Josu Turuzeta

La rebelión del sargento primero R…

Al revés de lo sucedido en 1893 con el sargento López, ni el presidente del Gobierno ni el monarca, tuvieron noticia del conato de rebelión iniciado por un suboficial achispado y un pelotón de soñolientos soldados de reemplazo, convertidos en involuntarios facciosos.

Los dos siglos precedentes de la historia de España abundan en alborotos, algaradas, alzamientos, asonadas, cuartelazos, desórdenes, golpes, insurgencias, insurrecciones, levantamientos, motines, movimientos, pronunciamientos, rebeliones, revueltas, sediciones, sublevaciones y demás sinónimos creados en la lengua castellana para denominar las militaradas.

La más ilusoria del S. XIX fue protagonizada por el sargento López Zabalegui y dos soldados del fuerte Santa Isabel, de Puente la Reina, a los que se unieron cuatro paisanos; en la noche del 1 al 2 de junio de 1893 se sublevaron contra el gobierno de Sagasta al grito de «¡Vivan los Fueros!». En el siglo pasado, quizá la acontecida en Catalunya, en la madrugada del 12 de septiembre de 1978.

No fue un lunes corriente en el Grupo Regional de Sanidad Militar nº. 4 de Barcelona. El cabo y cuatro soldados, de los destinados como sanitarios en el Hospital Militar, entramos de guardia a primera hora de la mañana, cuando era habitual que lo hiciéramos de refuerzo, a media tarde.

Estaba de guardia el sargento primero R…, un chusquero sevillano atezado y bigotudo, que sin ser desaborido, carecía del proverbial gracejo que supuestamente distingue a los hijos de la tierra de María Santísima; era enjuto, y más bien bajo, quizá por eso casi siempre llevaba puesto el tres cuartos, para henchir su escuálida constitución. La Constitución, precisamente lo que más irritaba a los militares.

Por aquellos días, en una consulta del Hospital, un general retirado enumeraba al comandante médico L… el cúmulo de sus dolencias, pero entremezcladas con la relación de las que más quebranto le producían: las traiciones que, según él, cometía Adolfo Suárez a cuenta de la dichosa ‘Carta magna’. El doctor interrumpió su desahogo:

—Mi general, le recomiendo que lea "El Alcázar".

—¡Pero si es el periódico que compro! –replicó el afligido militar, a quien como a Unamuno, también le dolía España.

Aunque para la Diada de 1978 la izquierda extraparlamentaria había llamado a la movilización con el lema "Fora les forces d’ocupació" –y por la ciudad podían verse pintadas y carteles alusivos–, en el cuartel todo transcurrió con normalidad. Los soldados nos aburrimos como siempre; y los suboficiales, además de ver la televisión, bebieron y jugaron a las cartas en el cuarto de banderas –como era su costumbre–, hasta la hora de la cena.

Por la noche acudían menos soldados al comedor que a mediodía; esto iba en beneficio de los sargentos, pues aprovechaban el mes que les tocaba de cocina para redondear sus ingresos sisando en la manutención de la tropa; hasta tal punto, que en el grupo las comidas no se acompañaban de cerveza o gaseosa, como en otros cuarteles.

Los pocos dispuestos para cenar se alinearon en tropel. Una formación tan estrambótica como aquella era impensable incluso en las películas, populares entonces, de Alvaro Vitali y Mario Carotenuto.

El sargento R… decidió imponer arrestos de una semana a los infractores de la ordenanza de prenda y policía: unos iban en camiseta; otros sin la gorra; algunos, recién salidos de la ducha, en chanclas y con la toalla al cuello; etc.

A medida que R… iba dictando el apellido o el apodo (Habichuelas, Málaga, Pachuli, Madriles,…) de cada arrestado, el cabo de cuartel, bolígrafo en mano, simulaba copiarlo en un cuaderno.

Una vez hubo terminado, el sargento reclamó la lista de nombres alargando el brazo.

—Aivá se han borrao –exclamó el cabo.

R… le arrebató el cuaderno, y tras mirar la hoja por ambas caras, corroboró admirado:

—Ez verdá, zan borrao.

El sargento continuó bebiendo.

Mientras, en la Rambla, tenía lugar la manifestación alternativa convocada por partidos de izquierda. Algunos participantes procedieron a la quema de una bandera española; hubo carreras y se profirieron gritos de «Independència»; «Constitución no», «Revolución sí» etc. La Policía Nacional abrió fuego y cayó muerto por herida de bala un joven militante; varios resultaron heridos. De todo ello nos enteramos por la radio; el pequeño transistor paliaba el tedio, especialmente en las garitas.

