Oskar Fernández García
Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación

La tediosa y aborrecible declaración de un presidente autonomista

¿Cree realmente el señor Urkullu y los cuadros dirigentes de su partido que hubiese sido posible establecer a través de esos siglos, de confrontación y lucha obrera, un marco de relaciones bilaterales, donde la oligarquía empresarial se hubiera dado cuenta de las justas, legítimas y básicas reivindicaciones del proletariado y hubiese ahorrado tanto dolor y sufrimiento a una de las partes?

El 28 de febrero de 2019, el señor Iñigo Urkullu, lehendakari de tres territorios de Euskal Herria, declaraba como testigo ante el Tribunal Supremo del Estado español. Había sido propuesto por la defensa del señor Josep Rull, en el increíble, surrealista, inaceptable y abominable macroproceso que se lleva a cabo contra doce personas, ciudadanos y ciudadanas catalanas, por sus posibles responsabilidades en el «procés» independentista en Catalunya, que llevó al referéndum del 1 de octubre del 2017.

La declaración del mencionado señor Urkullu se extendió, prácticamente, a lo largo de cuarenta minutos; contestando, en primer lugar, al abogado de la defensa del señor Josep Rull –ex «consejero de Territorio y de Sostenibilidad» de la Generalitat de Catalunya– posteriormente al Ministerio Fiscal, a la Abogacía del Estado y finalmente, inclusive por muy asombroso, denigrante y bochornoso que pueda parecer, a la misma Acción Popular, ejercida a través del inefable y ultraderechista partido político Vox.

El tono general de la declaración, del señor Urkullu, se basaba y se estructuraba en torno a respuestas lacónicas, breves y concisas y en varias ocasiones mediante la simple enunciación de monosílabos afirmativos o negativos.

La sorpresa, perplejidad y asombro surgió por la respuesta emitida ante la siguiente pregunta formulada por la representante de la Abogacía del Estado: «Usted le trasladó al presidente Puigdemont la imposibilidad, con arreglo al ordenamiento jurídico, de plantear un referéndum unilateral? ¿Un referéndum como se convocó?».

Respuesta: «No solamente la referencia al referéndum, sino a la vía unilateral. Yo, el 19 de junio –se refiere al año 2017– en ese encuentro que mantuve con el presidente Puigdemont abogaba, como he abogado siempre, por la vía de la bilateralidad».

«Era una reflexión política que entendía que sigue siendo hoy la pertinente, que también desemboque en lo que pudiera ser en el deseo de una mayoría social constatable, en cualquiera de los ámbitos que pueda tener esta realidad, de una consulta legal y pactada; de tal manera que aún cuando el ordenamiento jurídico plantee unos límites, también desde el cumplimiento de la legalidad se pueda plantear la modificación de ese ordenamiento, desde el máximo respeto a la democracia».

La Abogacía del Estado le acababa de servir en bandeja de oro, la posibilidad de exponer por enésima vez su sacrosanto y mesiánico dogma de la bilateralidad ante el Tribunal Supremo.

En casi cuarenta minutos de declaración y ante decenas de preguntas fue absolutamente incapaz de manifestar, exponer o sugerir, aunque fuese de manera indirecta y de soslayo, la más mínima consideración, aportación o reflexión ante la aberrante, inadmisible y brutal conculcación de los derechos fundamentales, legítimos e inherentes a todos los seres humanos –como es el derecho universal a la libre opinión y su encauzamiento sociopolítico a través de consultas, mediante el legítimo, justo y loable llamamiento a la utilización de las urnas, como recurso democrático básico e irrenunciable– pero sí encontró el momento y la ocasión para explayarse sobre la bilateralidad.

Ante una conculcación tan flagrante, tan ilegítima, brutal y terrorífica como la llevada a cabo por el Estado español, mediante sus cuerpos y fuerzas de seguridad, contra los derechos inalienables, fundamentales y legítimos del pueblo catalán, como fue aquel inolvidable, y cruel uno de octubre de 2017, el señor Urkullu se mostró absolutamente incapaz de manifestar ni la más mínima empatía ante tanto dolor, injusticia y sevicia; ni tan siquiera de manera implícita o indirectamente. Se mantuvo impasible, imperturbable, frío y distante ante la descomunal y execrable conculcación de los derechos más básicos y legítimos de un pueblo y de sus representantes, encarcelados y con peticiones de condenas absolutamente bochornosas y escandalosas, más propias de estados fascistas y totalitarios que de estados de derecho.

