José María Pérez Bustero
Escritor

La táctica que nos falta

Estos días los medios de comunicación nos muestran una España a la espera de saber qué políticos van a tenerla en sus manos. Se da por hecho que hay 46 millones de habitantes alineados en rebaños, cada uno bajo el bastón de su pastor. No hay que extrañarse de semejante cuadro pues también en otros estados la población es percibida como tribus de uno y otro partido.

¿Y cuando se habla de Euskal Herria? Parecidamente. La prensa se refiere a un porcentaje de vascos que miran a la meseta, o sea, a la inequívoca pertenencia a «España», o a Île-de-France en el Sena; sitúan otra porción en el repecho de un Estado multinacional; en un tercer grupo meten a quienes buscan el asentamiento en el cerro o semi-país Euzkadi; y más allá, a los que miran a la cima de la emancipación de Euskal Herria. Están, además, los no adheridos a partidos, que son alojados en el cesto «abstención».

¿Tenemos en la izquierda abertzale ese lenguaje? También a muchos de nosotros se nos cuelan por la mente encuadres de ese tipo, e imaginamos que tal porcentaje de vascos son del PNV, otros de los socialistas, de UPN, de Podemos. Además de «los nuestros». Es cierto que nosotros, además, llevamos en la mente un País Vasco futuro transformado totalmente en abertzale y socialista. En realidad, ese país es el que nos enamora. En él ubicamos a nuestros protagonistas, a nuestros mártires, a nuestros presos, a los genuinos vascos.
 
Expuesta de esa forma tan ruda y clara nuestra actitud, nos sale al paso una pregunta escabrosa. ¿Es que no amamos al pueblo vasco tal como es hoy y ahora? Es decir, ¿empezaremos a amar de veras a nuestro país cuando hayamos logrado que sea perfecto? Suena fuerte, pero no echemos al cubo de la basura esa pregunta. Añadamos, incluso, que hasta tenemos diseñadas las partes del proyecto para lograr esa Euskal Herria «nuestra». Entre ellas: revisar y rehacer la dinámica y las estructuras económicas existentes, extender la comprensión de nuestro proceso e identidad, impulsar el conocimiento y uso del euskera; reivindicar la igualdad de roles a diversos niveles. ¿Y qué recursos estamos utilizando para lograr ese nuevo país? Una enorme cantidad de honradez, el diseño de los mejores proyectos en los diversos terrenos, explicar a la gente cómo somos y qué buscamos.

Nos quema en las manos, sin embargo, un hecho tan áspero como innegable. Que ese múltiple esfuerzo no está siendo suficiente. Una enorme mayoría de la gente vasca no nos sigue. Salimos al paso de dicha frustración explicando que nos distorsionan los medios de comunicación, nos cierra el paso el egoísmo y la sinrazón de las personas, arrastramos épocas en que nos centrábamos más en la confrontación con el Estado. ¿No hay algo más? ¿Son suficientes esos motivos para comprender por qué estamos al pie del monte, todavía?

Mirando sin prisas, se van los ojos a un recurso que no manejamos, y ni siquiera citamos. Décadas de lucha, de debates, de escritos, de cambios en la estrategia, pero ni una palabra sobre ello. Tampoco aparece en el último documento de Abian. Y ¿cuál esa supuesta táctica? Vamos a buscarle nombre.

Vayamos a la vida diaria. Ella nos enseña que el recurso básico para ganarse a alguien es conocerlo y apreciarlo. Es decir, no basta ponerme delante de la persona a la que quiero ganar y hablarle de mí mismo intentando deslumbrarla. «Yo soy de una familia de gran arraigo, mi inteligencia es especial en una serie de campos, soy de una guapura evidente, tengo una formación muy amplia, he superado oposiciones muy duras para lograr mi actual puesto de trabajo». Podrá ser un cuadro brillante todo ello. Pero el recurso esencial para ganarse a alguien no es fascinarlo. Digámoslo de nuevo: el verdadero recurso, por muy sencillo que nos parezca, es conocerlo, apreciarlo y quererlo.

