Max Brisson
Les Républicains, vicepresidente del Consejo Departamental de Pau

«La paz de los valientes» *

A menudo mis amigos se quedan dubitativos cuando discutimos de mi compromiso, –modesto, ciertamente– en favor del proceso de paz en el País Vasco. Visto desde Francia e, incluso desde nuestro País Vasco, el del norte, para que haya necesidad de un proceso de paz tendría que haber habido un proceso de guerra. Eso es lo que piensan sinceramente muchos de mis amigos.

Para otros, más perspicaces e informados sobre el sufrimiento que han padecido muchas familias, incluso al norte del Bidasoa, todo esto pertenece al pasado, un pasado trágico por supuesto pero que, afortunadamente, queda atrás puesto que la paz parece hoy definitivamente instalada tanto en el norte como en el sur del País Vasco.

Sin embargo, en mi fuero interno estoy convencido de lo contrario. El proceso de paz está aún por construir. Para mí se trata de una necesidad absoluta y es imperativo que tenga éxito. Y si bien puedo comprender a muchos de mis conciudadanos cuando se quedan en la simple observación de los hechos circunscritos al presente, me cuesta bastante más aceptarlo en el caso de los que nos gobiernan. Hacerse los sordos frente a las reiteradas peticiones de organizar la restitución de las armas o de abrir una vía de esperanza a los presos vascos en las cárceles españolas y francesas, me deja estupefacto. Como si los parámetros que llevaron al País Vasco al camino de la violencia no pudieran regresar. Como si no fuese peligroso dejar en el corazón de la sociedad vasca el fermento que mañana pudiera reproducir el espíritu de guerra en lugar del deseo de paz que prevalece actualmente.

La cuestión de los presos es la madre de todas las cuestiones que conducen a la paz. Construir la paz es trabajar para las generaciones futuras erradicando en ellas cualquier deseo de resolver mañana mediante la violencia lo que en periodo ordinario puede resolverse por las vías pacíficas. A condición, claro, de que les mostremos el camino. Sin embargo, cuando se observa por ejemplo la suerte reservada a los presos tanto en Francia como en España, es evidente que no es la respuesta que dan hoy las autoridades. La violencia sicológica –la del Estado, claro–, la denegación de los derechos ordinarios y el no respeto de las normas clásicas, se imponen sobre cualquier otra consideración, en particular sobre la que busca la resolución política del conflicto.

El tema de los presos afecta a familias enteras y, por tanto, a gran parte de la sociedad. Es obvio que el sufrimiento engendrado se transmite mucho más allá que a las personas encarceladas, que ese sufrimiento es intergeneracional, que afecta tanto a los padres como a los compañeros y compañeras, a los hijos o los hermanos y hermanas y primos. Se trata de un mal que queda sumido en el corazón de la sociedad y que puede propagarse de nuevo.

Evidentemente, la Justicia debe seguir funcionando y los procedimientos de flexibilidad, transicionales, deben ser aplicados por los jueces. Por supuesto, no se puede olvidar a las familias de las víctimas y, por tanto, la reconciliación y la labor de memoria deberán acompañar cualquier resolución de la cuestión de los presos. Pero está claro que no hay proceso de paz duradero sin que se abran las cárceles, por mucho que esa apertura sea dolorosa para las familias del otro campo. Es el precio a pagar por la «paz de los valientes». Negarse a asumirlo, supone correr el riesgo de que mañana pueda pagarse un tributo mucho más alto; supone correr el riesgo de mantener un verdadero cáncer en el corazón de una sociedad aparentemente en calma.
 
Ese cáncer es el generado por el sentimiento de injusticia, intensificado por el abandono que las familias sienten a medida que las manifestaciones de solidaridad y de arrope fraterno disminuyen al no considerarse ya una cuestión primordial en la sociedad. Ese sentimiento de abandono y soledad es también el que puede sentir una madre por el encarcelamiento de un hijo cuyo combate terminará por compartir por lo menos en el fondo, si no en la forma, para convertirse en una militante apasionada. Ese cáncer es, asimismo, el que propaga la humillación que percibe el hijo o la hermana que arrastran solos un sufrimiento particular y violento cuando el resto de la sociedad quiere olvidar, pasar página y mirar a otra cosa.

Por todo esto, en el País Vasco no se podrá pasar a otra fase –y además no es deseable que se pase– mientras no se arregle la cuestión de los presos y puesto en marcha el indispensable trabajo de memoria y reconciliación que debe acompañarlo. Eso es necesario para las generaciones de combatientes. Es indispensable para las generaciones futuras que no pueden crecer escondiendo en ellas el sufrimiento al que no se habrá aportado remedio y ofrecido una labor de memoria que sirva de bálsamo y lleve a la reconciliación.

Creo en el diálogo político y más aún en el que se engarzará con el propio corazón de una sociedad que tiene derecho de pedir tanto para el hijo de la víctima como para el del preso que se pase página con dignidad y sin dejar a esos niños bombas de retardo que no hubiéramos sido capaces de desactivar.

(*) Publicado en francés en ‘La Semaine du Pays Basque’ con el título «Le prisonnier, la victime et l'enfant»

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