El señor Urkullu, y por lo tanto los máximos responsables políticos de su partido, enarbolan a los cuatro vientos el dogma de la bilateralidad, como si fuese un auténtico vellocino de oro, una verdad axiomática, inalterable e inmutable, la auténtica piedra filosofal o el mágico elixir de la vida para transformar voluntades por muy reacias o refractarias que éstas sean.

El error de ese pensamiento político, proclive a la bilateralidad, a la luz de los acontecimientos que los seres humanos: el proletariado, las mujeres, los países colonizados, los pueblos esclavizados, los colectivos marginados y perseguidos... han ido desarrollando a lo largo de la historia revela, con una claridad y contundencia irrefutable, la falsedad absoluta de ese concepto, tanto desde el punto de vista histórico, social, laboral, político, económico, educativo, filosófico...

Si el ser humano en su proceso de empoderamiento, para librarse de las cadenas de la esclavitud, del vasallaje, de la servidumbre, de la opresión del capitalismo, del sometimiento a las metrópolis, a la tiranía de las injustas, despiadadas y brutales mentalidades de reyes, emperadores, oligarquías, autocracias, sistemas fascistas... hubiese tenido que recurrir a la bilateralidad, el mundo seguiría inmerso en un cruel, terrorífico y dantesco sistema feudal.

Entre los siglos XVI y XIX, doce millones de seres humanos fueron capturados, como auténticos animales, y literalmente arrancados del continente africano, por la inconmensurable brutalidad del hombre occidental. Emprendieron la singladura histórica más denigrante, vejatoria e inhumana que haya conocido el mundo, hacia el continente americano.

Cientos de miles de ellos arribaron a las costas de lo que hoy en día es Estados Unidos de Norteamérica. Se estima que pudieron ser unas 645.000 personas. En 1860, según algunas fuentes, la población había ascendido a cuatro millones de esclavos.

Desde finales del S. XVIII hasta bien entrado el S. XIX todos los estados al norte Maryland fueron paulatinamente aboliendo la esclavitud, en un proceso a través de cuarenta y un años, desde 1789 hasta 1830.

Los estados del sur seguían manteniendo la esclavitud con una mentalidad más propia del medievo que del siglo diecinueve.

John Brown, abolicionista norteamericano (1800-1859), «creía en la insurrección armada como el único camino para derrocar la esclavitud en Estados Unidos». A los dos años de su muerte estallaba la confrontación bélica entre el norte y el sur. La Guerra de Secesión se extendió entre 1861 y 1865.

El movimiento abolicionista en Estados Unidos, en S. XIX, había logrado establecer y desarrollar una compleja, secreta y clandestina red de ayuda a los esclavos del sur para huir hacia los estados libres del norte o hacia Canada, fue la «Underground Railroad» o «El Ferrocarril Subterráneo».

En plena guerra, entre La Unión y La Confederación, el uno de enero de 1863, Abraham Lincoln proclama y emite una orden ejecutiva aboliendo la esclavitud. «El estatus legal federal de millones de afroamericanos esclavizados cambia de esclavos a personas libres».

Tras cientos y cientos de años de una horrible, despiadada y brutal esclavitud cabe pensar que ¿La abolición se podría haber dado e instaurado mediante acuerdos recíprocos de bilateralidad y respetando las inhumanas, crueles e inmisericordes leyes, usos y costumbres de los estados sureños?

El infierno y la pesadilla del pueblo afroamericano no había concluido con la abolición de la esclavitud, ni muchos menos. La segregación racial, la discriminación, la falta de igualdad en todos los ámbitos de la vida: jurídico, educativo, sanitario, político, laboral, vivienda, transporte... especialmente en los estados del sur supuso que nuevamente, y una vez más, todo un inmenso colectivo de hombres y mujeres tuvieron que enfrentarse a la indiferencia, la repulsa y la manifiesta opresión de una mayoría blanca supremacista.

