La residencia de la izquierda
La izquierda consecuente se está convirtiendo en un señor de la tercera edad a punto de entrar en una residencia. Tiene mucha experiencia y sabe mucho de la vida, pero ya no puede manejar la realidad que le circunda ni valerse por sí misma. Sale a pasear de vez en cuando, pero lo que ve en la calle apenas alcanza a interpretarlo y le asusta.
Pongamos por caso que ese señor soy yo, sin ir más lejos. Siete décadas me contemplan. Y aunque el cuerpo ya no responde como antes, la cabeza sigue dando vueltas como una ruleta rusa. Durante los primeros decenios de mi existencia todo me parecía posible, aunque en realidad no lo fuera. Ahora, a estas alturas de la vida, la realidad es otra, totalmente distinta.
Nos han cambiado el guion, la música, la sala de proyección y hasta la propia película. Ya no es de romanos ni de indios que luchan contra el Séptimo de Caballería. ¿O sí? Tampoco es la toma de la Bastilla, el asalto al Palacio de Invierno y, mucho menos, esos otros cielos que nos prometía una primavera ya casi extinguida. La historia ahora va de un mundo que se desmorona no solo para mí, un tipo que todavía flota, aunque sea a la deriva, sino para millones de seres humanos que no alcanzan a ser ni secundarios de tercera fila, en esta nueva serie de terror que vemos en plataformas y pantallas todos los días.
Pero vamos al tema que me enrollo contando batallitas. Leo en mi tablet un periódico on line cualquiera sentado en la sala de visitas de la residencia donde, con mucha suerte, ocupo plaza fija. Es una noticia cualquiera, de esas que llenan portadas de periódicos y revistas o copan horas enteras de programas mañaneros de televisión, destinados a meter miedo a la audiencia con asaltos a casas por parte de okupas.
Es una entrevista con un tal Duki, al parecer un rapero argentino de 27 años que llena macroestadios conquistando al público juvenil y que aspira a hacerse con el título de rey de la música urbana en castellano.
El título de esta información (por llamarla de algún modo) es ya toda una declaración de intenciones de este «pollo» aderezado con una treintena de tatuajes, un collar de diamantes, pulseras de brillantes a juego y un Rolex colosal, según relata el plumilla. Dice el tal Duki: «Con la música cambio más cosas que si me dedicara a la política».
Entro en shock. Toda mi vida se viene abajo por momentos. Intento digerirlo. Busco en el texto alguna aclaración a esta frase que siento como una auténtica declaración de guerra. No la encuentro. Así que me voy a su música. Miro en Spotify para ponerme al día. Encuentro a Duki fácilmente. Sus cinco primeras canciones alcanzan, cada una, cifras millonarias de escuchas, incluso alguna hasta casi 500 millones de visitas.
Busco la letra de esta primera canción, la más oída. Se titula "Los del espacio" y dice: «Te invito a dar una vuelta con lo' del espacio / La' gata' s ponen fuerte y no van al gimnasio / Lo' gato' se ponen loco' no sienten cansancio / Esta noche, yo te robo y cerramos el caso». Y continúa así, en este tono, un montón de estrofas, por decir algo.
Pruebo con otra canción, no vaya a ser que la clave de cambiar el mundo se encuentre en otra letra distinta. Un sudor frío comienza a recorrer mi cuerpo. Esta se titula "She don't give a fo": «Soy un yonki loco por su coca / Aprovecha mis horas que son pocas / Cuando pasemos esa puerta, mi loca / Te vas a hacer la que na» de esto te importa / Y termino de nuevo con otra / Ya ni quiero sacarle la ropa / Dejé de darle beso» en la boca / Quiero la reina, no un cuatro de copas».
No puede ser, si el periodista en cuestión ha titulado que «con la música cambio más cosas que si me dedicara a la política», será por algo, me digo a mí mismo. Ahora la canción lleva por título «Loca» y tiene nada menos que 271 millones de visitas: «Es una loca, yeah / Me manda videos al Snap mientras se toca, yeah / Me dice que si hoy le llego, que no puede esperar, yeah / Que se muere por mí, que quiere to» conmigo / Que la vaya a buscar, yeah, que la vaya a buscar».
