Antonio Álvarez-Solís
Periodista

La labilidad del poder

Estamos, pues, no ante la precisión de reparaciones sociales en el poder y su manejo, como pretenden los fascistas de la derecha o de la izquierda, sino ante la urgencia de una civilización nueva que aporte una fe y una moral inéditas.

Si hay algo que indique la decadencia del poder político como dinamizador sólido de la sociedad es, paradójicamente, su exhibición urgente y desafiante; forzada, desmedida. Ese poder es ahora un poder de fachada, pero sin cimiento. Un poder necio, hueco de Estado creador de sociedad. Ese Estado que concitaba y reunía ha sido sustituido por un Estado que dicta paroxísticamente leyes y más leyes a fin de mostrar un poder culminante que no es otra cosa que pura fuerza de minoría. Si aceptamos a Hegel hemos de reconocer que ese gigantesco cataclismo social ha acontecido por situarse el Estado como realidad absoluta por encima de la historia, que es la escritura del hombre como depositario de la dignidad suprema de la existencia. La ley ha sustituido a la libertad.

La acritud frecuente del quehacer político actual manifiesta paradójicamente un ansia de plenitud que opera mediante mecanismos fuliginosos que funcionan como el auto estímulo a que recurre un agonizante. Es decir, el poder se revela viciosamente como un «estar poderosamente ahí». Ejemplo inmediato: el modelo «Trump» o ideología de la violencia, tan aceptada en la política internacional. El verdadero poder, o poder creacional, es plácido; asea la vida social. Es el «Yo» gestor sereno frente al «Tú» dialéctico. Esto es lo que agoniza.

Vengamos ahora a lo nuestro. El mapa autonómico español, ese molecular sistema de poder amañado –no más que versión de las viejas diputaciones provinciales–, se está poblando de continuas ansias electorales a fin de crear por fin un hueco de poder real para los gobernantes del diaconado, incómodos en lo chico y secundario. Esas autonomías no son usadas para restaurar un ser histórico como es el caso de Euskadi, Galicia o Catalunya, sino para sustituir el poder del Estado por un poder similar al del Estado; un poder inútilmente supremo habitado por ansiosos de una «estatalidad» propia que alimente su nada. Tal es el caso de Valencia, Cantabria, las islas, Andalucía, Extremadura o Aragón. Para conseguirlo, sin «romper» la España que les protege, declaran como inverecundo el poder central del Estado. La confusión es absoluta. Son centralistas, pero de una centralidad propia. La Comunidad de Madrid, por ejemplo –que es una comunidad-hucha de apetencias adventicias manejada por segundones con la pértiga presta–, funciona como un marco político soberano ante el poder estatal, el «gran poder. Hay en la Comunidad de Madrid una pretensión política que no se limita a la «cosa o cosas de Madrid», que sería lo lógico, sino que trata de manipular al Estado en su conjunto, que es por lo visto el único monstruo a destruir. Madrid quiere ser «todo lo español» ¡Resurrexit! Éramos pocos y parió la abuela. Ante este panorama insidiosamente desestabilizador de lo antiguo para renovarlo en viejo las instituciones estatales se cuartean y realizan movimientos de urgencia, legislativos o burocráticos, como si quisieran reducir un incendio descontrolado por un autonomismo usado con dentadura de tiburón. ¿Realmente, qué está pasando?

Unos y otros –autonomistas y estatalistas– recurren a un idéntico lenguaje que trata de manifestar su protagonismo mediante un progreso social que pretende funcionar inútilmente por tan anárquicos procederes. Pero este progreso es absolutamente artificioso por su inorganicidad. Lo que digo no se refiere estrictamente a lo español, digamos al paso, sino a un universo que se descompone en regresiones frecuentes. En “La condición humana”, Erich Fromm hace un análisis de ese «progreso» que opera como verdadera regresión. De quienes desgobiernan ateniéndose a un poder tan vano dice Fromm: «Su poder nunca asume el papel de la verdad o de la moral y el bien. Este es uno de los problemas más agudos de la actualidad; tal vez el más importante porque afecta a la desorientación de la persona».

Hablar de progreso en este escenario es, pues, un simple retoricismo sobre lo cuantitativo en contaje aplicado a la cosificación más irrelevante, pues tener más cosas, ¿equivale a lograr que el todo resulte más rico y valioso? En la política actual, por ejemplo, la labilidad del poder como factor de progreso es evidente si aplicamos debidamente a ese «tener más cosas» una indagación de contraste: ¿qué queremos decir cuando «decimos progreso»? ¿cómo se decide su contenido de valor? Hay algo que no es posible ignorar: cada vez que un gobierno o instituciones financieras concomitantes hablan de la adicción de un beneficio a la vida cotidiana añaden a lo que se dice logrado tal número de condiciones, salvaguardas y obligaciones que en el frontis de lo otorgado debiera inscribirse una histórica frase latina que determina categóricamente la verdad de lo real: «de omnibus est dubitandum» o, ya en lengua cotidiana, «es necesario dudar de todo». Es preciso recurrir al viejo lenguaje romano porque avala con su pervivencia el verdadero sentido de las locuciones. Frente al decir en la histórica lengua de Roma el lenguaje actual yace desvencijado como un lenguaje-mariposa.

Estamos, pues, no ante la precisión de reparaciones sociales en el poder y su manejo, como pretenden los fascistas de la derecha o de la izquierda, sino ante la urgencia de una civilización nueva que aporte una fe y una moral inéditas. Esa nueva civilización es perceptible en el justo uso del lenguaje si acertamos a reconvertirlo de la labilidad del falsificador en la contundencia de lo cierto, porque con el lenguaje aún en uso la justicia seguirá siendo conveniencia del opulento; la libertad, variabilidad del vocinglero; la pobreza, pecado del indolente; la opinión, cohecho del poderoso; el ingenio, engaño académico; la riqueza, veneno de curandero y la paz, silencio mortuorio. Si algún lector tiene por palabrería azarosa lo que trasporta este modesto manifiesto mire a su alrededor. Observe desde un espíritu tranquilo y modesto y bautícese asimismo en el Jordán mítico para remediar la continuada fatiga del vivir confuso. Hay remedio para tanto mal fuera del templo. El poder que se esparce desde la barraca del feriante se quiebra a poco que sepamos administrar el escobazo, que es arma de violencia democrática. Un escobazo acompañado, por ejemplo, con una copla de Javier Reverte, que a mí me sirve cuando la fatiga me pesa demasiado: «Pasamos muy buenos ratos/ echando pan a los patos/ y cuanto más pan les echamos,/ mejores ratos pasamos». Lo demás se nos dará por añadidura. A mí se me advirtió que retornaría al paraíso con el sudor de mi frente y el enérgico uso de la libertad.

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