Eso es lo que nos falta poner en práctica. Vamos a imaginar un caso concreto, pero que se produce en docenas y docenas de lugares. Tomemos el barrio de Etxabakoitz, de Pamplona. Seis mil habitantes. Salgo por la carretera que va a Zizur Mayor, me detengo a medio camino, entro en el barrio, llamo a la gente y les coreo mis grandes afirmaciones: «Soy de la izquierda abertzale. Una organización política injustamente maltratada en muchos medios, pero que tiene un alto nivel de honradez, que defiende una visión socialista de este país, que sueña con la libertad del pueblo vasco, y que promueve la implantación del euskera a todos los niveles».

En ese momento, levanta la mano una mujer. «Espera un momento, por favor. Hablas de esos temas, desde luego, muy importantes, pero ¿estás bien enterado de cómo vivimos en Etxabakoitz, de dónde procedemos la mayoría, qué instalaciones públicas tenemos y cuántas nos faltan, cuántos años llevamos sin que venga ningún alcalde a vernos, qué planes urbanísticos hay actualmente sin que hayamos sido consultados, cómo sentimos a los políticos?».

Me siento confuso. «Pues... no». Regreso hacia el centro. O sea que el fallo va a estar precisamente ahí. En el hecho de que imaginamos que las gentes que no pertenecen a nuestro séquito son las que deben escucharnos, entendernos, conocernos y querernos. Y resulta que es al revés. La cuestión no está en que no nos conocen sino que nosotros no las conocemos. No debemos conseguir que nos oigan sino que nosotros les oigamos. No que nos comprendan sino que nosotros las comprendamos. No que nos aprecien sino que nosotros les apreciemos.

¿Todo esto significa asumir una actitud de asistencia social, o de miembros de Cáritas? Ni mucho menos. Es simplemente tener una actitud políticamente acertada. Saber datos básicos sobre los otros y sopesar que cada persona es, ante todo, hija de sus circunstancias y sueños y se halla inmersa en ellos. Y al mismo tiempo reconocer que en la vida de cada uno no caben todas las verdades que queramos venderles porque ya tienen las suyas y no sienten necesidad de ir al mercado en busca de nuevas, o de cambiarlas. Las verdades que ocupan gran parte de la vida de la mayoría de esa gente que está con nosotros son familia, trabajo, casa. O sobrevivir, simplemente.

O sea que no podemos hacer otra cosa? Vamos a repensarlo. Si realmente nos proponemos esa tarea, tendremos que salir a los barrios y pueblos, calles y plazas que hay por todo nuestro País Vasco. Dicho de otra manera: nuestras sedes deben ser el punto de partida, no el refugio. Nuestros documentos deben ser una recogida de datos de la vida diaria, no una concentración de principios. Nuestra señal de identidad no debe encerrarse en símbolos y consignas sino en las charlas que tengamos en aceras, casas de cultura, bares o comercios. Nuestra disertación no debe empezar por la palabra «independencia», sino por la problemática de vivir.

Y metidos en ese ambiente explicaremos la conveniencia de asumir el sentido de vecindad. Es decir, en vez de colocar delante de la gente el mapa de los siete territorios, lo que haremos es hablar sobre: el proceso del pueblo o barrio, sus particularidades urbanísticas, sedes institucionales, centros de cultura y enseñanza, tipos de comercios, talleres, tipo de cosechas, zonas de arbolado, jardinería, costumbres, forma de trato que tenemos. Y dejar claro que los vecinos somos las directos dueños del barrio-pueblo y tenemos derecho a exigir un trato vecinal en todos las  instituciones y a todos los niveles. Y a decidir en todo lo que nos atañe.

A ver si conseguimos poco a poco que esa gente hasta ahora lejana diga «esa tropa de la izquierda abertzale nos pregunta, nos conoce, nos aprecia, son como nosotros». Ese día sí que será maravilloso. En vez de afirmar «amamos a Euskal Herria», nos vendrá a la mente: «queremos a la gente de Euskal Herria». A todos los que vivimos en esta casa.

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