Antonio Alvarez-Solís
Periodista

La oscuridad

Lo preocupante de este panorama es que las masas no aprovechen el momento de hacerse con la calle mediante la acumulación de fuerzas sociales ante el Sistema

Desde el año 1870 las naciones tenidas por occidentales, esto es, protagonistas de la gran cultura de referencia, están en guerra; guerras por sostener la colonización directa o indirecta de naciones utilizadas con diversos fines económicos, culturales o estratégicos. Guerras para eliminar de raíz la libertad y la dignidad de millones de seres –seres disponibles, en lenguaje comercial– cuya explotación, tras privarles de esas esenciales dimensiones que son indicadores de humanidad –no cabe hablar del hombre si carece de libertad y dignidad–, aumenta significativamente la riqueza y el poder de los explotadores. Ninguno de estos conflictos ha tenido por finalidad mejorar la vida de las masas y hacer transparente la tragedia humana, si hacemos cautelosa excepción –con todas las quiebras que quieran atribuirles– de la revolución de 1917 en Rusia, que liquidó una sociedad servil, y de la revolución comunista china, que se apoya, según deduzco tras la lectura de A. Montenegro, en una «elevada conciencia histórica que tuvo en China una fuerza y continuidad milenarias no igualadas en ninguna otra civilización».

Ha de añadirse acerca de ese largo siglo de «democracia occidental», siglo de dolor y sangre, que aumentó en proporciones escandalosas una asoladora y creciente oscuridad y confusión en las relaciones políticas, pese a que significados, aunque contados, pensadores y doctrinarios reclamaran enérgicamente, con una profunda solidez ideológica, una saneadora política y diplomacia abiertas –que ya analizó Maquiavelo en su tiempo– con la finalidad de dar alas a la democracia cierta y a la verdadera soberanía de las naciones, solo posible si se incrementa el conocimiento crítico de la realidad por parte de los pueblos.

Únicamente por este camino de transparencia absoluta la democracia conocerá un verdadero ejercicio al que se opone por parte del Sistema una averiada e irritante práctica de la misma basada en incoherencias flagrantes que Gurutz Jauregi denuncia en “La democracia y sus contradicciones” cuando llega al capítulo en que trata de las elecciones, que debieran ser la genuina expresión democrática: «La participación electoral proporciona una legitimidad mínima, pero conlleva en sí misma una contradicción intrínseca. Las élites requieren una lealtad difusa de las masas, pero evitando su participación. El ciudadano deviene en un ente pasivo con derecho a la aprobación y el rechazo en bloque de los hechos consumados. De este modo se invita al ciudadano democrático a perseguir fines contradictorios: debe mostrarse activo, pero pasivo; debe participar, pero no demasiado; debe influir, pero aceptar; no puede participar fuera de las elecciones, pero le está vedado abstenerse en éstas. Aquel que se abstiene de toda actividad política en el periodo entre elecciones es un ciudadano ideal, pero si se abstiene en los procesos electorales deviene en un ciudadano no responsable… La consecuencia de todo ello es una disminución del ejercicio de la libertad en su doble versión, positiva y negativa».

Al debate sobre la total claridad que ha de caracterizar la vida política con el fin de practicar una verdadera soberanía crítica por parte de la ciudadanía –debate que ya suscitó Maquiavelo en su época– se opusieron siempre y decididamente las élites que han protagonizado los poderes y con ello la multitud regresó, tras cada ocasión de avance, a un vasallaje más fuerte y sutil.