El 1 de diciembre de 1955, Rosa Parks, una mujer afroamericana, se negaba a levantarse de su asiento, en un autobús público, para cederlo a un hombre blanco. Esa fecha se considera el detonante e inicio de una lucha encomiable, a través de varios lustros, por la consecución de los "Derechos Civiles". Pero evidentemente esa acción solo fue la chispa, el detonante y la expresión social de un hartazgo secular de verse sometidos y sometidas a continuas vejaciones, inhumanas discriminaciones, crímenes que se cometían con auténtica impunidad, con el visto bueno o la complacencia total de los cuerpos de seguridad y con un sistema jurídico absolutamente sesgado, corrupto y proclive a la raza blanca.
El boicot a los autobuses de Montgomery duró 381 días, hasta que fue abolida la ley local de segregación entre personas afroamericanas y blancas.

Aquella encomiable mujer – que hizo valer sus derechos inalienables como persona a pesar del ambiente opresivo en el que vivía – es considerada como «La Madre del Movimiento por los Derechos Civiles».

El 4 de septiembre de 1957, en el estado de Arkansas, en la ciudad de Little Rock, comenzó de la mano de 9 jóvenes afroamericanos, otro hito por la consecución de los Derechos Civiles. Su caso es conocido como «Little Rock Nine», «Los Nueve de Little Rock». Ese día fueron al instituto «Little Rock Central High School», pero fueron detenidos por la Guardia Nacional. El grupo no cejó en su empeño a pesar de las enormes dificultades a las que debieron de enfrentarse para poder acceder a las aulas.

La acción de los nueve jóvenes es considerada uno de los eventos más importantes del Movimiento por los Derechos Civiles. Y Elizabeth Ecford, una de las estudiantes del grupo, es un icono de la lucha antirracista en Estados Unidos.

El terrible y terrorífico camino que tuvo que recorrer la comunidad afroamericana por la consecución de sus derechos fundamentales e inalienables, para cualquier ser humano, estuvo jalonado por la violencia, la represión, la cárcel, el crimen y el asesinato ejercidos por una sociedad anclada en épocas pretéritas de la historia de la humanidad, fundamentalmente en los estados sureños.

Medgar Witery Evers, activista incansable por los Derechos Civiles, que luchó denodadamente contra la segregación racial, en la Universidad de Misisipi, por una justicia social y por el derecho al sufragio por parte de la población afroamericana, el 12 de junio de 1963 moría asesinado. 
En 1965, el 21 de febrero, Malcolm X, uno de los defensores de los derechos de la comunidad afroamericana más influyentes, perdía la vida, también asesinado. 
Tres años después, uno de los líderes más carismáticos del Movimiento por los Derechos Civiles, Martin Luther King caía abatido por unas balas asesinas, un cuatro de abril de 1968.

Había transcurrido un siglo más de sufrimiento, opresión y marginación, entre la abolición de la esclavitud en 1863 y la promulgación de los Derechos Civiles el dos de julio de 1964. Al año siguiente en 1965, entraba en vigor la Ley del Derecho al Voto, por parte de la comunidad afroamericana. Pero las leyes, exclusivamente por su mera aprobación, no conllevan el ejercicio de los derechos que sustentan. Casi un siglo antes de la aprobación de esta ley, se había redactado la decimoquinta enmienda a la Constitución Norteamericana, que prohibía cualquier tipo de discriminación al voto, basándose en la raza, en el color de las personas o por su anterior condición de servidumbre (esclavitud).

Teniendo en cuenta los acontecimientos históricos acaecidos en Estados Unidos, alguien podría llegar a pensar que mediante acuerdos bilaterales y el escrupuloso respeto a las injustas e ilegítimas leyes de las que se había dotado la comunidad racista, intolerante, ultraconservadora y supremacista blanca ¿Hubiese sido posible llegar a la consecución de los Derechos Civiles?

Durante siglos y miles de años la inmensa mayoría de los seres humanos estuvieron encadenados al trabajo –al igual que la rueda del molino a su eje– en agotadoras y extenuantes jornadas de trabajo que abarcaban una gran parte del día. De ahí la expresión «Trabajar de sol a sol».

Finalizando el S. XV, en 1496, en Gran Bretaña y en otras muchas latitudes, las jornadas laborales se podían extender desde las cinco de la mañana hasta las ocho de la noche. La avaricia, la codicia, la insensibilidad y la brutalidad de los patrones carecían de límites. 
Interminables jornadas de trabajo, día tras día, sin descanso semanal. Tras la Revolución francesa (1789), el domingo fue reconociéndose como día de descanso semanal y finalmente se recogería en el derecho laboral.

