La libertad
Parece que al ser humano le encanta complicarse la vida. No basta con el misterio de la existencia, con la incertidumbre del futuro o con la fascinante complejidad del universo. Se necesita, además, inventarse problemas, enredarse en conceptos abstractos como un gato jugando con un ovillo de lana, y construir castillos en el aire que se desmoronan con la primera brisa de realidad. Y entre todos esos conceptos etéreos, la libertad ocupa un lugar destacado, como si fuera el Santo Grial o la última galleta del paquete. Todos la buscan, todos la anhelan, todos hablan de ella, pero a la hora de la verdad, parece que nadie sabe muy bien qué es o dónde encontrarla.
Nos la venden como si fuera un producto milagroso, la panacea universal, la llave maestra que abre todas las puertas (incluso las que no deberíamos abrir). Pero esa libertad absoluta, sin límites ni responsabilidades, es como un oasis en medio del desierto: bonita en la imaginación, pero inexistente en la realidad. Es como intentar conducir un coche sin frenos, una aventura emocionante al principio, pero que probablemente terminará con un buen golpe. Porque la verdadera libertad no es hacer lo que nos venga en gana, sin ton ni son, sino la capacidad de elegir el camino correcto, el que nos permite crecer como personas y vivir en armonía con los demás, aunque a veces ese camino sea un poco cuesta arriba y requiera un poquito de esfuerzo.
Exige algo más que dejarse llevar por los impulsos, por los instintos, por las modas, esa libertad que nos obliga a pensar, a cuestionar, a rebelarnos, en fin, esa libertad que nos obliga a pensar por nosotros mismos, a cuestionar las cosas, a decir «no» de vez en cuando, que nos convierte en ciudadanos responsables y conscientes, no le hace mucha gracia a quienes nos quieren convertir en marionetas, en consumidores compulsivos, en ovejas que siguen al rebaño sin rechistar.
Es más fácil y simple vendernos una libertad de usar y tirar, una libertad de saldo, una libertad que nos convierte en esclavos de nuestras propias pasiones y de los intereses de quienes nos dominan. Nos prometen un mundo de placeres sin límites, de consumo desenfrenado, de individualismo exacerbado, y nos ocultan el precio que tendremos que pagar por ello: la pérdida de nuestra humanidad, la disolución de los lazos sociales, la atomización de la sociedad.
Pero la libertad también implica mantenernos firmes en nuestras convicciones, defender aquello en lo que creemos, honrar nuestras raíces y las tradiciones que nos dan identidad. Es la libertad de ser fieles a nosotros mismos, a nuestra historia, a nuestra cultura. En un mundo que busca homogeneizarnos, defender nuestra singularidad, aquello que nos hace únicos, es un acto de rebeldía, un ejercicio de auténtica libertad.
Defender nuestras creencias, nuestros valores, nuestra forma de ver el mundo, no es un acto de cerrazón, sino una afirmación de nuestra libertad de pensamiento. Es un acto de resistencia frente a la imposición de un pensamiento único, de una moral universal que pretende anular cualquier forma de disidencia. Es la libertad de decir «no» al dogmatismo, a la intolerancia, al autoritarismo.
Y así, nos encontramos con una sociedad que se dice libre, pero que está encadenada a la tiranía de las apariencias, al miedo a ser diferentes, a pensar diferente, a vivir diferente.
Nos hemos convertido en adictos a la inmediatez, a la gratificación instantánea, a la superficialidad. Queremos todo aquí y ahora, sin esperar, sin esforzarnos, sin complicarnos la vida. Y en esa búsqueda frenética de la felicidad exprés, nos olvidamos de lo esencial: de las relaciones humanas auténticas, del contacto con la naturaleza, del silencio interior, de la belleza de las pequeñas cosas.
¿Y qué pasa con la verdadera libertad, esa que nos permite construir un mundo más justo, más solidario, más humano? Pues sigue ahí, esperando pacientemente en un rincón, como una planta que necesita ser regada y cuidada para poder florecer. Pero para que esa planta crezca fuerte y sana, necesitamos algo más que discursos bonitos y promesas vacías. Necesitamos una revolución interior, un cambio de mentalidad que nos permita comprender que la libertad no es un regalo que nos cae del cielo, sino una conquista diaria, un camino que se recorre paso a paso, con esfuerzo, con valentía.
Pero claro, cambiar nuestra forma de pensar, de actuar, de relacionarnos con el mundo no es tarea fácil. Requiere tiempo, paciencia, y una buena dosis de autocrítica. Implica cuestionar nuestras creencias, nuestros hábitos, nuestros miedos. Implica salir de nuestra zona de confort, arriesgarnos a equivocarnos, a aprender de nuestros errores. Implica, en definitiva, asumir la responsabilidad de nuestra propia vida y de nuestro papel en la sociedad.
Y es que, al final, la libertad no es un fin en sí misma, sino un medio para alcanzar un fin más elevado: la construcción de una sociedad en la que todos podamos desarrollarnos plenamente como seres humanos, sin renunciar a nuestra individualidad, pero sin olvidar que somos parte de un todo, que estamos interconectados, que nuestro destino está ligado al destino de los demás. Una sociedad en la que la libertad sea sinónimo de respeto, de empatía, de solidaridad, de justicia. Una sociedad en la que la libertad nos permita ser realmente nosotros mismos, sin máscaras, sin miedos, sin ataduras.
Quizás, después de todo, la libertad no sea ese concepto abstracto e inalcanzable que nos han hecho creer. Quizás esté más cerca de lo que pensamos, en las pequeñas decisiones que tomamos cada día, en la forma en que nos relacionamos con los demás, en la manera en que afrontamos los desafíos de la vida. Quizás la libertad sea, simplemente, la capacidad de elegir construir nuestro propio camino, de dejar nuestra huella en el mundo. Y eso, es una aventura que merece la pena vivir.
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