Víctor Moreno
Profesor

La parte por el todo, y viceversa

Lo habitual es que un colectivo o un partido político (el todo) se apropie de la acción bondadosa de uno de sus militantes (parte) y la rechace cuando pone en solfa al todo del partido.

Las relaciones de las personas con el lenguaje son, a veces, muy extrañas. Como Jourdain, aquel personaje de Molière, que hablaba en prosa sin saberlo, hay personas que utilizan sinécdoques en su conversación sin reparar en ellas. Sucede lo mismo con la metáfora. De hecho, Flaubert decía que las personas que trabajan en los mercados de una ciudad inventan más metáforas en una hora que un escritor en toda su carrera literaria. Y sin saber qué es una metáfora.

¿Y qué es una sinécdoque? Hay quien la considera una figura literaria y quien la tiene como un grave error y una dificultad para entenderse. Y quienes la consideran una falacia argumentativa, utilizada por demagogos y políticos, valga la redundancia.

Sinécdoque proviene del griego, formada por dos prefijos, sun (junto) y ek (afuera) y dojé, del verbo dejomai, aceptar. Su significado es «comprensión de varias cosas a la vez», lo que complica su alcance semántico. Hobbes consideraba que muchos de los problemas de la representación política sucedían porque esta se basa en sinécdoques. La pretensión de que la parte represente al todo o que este asuma la representación de las partes produce situaciones conflictivas o surrealistas, como Groucho Marx sabía.

Pongamos algún ejemplo. Seguro que quienes no tienen ningún problema con la sinécdoque llamada España acusarán a los «autonomistas identitarios» de ser los únicos «sinecdoquistas». Se equivocan. Ningún partido político se ve libre de escaparse de las redes enmarañadas de la sinécdoque. Su uso no es exclusivo ni excluyente de una formación política aunque pudiera parecer que Vox tiene la exclusiva. Desgraciadamente, no es así. En este sentido, todos los partidos son iguales.

Hay sinécdoques que pueden parecer inofensivas, como decir «tengo que alimentar cien bocas», pero ya no lo es decir que «España ganó seis a cero a Alemania». Y de gente, más o menos ingenua, afirmar que «ganamos a Alemania». Sabemos que España no jugó, porque, como concepto abstracto que es, no existe y porque quienes ganaron fueron once jugadores. Aun así, lo dejamos pasar sin pena ni gloria. Tal vez, por aburrimiento. Pero si escuchamos que «España no debe permanecer impasible ante los independentistas catalanes», recelamos y preguntamos: «¿Y qué España abarca dicha sinécdoque?» Y haremos bien en preguntarlo. Porque, a fin de cuentas, ¿qué idea tienen de esa España, Vox, el PP, Unidas Podemos, Ciudadanos y el PSOE? Cuando los Colegios de médicos de España exigen la destitución de Simón porque «España no se merece esto», ¿a qué España se refieren estos profesionales del bisturí, a la España que ellos representan? No saben, ni contestan. ¿Todos los médicos colegiados de España tienen la misma idea de España? Estaría por ver.

España como sinécdoque es un mal invento. Y lo mismo podría decirse de Euskadi, Andalucía, Cataluña y Galicia. Hablar en nombre de una totalidad cuando esta no existe, es propio de un lenguaje totalitario y poco respetuoso con la pluralidad particular de las partes. Los nombres políticos abstractos utilizados como convención simbólica son una mala pasada. No por culpa de tales nombres, sino por quienes hacen de ellos una cama procustiana, acostando en ella las diferencias y aspiraciones particulares, sea para cortarlas o para acomodarlas a las medidas estrictas de dicho camastro.

Si peligrosa es la utilización del todo por la parte, también lo es cuando se usa la parte por el todo. ¿En qué medida una acción particular puede representar un todo? O dicho de otro modo: ¿en qué medida la buena o mala acción de un individuo (parte) representa al colectivo (todo) al que aquel pertenece? Lo habitual es que un colectivo o un partido político (el todo) se apropie de la acción bondadosa de uno de sus militantes (parte) y la rechace cuando pone en solfa al todo del partido. Como justificación se utilizarán mil explicaciones, a cual de ellas más rocambolescas.

Sabemos que en la guerra de 1936 en Navarra se cometieron miles de asesinatos, perpetrados por carlistas y falangistas. Para mitigar esta constatación, ignominiosa para el todo, se reclama que hubo carlistas que salvaron vidas de republicanos, concluyendo que el carlismo no fue tan cruel ni tan fiero.

Un segundo caso lo representaría el nazi alemán, afiliado a las SS y que, de forma clandestina, ayudó a miles de judíos a librarse de las cámaras de gas, excusa que muchos enjuiciados en Nüremberg utilizaron para librarse de la horca. La pregunta sería idéntica al anterior caso: la «conducta bondadosa» de este nazi, ¿salvaría de la consideración criminal y genocida al nazismo?

En ambos casos, la parte no salva al todo. Lo que hicieron el carlista y el nazi, no lo hicieron ni como carlista ni como nazi, sino como seres humanos al margen de la ideología que supuraba la organización política a la que pertenecían. La culpabilidad intrínseca del carlismo como del nazismo en los hechos que se les imputan, y tomados ambos como un todo ideológico, es manifiesta. Jamás podrán salvarse este estigma criminal, apelando a la actuación humanitaria de uno o varios de sus militantes. En realidad, lo único que estos sujetos salvaron para la posteridad fue su sentimiento de piedad y de humanidad individual, un sentimiento que ni el nazismo ni el carlismo mostraron como conglomerado ideológico. Al contrario, sucumbieron al uso del terror y de la barbarie.

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