Como ya hemos dicho, la humanidad «occidental» lleva los últimos 150 años de supuesto impulso democrático, que cultiva con la interposición de muros entre la verdad y la información, esta última degenerada hasta límites clamorosos. No pasan ni dos días sin que lo cierto sea deformado u ocultado por políticos o periodistas elevados al Himalaya que ellos mismos se han alzado con cartón y yeso. Es decir, si pretendemos ser demócratas con plena soberanía, es decir, demócratas sin más añadido, hemos de acabar con el muro fosco que suprime la visibilidad de los problemas sociales, políticos y económicos presentes a lo ancho y largo de la sociedad. Hay que superar esta oscuridad pegajosa e inhóspita que es beneficiada además por una espesa estructura de ciencias delicuescentes, por artilugios, inventos, tecnicismos y redes informáticas impenetrables para el común, al que impiden toda percepción de lo inmediato, de lo que sucede y toda vía para cambiarlo. Si queremos vivir una vida ajustada a nuestra andadura posible, con el fin de salvaguardar un ritmo de progresiva y benéfica existencia, hemos de reflexionar muy seriamente sobre la dura intervención que en nosotros ejercen la ciencia y las tecnologías lanzadas hacia futuros que hoy por hoy el saturado cerebro no puede procesar. Hemos de respetar alguna reglas elementales a fin de alumbrar lo vivible aquí y ahora así como rescatar una democracia cuya ruina es evidente. Sobre las argumentaciones que se han ejercido para impedir la democracia han de decirse forzosamente algunas cosas, porque ciencia y tecnología, así como la mayoría de sus agentes, «quieren hacernos creer –como escribe René Dubos– que haremos ciertas cosas solo porque sabemos hacerlas o que debemos resignarnos a no entender los procesos de los sistemas sociales aunque los hayamos creado nosotros. Esta peculiar forma de fatalismo es la verdadera fuerza demoniaca del mundo moderno ya que destruye el incentivo para elegir entre lo posible o lo que más valga la pena. Hace desistir de todo intento por reformar las estructuras sociales cuando éstas han llegado a ser incompatibles con las operaciones del cerebro humano».

En esa destrucción quedan reducidas a cenizas la libertad o la ideación de formas de convivencia que nos lleven a una mayor paz y plenitud en nuestra secular pretensión de vivir como miembros de una sociedad satisfactoria. La libertad es destruida en nombre de la seguridad, las ideas son calificadas como extremismo populista, las protestas son juzgadas duramente porque desestabilizan y rompen la armonía social, etc, etc…

La «brillante» era de la informática –en un delirio de Frankestein– ha desbordado nuestra capacidad de entendimiento y a consecuencia de ello el hombre camina desordenadamente tras una utopía mecánicamente concebida o dominada por las energías de cuyo control hemos dimitido a impulsos de un poder que anda por su parte la senda del suicidio tras condenarnos a nosotros a la desaparición como seres humanos llamados desde el principio a gobernar la gran herencia global –en esta caso, sí, global, aunque preferiría decir universal– de la naturaleza.

Lo preocupante de este panorama es que las masas no aprovechen el momento de hacerse con la calle mediante la acumulación de fuerzas sociales ante el Sistema. Esta pasividad transmite una decepción muy grave por la inutilidad de la política para generar alternativas importantes. Escribe Marta Harnecker en llamada a los ciudadanos que se precian de progresistas: «Esta decepción de la política y los políticos –que permeabiliza también a la izquierda social– no es grave para la derecha, pero para la izquierda sí lo es. La derecha puede perfectamente prescindir de los partidos políticos (ajenos a ella), como lo demuestra durante los periodos dictatoriales, pero la izquierda no puede prescindir de un instrumento político –sea este un partido, un frente político o cualquiera otra forma… Y esto por varias razones. En primer lugar porque la transformación no se produce espontáneamente: las ideas y valores que prevalecen en la sociedad capitalista y que racionalizan y justifican el orden existente invaden toda la sociedad, especialmente a través de los medios de comunicación de masas e influyen muy especialmente en los sectores menos provistos de armas teóricas de distanciamiento crítico». Y añade Marta Harnecker: «Para que la acción política sea eficaz, para que las actividades de protesta, de resistencia, de lucha del movimiento popular logren sus objetivos se requieren instancias que orienten y unifiquen los múltiples esfuerzos que espontáneamente surjan y asimismo promuevan otros». De la unidad popular hablaremos más, porque hay que superar el yo pienso, yo pienso, yo pienso. A veces hay que olvidar esta libertad a fin de ser libres.

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