En Estados Unidos las duras y terribles jornadas laborales podían llegar hasta la increíble cifra de dieciocho horas de trabajo. Finalizando el S. XVIII, en 1791, en Filadelfia, Pensilvania, los carpinteros se declararon en huelga por la consecución de una jornada de diez horas. A partir de 1829, la clase trabajadora comenzó a luchar denodadamente por conseguir una jornada de ocho horas. Tuvieron que transcurrir largas y dilatadas décadas de lucha terrible para alcanzar su objetivo.

El presidente de Estados Unidos Andrew Johnson, en 1868, promulgó la llamada Ley Ingersoll, que establecía la jornada laboral de las ansiadas ocho horas. Pero el articulado de esa ley tenía unas fatídicas cláusulas que permitían aumentar esa jornada hasta las catorce y dieciocho horas. Este hecho, junto con la mentalidad esclavista y opresora del empresariado llevó nuevamente a los trabajadores a la huelga, con el apoyo de las organizaciones laborales y los sindicatos.

La prensa calificaba el movimiento obrero como «indignante e irrespetuoso... delirio de lunáticos poco patriotas» –la derecha y el capitalismo a lo largo de la historia ha tenido una aborrecible habilidad para recurrir a dos conceptos absolutamente manipulados: patria y dios– y manifestaba, sin el más mínimo rubor y vergüenza, que era «lo mismo que pedir que se pague un salario sin cumplir ninguna hora de trabajo».

La Federación del Trabajo de Estados Unidos en su cuarto congreso, del diecisiete de octubre de 1884, decidió establecer que la duración legal de la jornada de trabajo debería de ser de ocho horas, y fijaba su implantación para el uno de mayo de 1886.

En 1917, después de la Revolución de Octubre en Rusia, el Gobierno Bolchevique materializaba la jornada de ocho horas. Dos años después, en 1919, en el Estado español se logra la implantación de la jornada de ocho horas gracias a la lucha obrera de la clase trabajadora de Barcelona que llevó a cabo una huelga general, durante cuarenta y cuatro días, conocida por la Huelga Canadiense, por ser en esta empresa eléctrica donde comenzó a desarrollarse y a expandirse, por todo el tejido industrial, la solidaridad obrera. Más de 100.000 personas lograron que el gobierno de ese estado, ante el temor de que la huelga se extendiese a otros territorios, aceptase las demandas de la clase trabajadora, entre las que se encontraba la mencionada jornada de ocho horas.

La consecución de este derecho, a una jornada de ocho horas, y de cinco días laborables a la semana, que ahora parece tan normalizado y extendido, supuso un inmenso caudal de dolor, penas, sufrimientos, cárcel, despidos, asesinatos, apaleamientos, juicios títeres... que una vez más tuvieron que cargar sobre sus espaldas las personas de siempre, las que aguantan toda la insoportable carga de la aborrecible y espantosa pirámide social.

¿Cree realmente el señor Urkullu y los cuadros dirigentes de su partido que hubiese sido posible establecer a través de esos siglos, de confrontación y lucha obrera, un marco de relaciones bilaterales, donde la oligarquía empresarial se hubiera dado cuenta de las justas, legítimas y básicas reivindicaciones del proletariado y hubiese ahorrado tanto dolor y sufrimiento a una de las partes?

A las draconianas y tiránicas leyes que las oligarquías secularmente habían impuesto a las clases trabajadoras, ese mismo poder, soberbio y heteropatriarcal, añadía una nueva opresión e insoportable ignominia a la mitad de la población mundial por razones de género.

El gran genio de las letras y del pensamiento, Federico García Lorca, describía magistralmente en una de sus inmortales obras, "La casa de Bernarda Alba", la condición de la mujer y el terrible papel que se le había asignado. Amelia, de forma lacónica y precisa decía: «Nacer mujer es el peor castigo».

La lucha por la consecución del sufragio femenino constituyó para decenas de miles de mujeres un auténtico y dantesco recorrido lleno de vejaciones, humillaciones, apaleamientos, juicios, cárceles, desprecios, insultos, despidos y en algunos casos hasta el asesinato y la muerte como último recurso de protesta reivindicativa.