Pasada la una de la madrugada, oí que me llamaba R… Estaba en el centro del patio, en posición de firme. Hizo un gesto con la mano izquierda para que me pusiera a su lado.

Bien a causa del alcohol que había trasegado, o porque en el cuarto de banderas los chusqueros se calentaron los cascos, el sargento estaba persuadido de que era inminente una revolución de comunistas y separatistas:

—El Ejército tiene que zalvar a Ezpaña –enfatizó solemne.

Sani, magnífico ejemplar de pastor alemán que hacía guardia a su manera, intuyó la «gravedad» del momento y formó con nosotros. Días antes había atacado a un perro de su misma raza, propiedad de un señor del barrio; éste presentó en el cuartel la factura del veterinario, y Sani pasó a engrosar el libro de arrestados.

Después del descalabro del soldado C…, que en una noche aciaga decidió que podía volar, también fue arrestada la garita situada sobre la acera de la avenida del Hospital Militar.

[En el CIR de Sant Climent de Sescebes (Girona) estaba arrestada la piscina, dentro de la cual –vacía, claro– ensayaba la banda de música. Me contaron que en Berga había entonces un teniente, apodado «Dios», que tenía arrestada la puerta de su casa; entraba y salía por una ventana]

En algunos pisos de las casas de enfrente habían colgado senyeras; no pasaban de media docena, pero a juzgar por sus denuestos, el reconcomio que al sargento le producía su visión, era mayor de lo que su castigado hígado podía soportar.

R… alzó la voz para dirigirse a un inexistente auditorio. Se despachó a su gusto. Dijo cosas que algunos españoles todavía piensan, y comentan, sobre Catalunya. Finalizó con un «¡Cataluña ez de Ezpaña!», y un «¡Viva Ezpaña!» hasta desgañitarse.

Recompuso la figura, en la medida que podía, y desafió a los catalanes a que si tenían cojones asaltaran el cuartel, que les enseñaríamos como muere un español.

Con la proclama al ignoto vecindario, el sargento obtuvo el mismo resultado que don Quijote en su perorata a los molinos. Si alguien se despertó a causa de su estridencia, quizá pensó que era la monserga de un borracho; en ese caso, estaba en lo cierto.

No me sorprendió la hostilidad de R… contra los catalanes, pero sí la de un soldado, natural de un pueblecito de Andalucía, región de la que había salido por vez primera. A la tarde le pregunté por curiosidad:

—Si nos ordenaran subir a los camiones para reprimir a los manifestantes, ¿tú que harías?

Ignoraba el significado de reprimir; machacar, sí le resultaba familiar.

—No iba a dejá ni un catalán vivo, respondió la mar de serio.

El sargento se obsesionó con la idea de bajar al centro de la ciudad para iniciar el movimiento salvador de España.

Para un hipotético espectador, la situación podía ser hilarante; vista desde dentro, maldita la gracia. Como había bebido muchísimo menos que R…, tuve el reflejo suficiente para intentar disuadirle:

—Mi sargento, quizá es muy temprano. El 18 de julio, el Generalísimo inició el Alzamiento a las 5 de la mañana; esa hora puede ser más adecuada.

La verdad es que ignoraba lo ocurrido, con exactitud, en 1936, pero el argumento pareció convencerle. R… me miró fijamente, y asintió con la cabeza.

Asunto resuelto –pensé–, ahora que duerma la mona y mañana no se acordará de nada.

Cuando hice el relevo con el otro cabo, no le comenté lo sucedido. Estábamos habituados a esperpentos de todo tipo.

Subestimé la resolución del sargento R…; su deseo de «salvar a España» era más hondo de lo que imaginaba. Se mantuvo en vela, y poco antes de las cinco de la mañana, ordenó al cabo que despertase a los soldados –ocho– que dormían en el cuerpo de guardia.

Mandó formar y salieron a la calle para iniciar, en parte, el recorrido de una de las columnas del general Yagüe, que desde el Tibidabo bajó a la ciudad por la riera de Andala, el 26 de enero de 1939. La historia se repetía, esta vez como farsa.

Todo quedó en una intentona. Cuando apenas llevaban recorridos trescientos metros, R… ordenó la vuelta al grupo; quizá la fresca de la mañana contribuyó a disipar un poco los efectos del tablón que agarró la víspera.

Al revés de lo sucedido en 1893 con el sargento López, ni el presidente del Gobierno ni el monarca, tuvieron noticia del conato de rebelión iniciado por un suboficial achispado y un pelotón de soñolientos soldados de reemplazo, convertidos en involuntarios facciosos.

El sargento R…, tras desayunar, montó en su Seat 850 de segunda mano, requirió que le abrieran el portalón, miró al soslayo, se fue y no hubo nada.

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