos una guerra, miles y miles de hombres y mujeres que habrían aportado a nuestro acerbo colectivo lo mejor, social, política, ideológica y humanamente. La perdimos y les perdimos a ellas y a ellos. Porque los vencedores se cuidaron muy bien de rematar a los heridos, de buscar a los escondidos, de apalear a los detenidos, de ejecutar a los presos, de vengarse en sus familias. Y construyeron un relato digno del síndrome de Wendy. La patria (española) y el verbo divino les había asignado una tarea encomiable, la misma que a Hitler en Alemania. Eliminar al diferente.

Pero la guerra, señor Fernández, concluyó hace casi ocho décadas, la dictadura cuatro. Así fue, ¿no? Mantuvieron sus mentiras mesiánicas durante años, inculcando a las nuevas generaciones cuentos macabros de superioridad, de reserva espiritual, con el miedo metido hasta el tuétano de que si alguien se movía en aquella fotografía gris, sería eliminado. Y si el movimiento se generalizaba, la vuelta a las armas, nuevamente como deber patriótico y divino, que acabaría como en 1936. ¿Por qué remover en un escenario supuestamente democrático algo tan tiránico como lo que hizo su padre y los militares de postín de su cuartel?

Durante cuarenta años negaron que las cunetas albergaran más allá de barro, lodo o asfalto. Con la ley de amnistía de 1977 reconocieron que, quizás, como ahora, los agentes del régimen cometieran algunos abusos. Ovejas descarriadas. Hasta 2002 cerraron todas las puertas a que se supiera la verdad, vetaron investigaciones, quemaron toneladas de documentos, aunque reconocieron la condición a quienes perdieron la guerra. Hasta entonces eran únicamente esbirros apátridas, sustentados por la Unión Soviética y Lucifer, a parte iguales. Y lo hicieron porque las cámaras de televisión europeas se trasladaron a las fosas que comenzaban a destripar familiares y asociaciones populares. Hasta 140.000 hombres y mujeres habían sido también desposeídos de su condición humana. Yacían en cunetas, como perros. Abrir fosas era reabrir heridas, dijo el señor Fernández. ¿De quién, señor ministro? ¿De su padre y sus colegas?

Cuando en 2014, Pablo de Greiff, el relator de Naciones Unidas para desapariciones forzosas le visitó, su respuesta, la de su Gobierno, causó perplejidad: «No hay interés ni de las familias ni de la sociedad por los desaparecidos de la guerra y del franquismo. Por eso hemos cerrado la Oficina de Atención a las Víctimas del franquismo». Tras una gira por el Estado, De Greiff había constatado justamente lo contrario. El camino de la victoria se mantenía en el tiempo.

Se ha dicho hasta la saciedad que la Transición generó un «borrón y cuenta nueva». Se ha lanzado el lema «con la guerra perdimos todos». Se nos ha querido convencer que el futuro necesita la reconciliación. Al parecer, pura retórica. Fernández Díaz ha rescatado ese apocalíptico discurso de Areilza, el primer alcalde franquista de Bilbo: «¡Vaya que sí ha habido vencedores y vencidos!; ha triunfado la España, una, grande y libre. Ha caído vencida para siempre esa horrible pesadilla siniestra y atroz que se llamaba Euzkadi».

De eso se trata señor Fernández Díaz. De que esa terrible pesadilla que es «Euzkadi», nuestra Euskal Herria, haya podido revolcar la historia. Y lo que debería ser algo así como la «solución final» que proclamaron a los cuatro vientos nazis y fascistas, no se cumplió. El quid, su problema, no es que los restos de Mola o Sanjurjo se encuentren enterrados aquí o allá, sino que el mausoleo que los acoge pertenezca a un Ayuntamiento dirigido por los nietos y nietas de quienes precisamente los dos golpistas, especialmente Mola, ordenaron desaparecer de la faz de la tierra. Efectivamente, fueron enviados al infierno, a las cunetas, pero sus descendientes ganaron espacios, con tesón, con la fortaleza que Mola hizo desaparecer, para desmontar aquel objetivo de limpieza política. Y aquí estamos, recuperados tras ser noqueados una y otra vez.

¿Por qué ahora se acuerda y reivindica que ganaron una guerra? Era una fullería, señor Fernández Díaz. Le hacía una pregunta pero ya tenía previamente la respuesta. No consiguieron asimilar a las generaciones posteriores. No lo consiguieron a pesar de que el empeño que pusieron fue extraordinario. A pesar de que el coste que sufrimos los que perdimos la guerra fue también y exponencialmente descomunal. No podemos dejar de pensar en ellas y en ellos ni un solo instante. Por eso los homenajes, los recuerdos, las recuperaciones de restos, la implosión de sus esperanzas, la vida después de la muerte.

Ese es el quid. Hemos honrado la experiencia vital de quienes nos precedieron, sus ilusiones, y estamos encaminados para alcanzar, asimismo, sus objetivos políticos. Orgullosos y con la cabeza bien alta. Quizás no pueda decir lo mismo señor Fernández Díaz a los suyos. Ganaron la guerra que provocaron precisamente para ganarla. Y ahora, resulta que los hijos de aquellos matarifes no han sido capaces de mantener la victoria. Complejos, síndromes... Necesitan una buena terapia y un oasis en su desierto si de verdad quieren ser, algún día, demócratas. Porque la democracia no es un período táctico, como piensan ustedes, sino el objetivo final de cualquier sociedad que se diga justa.

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