Iñaki Egaña
Historiador

La utopía de la esperanza

Este mundo es una mierda. El planeta está en manos de una élite cada vez más reducida, las desigualdades, la miseria y el horror de la guerra llaman a nuestras puertas con la frecuencia que anima la era de la globalización informativa. Sufrimiento, horror, dolor.

Mairi, Homs, Damasco, Buraika, Bruselas, Bagdad, Lahore… lugares algunos de los que jamás habíamos siquiera conocido de su existencia. Cientos de muertos. Ataques ciegos en esa guerra asimétrica que ha roto con los cánones clásicos que un día apuntó Von Clausewitz. Violencia en estado puro. Los anteriormente llamados efectos colaterales son, al día de hoy, el objetivo principal.

No sólo la asimetría bélica. Aquellas 1.129 trabajadoras del textil que murieron en el desplome del edificio del Rana Plaza en Dhaka, la capital de Bangla Desh, hace un par de años, cuando cosían las telas que luego compramos en nuestras lustradas tiendas europeas. Esos 200.000 muertos en el terremoto de Haití, la mayoría fruto de una exclusión permanente a los que aboca el sistema capitalista. También violencia en estado puro, aunque la llamemos estructural.

El drama de los refugiados y los desplazados, dicen las organizaciones humanitarias, alcanza a 61 millones de personas en el planeta, la misma población actual de Gran Bretaña. ¿Se imaginan el impacto de la desertización humana de la isla que hoy debate su salida o no de la Unión Europea?
Apunta Naciones Unidas en su estudio anual que más de 3 millones de niños mueren cada año por su deficiente nutrición y que un centenar de millones de esos niños descoloridos por los medios, viven al límite, por debajo de su peso natural. Y, sin embargo, dedicamos más líneas a las profecías de Nostradamus que al parecer auguraba el desastre, que a las víctimas de este estado de cosas provocado por el neoliberalismo.

La vieja sentencia, no sé si de Jean Rostand o de Stalin, decía que si matas a una persona eres un asesino, a más de uno un gángster y si envías a la guerra a morir a miles de soldados, un héroe. Alguien añadió aquello de que si matas a un millón eres un conquistador. Hoy, los responsables de tantas y tantas muertes, de la exclusión y de la marginalidad son tratados como héroes.

Lo sabemos, lo intuimos, pero evitamos nuestra conciencia a través de rasgos que son profundamente excluyentes, xenófobos incluso. Maquillamos las historias tremendas con evasivas, con circo, con expresiones humillantes como aquel programa televisivo de «los ricos también lloran». Para que todo siga igual que es, a fin de cuentas, el objetivo de ese sistema inhumano.
La transmisión de ese maquillaje se hace a través de los interesados en mantener el estatus. Y quien lo hace posible es el tipo de cobertura mediática que cada evento genera, provocando una atención desproporcionada sobre un tema u otro. El mundo que imaginamos no es un reflejo necesariamente de la realidad.

He rescatado los apuntes del derrumbe que mató a más de mil trabajadoras en Dhaka, antes anotado, y me he vuelto a sorprender con la cobertura que entonces le dio la BBC. La historia no tenía que ver con la huelga general en Dhaka, ni con la muerte de las trabajadoras, sino con una joven que sobrevivió entre los escombros 17 días, Resham Begum. El resto palideció en el olvido.

Los medios nos guían, como señalaba Paul Slovic, más por la emoción que por la razón. Y esa emoción dirigida nos lleva a enredarnos en detalles triviales para evitar la verdadera cuestión, la de la insolidaridad del género humano, la del dominio de los halcones de la guerra, de las clases sociales inherentes al sistema capitalista.

Nos alarma emocionalmente el desastre cercano, el seguimiento a una tragedia personal. Es racional, pero en ello hay también un efecto de manipulación. Un efecto que agranda los peligros, que los exagera deliberadamente en su concepción estadística para provocar una nueva vuelta de tuerca hacia la segregación social, hacia el recurso a la fuerza para que prevalezcan unos valores determinados, los de la clase económicamente dirigente.
Efectivamente, el mundo es una mierda aunque la vida sea un regalo excepcional. Es una mierda para millones, para mayorías absolutas. Incluso entre nosotros. Excluidos del sistema, ni siquiera sujetos de ese Pueblo Trabajador Vasco que debería marcar el cambio. Parados, sufragados, excluidos, precarizados.

Es cierto que no hay motivos fundados para el optimismo. Un optimismo que según Terry Eagleton no sería sino una postura autosuficiente frente al mundo. Una resistencia activa o pasiva frente a los hechos machaconamente contrarios al mismo. No tiene buena fama el optimista en nuestro entorno, por eso de que parece evitar la crudeza del presente.

Esa idea no significa, sin embargo, que todo está perdido, que la lucha sea una ilusión y que el compromiso solidario esté reñido con la razón de la existencia de los hombres y mujeres que conformamos nuestro país en el siglo XXI. Las experiencias de cambio, con una u otra herramienta, desde las instituciones o fuera de ellas, han sufrido reveses, cargas de profundidad y embates. Decepciones. Batallas no resueltas que han engullido a generaciones. Pero… no ha sido el final.

La esperanza es consustancial al ser humano. Sin ella no habrían sido posibles los grandes cambios que se han producido entre nosotros. Y la utopía, no voy a descubrir la luna, es el motor de la humanidad, antes incluso que la describiera Platón. Sin esperanza, sin utopía más como «vía hacia» que como «objetivo de», la confrontación adolecería de intención.
La izquierda abertzale en los inicios de su conformación moderna, en el albor de la década de 1960, acuñó estos dos términos como ejes de un debate que, entonces, separaba a dos tendencias. Los primeros decían que apostaban por la «esperanza como maleta de todo revolucionario». Los segundos, apelaban a la utopía, aquella que rezumaba en los escritos de Arturo Campión, Dolores Ibarruri o Eli Gallastegi. El tiempo unió a unos y a otros bajo ese concepto que he tenido la osadía de glosar, la utopía de la esperanza.

Una esperanza que ha marcado un recorrido, una utopía que ha resonado desde compromisos colectivos y personales. Un requisito. Porque el contexto global encierra una catástrofe sin precedentes. El cambio no es ya una tarea de una determinada tendencia ideológica, sino una necesidad. De vida o de muerte. De decencia política. De proyecto de futuro.

Por eso, algunas declaraciones siguen teniendo el sesgo de un pasado casposo. Como las realizadas por el inicialmente periodista y hoy presidente jeltzale, o ser de izquierdas o ser abertzales. Como si ambas cuestiones estuvieran reñidas cuando es justamente lo contrario. Separarlas es volver a las andadas, repetir el injusto reparto de opresores y oprimidos.

El mundo necesita imperiosamente un cambio radical, de modelo, de sistema. Necesita de utopías, de esperanzas, de ambas a la vez para ejercer de motor, de generador de ilusiones. Si algún día faltan, entonces nos habrán vencido.

Nos habrán vencido los señores de la guerra, los capitalistas ávidos del «más aún» y los defensores de ese estatus para que todo siga igual, es decir, para que acontecimientos como los citados al comienzo del articulo vuelan a repetirse. Para que sean tratados, nuevamente, como acontecimientos inherentes a la naturaleza humana, cuando la humanidad es, precisamente, un proyecto radicalmente diferente.

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