Vuelvo a leer toda la entrevista por si me he perdido algo. Qué va. Ahora el sudor es de mala hostia. Miro a la sala. Juli, Rosario y Adela están echando una partida de bingo. A Manuel, como siempre, se le cae la baba por la comisura de los labios sin que nadie le atienda. Jacinto deambula buscando alguna salida o, quizá, respuestas tardías a su propia vida. Pronto será la hora de la comida.
Cierro los ojos y viajo al pasado con el billete low cost de mi imaginación, eso sí, ya desgastada por el trajín de los años. Y me veo en una manifestación, y en otra, y en otras muchas... buscando la Utopía por las esquinas de cualquier ciudad en cualquier país del mundo. Ando perdido intentando localizar al sujeto revolucionario: obreros, estudiantes, mujeres, jubilados...
Tal vez como Manuel, Juli o Rosario, veo pasar muy rápido la verdadera película de mi vida a cuarenta fotogramas por segundo: la España franquista, Mayo del 68, las mujeres relegadas al trabajo en la cocina, las luchas en aquel banco de mierda, la Facultad de Periodismo donde no se aprendía nada, aquella Nicaragua sandinista, la piñata posterior de los «revolucionarios de pacotilla», la «transición», el Plan Zen y la «guerra sucia», la central nuclear de Lemoniz y las berzas de Arzallus, los pelotazos de la derecha y de la «zurda socialista», el Sáhara y su entrega a una monarquía fascista...
En esas latitudes lejanas estoy cuando me despierta de mi sueño una auxiliar eventual para decirme que ya está preparada la mesa con la comida. Cojo el andador y me dirijo a compartir mantel con Isidoro, Francisco y Ventura. Comemos sin hablar, sin mirarnos a la cara, como si fuéramos distintas formaciones de la izquierda que andan siempre a la gresca. Hoy toca pure de verduras, filete de un pescado de filiación desconocida y, de remate, el flan de todos los días. Y después, siesta colectiva, eso sí, cada uno en su propia trinchera onírica.
Subo a mi habitación. Pienso en el rapero argentino, en el tal Duki. Me pregunto si será, quizá, hijo de montoneros. O hijo de alguna Revolución no gestada todavía. Vuelvo a leer la entrevista. El periodista le señala que ahora mismo en Argentina hay nada menos que 27 millones de pobres. Y le pregunta quién está haciendo algo por ellos. «La gente está haciendo cosas por ella misma. Si algo tiene el argentino es la capacidad de adaptarse. Somos muy guerreros, trabajamos duro, nos amoldamos cuando vienen tiempos malos, cada uno es buen economista en su propia casa y hace malabares con el dinero. Yo siento que cada vez más la gente hace cosas por sí misma». Claro, ahora la gente hace cosas por sí misma, pero, ¿y por los demás? ¡Pobre Che Guevara si viera que un tal Javier Milei es ahora el supuesto libertador de su patria argentina!
Adaptados e integrados. Rodeados de youtubers, influencers, tertulianos, pseudoperiodistas y demás familias... aquí estamos los «revolucionarios» de ayer extraviados entre las brumas de un alzheimer que hoy carcome nuestras ya pocas certezas. Intentando sobrevivir a esta nueva era, sin seguros de vida y con la nostalgia de aquellos tiempos ya pasados como animal de compañía.
La izquierda, siento decirlo camaradas, se está haciendo mayor, es decir, demasiado vieja. Quizás es que tengamos que morir para que las actuales y futuras generaciones nazcan y crezcan libres de ataduras, de antiguas consignas, de luchas intestinas y fratricidas, de raperos como este que engatusan a unas audiencias aún más perdidas que los pobres inquilinos de esta residencia en la que paso mis últimos días.