Iñaki Egaña
Historiador

La invisibilización de lo que ocurre

El Estado profundo invierte enérgicamente en dejar fuera de los escenarios mediáticos buena parte de lo que se cuece en los mentideros de la política y de la economía.

Estamos acostumbrados a protestar por la poca visibilidad de los medios a nuestras propuestas políticas, a nuestras iniciativas sociales, a nuestras movilizaciones. Adquirimos un conocimiento indirecto de la realidad a través del filtro periodístico o televisivo, con el añadido del totum revolutum de las redes. Y si a esa barricada previa sumamos el ninguneo, la invisibilización de nuestras dinámicas, la verdad es que el panorama para los comunicadores de quienes se enfrentan al sistema no es muy alentador.

Esta invisibilización tiene, por otro lado, salidas asimétricas, para ocultar el verdadero objetivo de una determinada actividad. Hemos reparado recientemente la construcción de noticias, contraprogramaciones, para evitar la visibilización de acciones populares. El caso del acto de Kalera en favor de los iheslariak en Tolosa, en el que aparecieron delegados de Covite, convirtiendo un hecho secundario en noticia, en «la» noticia, y el posterior de las supuestas piedras contra el coche del líder de Ciudadanos en Altsasu son ejemplos palmarios de cómo se construye un discurso. A pesar de la inexistencia de agresiones en la concentración franquista de Altsasu, Albert Rivera ya había preparado su arenga con ellas.

La invisibilización tiene por objetivo imponer un modelo, el de una elite política u económica, en detrimento del resto. Tradicionalmente lo ha sido por motivos religiosos, racistas, xenófobos o de supremacía. Los nazis ocultaron sus campos de exterminio, los franquistas sus razzias evitando que sus víctimas reposaran en cementerios. El manual dice que lo que no se ve no existe, a pesar de sentirlo.

La historia lejana y cercana nos ha dejado miles de ejemplos. Hector Pieterson, de apenas 12 años, se convirtió en icono del levantamiento de Soweto contra el apartheid, a su pesar. Fue baleado por la policía, pero cuando agonizaba un fotógrafo captó la imagen del niño en manos de otro joven, Mbuyisa Makhubo, que intentaba trasladar al moribundo. Por años, Pieterson fue el símbolo de la resistencia. Y Makhubo desapareció. Se lo tragó la tierra. Desapareció el testigo. O lo hicieron desaparecer para evitar la visibilización.

En la historia cercana tenemos otros tantos miles de ejemplos. Martín Villa, hoy en busca y captura por la Justicia Internacional y refugiado en España, ordenó la destrucción de dos millones de documentos que afectaban a la represión ejercida por el franquismo. Décadas antes, España llevó sus archivos sobre las carlistadas a sus consulados franceses, para que no se pudiera hacer historia sobre los vencidos. La corona castellana ordenó la demolición del castillo navarro de Amaiur y sobre sus escombros edificó uno nuevo, de corte hispano. Incluso, en 1931, destruyeron con dinamita el obelisco que había construido la Diputación de Nafarroa en honor de sus defensores.

El mecanismo original para la invisibilización es transversal a las relaciones de poder. Una relación que James C. Scott, en ese memorable libro que se llama “Los dominados y el arte de la resistencia”, refería en dos grandes líneas. Las ejercitadas por las elites sobre las disidencias: ocultación y vigilancia.

A lo largo de las civilizaciones humanas, la negación del otro ha venido acompañada de la desaparición del dominado de sus referencias e iconos: libros, monumentos, obras de arte, religiones, prácticas culturales, lenguas… Tenemos miles de ejemplos en casa y en los cinco continentes. El líder del PP acuñó con su fiesta nacional la mentira histórica de la «salvación» de los pueblos originarios de América y la «gran tarea» de España en la «civilización» y conversión de infieles. Algo parecido a lo que completaron monárquicos ingleses y republicanos franceses en otros puntos del planeta.