En la mitad del S.XIX, concretamente en 1848, mediante la declaración de Seneca Falls, (Nueva York), se considera que comenzaba el movimiento en pro de los derechos de las mujeres norteamericanas, que su Constitución, de 1787, ni tan siquiera las mencionaba. La declaración fue firmada por 68 mujeres y 32 hombres. Ellas preferían llamarla "Declaración de Sentimientos de Seneca Falls". Todas las personas integrantes pertenecían a diferentes movimientos y asociaciones políticas de talante liberal y próximas a los círculos abolicionistas. 
En el prólogo de este texto se puede leer un breve párrafo, que es paradigma del encomiable trabajo de análisis y reflexión que hicieron aquellas personas y que Elizabeth Cady Stanton redactó finalmente: «La historia de la humanidad es la historia de las repetidas vejaciones y usurpaciones perpetradas por el hombre contra la mujer, con el objetivo directo de establecer una tiranía absoluta sobre ella. Para demostrarlo vamos a presentarle estos hechos al ingenuo mundo».

Un siglo después de aquella famosa declaración, en 1948, mediante la Declaración Universal de los Derechos Humanos se reconocía el sufragio femenino como un derecho humano universal.

En Europa las mujeres pudieron ejercer su derecho al voto por primera vez en Finlandia en 1907, llegando a ocupar escaños en el Parlamento, constituyéndose en el primer caso en el mundo. Pocos años después le siguieron los otros países nórdicos: Noruega y Suecia. 
En 1917, las mujeres rusas conseguían el derecho al voto. En 1920, en Estados Unidos, mediante la aprobación de la Decimonovena Enmienda, las mujeres alcanzaban ese derecho , ya que no se podía excluir a nadie “a causa de su sexo”.

En 1928, en Gran Bretaña, tras largos años de una lucha tenaz y encomiable en la que destacó el papel de la incansable activista Emmeline Pankhurst, detenida y encarcelada decenas de veces, las mujeres mayores de 21 años alcanzaron el ansiado, legítimo e irrenunciable derecho al voto. Finalizando el S. XX, concretamente en 1999, la revista Time consideraba a esta activista y líder del sufragio femenino, una de las cien personas más influyentes del mencionado siglo.

El sufragio universal, un derecho inalienable e inherente a todos los seres humanos, supuso décadas y lustros de inconmensurable dolor y terror para miles y miles de encomiables mujeres. 
¿Hubieran conseguido ese irrenunciable derecho mediante la vía de la bilateralidad y el escrupuloso respeto a las injustas y abominables leyes redactadas solamente por hombres, con la expresa y explícita intención de relegarlas, exclusivamente al ámbito doméstico o a trabajos extenuantes, irrelevantes y miserablemente pagados?

Los cuadros dirigentes del PNV, y el propio lehendakari de esa comunidad autónoma, tienen y manifiestan un empecinamiento y una auténtica obsesión con la bilateralidad que raya con el paroxismo.

El Estado español ha cerrado a cal y canto todas las puertas, vías y medios para poder llegar a un acuerdo consensuado, entre las dos partes y realizar un referéndum de independencia. Y ha aplicado toda una legislación legal, pero absolutamente ilegítima, anacrónica, trasnochada, represiva y punitiva sobre el independentismo catalán, como si aún estuviésemos inmersos en el obscuro y terrorífico medievo.

El juicio al procés supone un auténtico espectáculo de ilusionismo y magia, mediante el cual se intenta recrear y poner en escena un estado de derecho, democrático, justo y ecuánime, que no existe en la realidad, que es una absoluta entelequia, una farsa vergonzosa, lamentable y deleznable.

Sus ejecutores siguen inmersos en una mentalidad arcaica de hace varios siglos, y no les queda más remedio que recurrir a la teatralidad ante los ojos de Europa, intentado, en vano, demostrar que existen unas garantías judiciales intachables. Pero si por ellos fuese todas las personas independentistas sería expuestas al escarnio público y directamente terminarían con sus huesos en las lúgubres y terroríficas mazmorras medievales.

Lo más lamentable, denigrante y execrable es que lo lograrán.

El PNV ya ha hecho su aborrecible aportación –mediante su secular tibieza y equidistancia, su absoluta indiferencia, su manifiesta oposición al procés, expresada desde el principio, y la explicación de la bilateralidad en sede judicial– para que se fije una sentencia condenatoria, vengativa y ejemplarizante.

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