Invisibilizado el mensaje de los dominados, el relato que construyen a partir de esa oscuridad las élites del poder está trucado. Hoy, esta información manipulada nos señala que Washington salvó a Europa del nazismo, volviendo a enterrar a 20 millones de soviéticos en una nueva fosa, la del silencio.

Sin embargo, hay otro tipo de invisibilización menos perceptible. La que afecta al Estado profundo, a los ejes del propio sistema. Y esa es la invisibilización con mayúsculas. Sé que en este tema farragoso es fácil caer en teorías conspiranoicas, muchas de ellas alentadas por cierto desde el propio poder. Apenas les presto atención, a pesar de que también son fuente de regocijos.

El Estado profundo invierte enérgicamente en dejar fuera de los escenarios mediáticos buena parte de lo que se cuece en los mentideros de la política y de la economía. Durante años hemos asistido a una invisibilización absoluta sobre los desmanes, excesos y desenfrenos de la monarquía borbónica. También sobre las actividades paralelas de ese mismo Estado en cuestiones relacionadas con la guerra sucia, la tortura o el chantaje. Asimismo, a los grandes y opacos movimientos de la elite económica que es quien lleva las riendas del sistema político, por mucho que nos hagan creer en los equilibrios parlamentarios.

En los últimos meses hemos presenciado varias iniciativas que han desvelado la ocultación sistemática que hace el poder en prevención de mantener el estatus de los suyos. Gracias a filtraciones informáticas, hemos sabido de parte de la verdad verdadera. Ha resultado que decenas de personajes de la vida pública española guardan sus tesoros en paraísos fiscales, para preservar su riqueza intacta, sin necesidad de esa tributación que grava al resto. Son, además, iconos destacados de la Marca España. Patriotas de pro.

La amnistía fiscal, previo pago de una pequeña sanción, fue un escándalo denunciado incluso por la entonces oposición sumisa (PSOE), que anunció la difusión de los defraudadores en cuanto llegara a la Moncloa. Falsa, como tantas, promesa. Hay 73 paraísos fiscales en los que los ricos pueden esconder el dinero robado, ganado con el sudor de «sus» trabajadores, acumulado por las empresas offshore, o derivado del narcotráfico. La invisibilización ha servido para ocultar crímenes de gran magnitud. También a las listas y a los personajes que dominan las relaciones de poder.

Esta ocultación sufre breves y escuetas fisuras cuando algún actor cae en desgracia. Como apuntaba Graham Greene, el factor humano (sexo, dinero, venganza, ambición…) forma parte de la ecuación. La destitución de Alberto Perote de la dirección de los servicios secretos españoles originó su consiguiente enfado y la filtración de informaciones desconocidas. La encarcelación del comisario Villarejo y la filtración sostenida de «secretos de Estado», con el objetivo último de su liberación recuerda también los chantajes de los acusados de dirigir y organizar los GAL para evitar cumplir sus condenas.

Estas filtraciones, sin embargo, son anécdotas en un desierto de oscuridad. El planeta está gobernado por una cabeza tricéfala: el CFR (Council on Foreign Relations), el Grupo Bilberberg y la Comisión Trilateral, de la que únicamente referimos cuando trasciende alguna de sus reuniones. El Estado español está marcado por la impronta de los bancos que tienen el poder con mayúsculas, en los consejos de administración de la prensa quebrada ya hace tiempo, y por la iniciativa militar, como antaño, tanto en el presupuesto bélico (la venta de armas a los Saud), como en sus escaparates (CNI y Guardia Civil).

La vida política es como un iceberg. Constamos la parte que sale a flote. Pero la sumergida, a pesar de tanta cita a valores democráticos, a tanta verborrea sobre pluralidad y «buen rollo», sigue siendo la que mueve los hilos de nuestras vidas. Sus acciones son bien visibles. Pero sus tentáculos están ocultos entre las paredes de tenebrosos despachos con las cristaleras tintadas y blindadas.

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