Antxon Lafont Mendizabal
Peatón

Laicidad

«Si Calvino y Lutero vivieron en el principio del «tal país, tal religión» los desplazamientos masi-vos de población «complican el mapa de las religiones» en el mundo. La laicidad, por su noción de tolerancia, es la garantía no solo de la convivencia pacífica pero, también paradójicamente para algunos, de la permanencia del matiz espiritual.»

Las páginas del libro de la Historia Antigua están plagadas de testimonios de amalgamas de carácter religioso y político que correspondían a situaciones de gobernanza resultantes de un poder teológico y político, sagrado y profano, celeste y terrestre.


Roma conoció y tuvo que tolerar la reivindicación de soberanía de los territorios ocupados que rechazaban pagar el impuesto al poder central, lo que acentuó la separación de los dos poderes, político y religioso. El contestatario Jesús de Nazareth sorprendió imponiendo que se le dé al César lo que le incumbía pero sin interferencia del ente político en el concepto divino. ¿Fue Jesús el inventor de la laicidad? Ilusión, ya que en el cristianismo las ideas son turbias. San Pablo proclamaba que no hay autoridad que no provenga de Dios, afirmación que imperaría durante la Edad Media. Los papas pretendieron dictar su ley a los reyes, príncipes y emperadores basados en lo que consideraban como un concepto original del Nuevo Testamento.


El entorno filosófico despegó realmente sobre el tema aquí evocado hacia el s. XVII. Hobbes militó por la necesaria contribución del poder político a conceptos religiosos de manera a evitar que la ley proviniera de fuentes diferentes si se deseaba la privatización de las creencias. En la edición cultural del “Leviathan” la representación gráfica de portada de los símbolos del poder político y del poder religioso están perfectamente separados. Según Hobbes la supremacía del poder político sobre el religioso garantiza la paz civil y la paz de las conciencias.


En el mismo sentido que Hobbes y modernizando la noción de laicidad, Spinoza procede de manera a materializar imágenes e ideas de la Biblia dando un significado utilitario a los mensajes de los profetas cuya primera función sería la de proporcionar «un marco vital y un sistema de valores al pueblo judío». Spinoza vivía en las «Provincias Unidas», los Países Bajos, en la sociedad más tolerante de Europa en materia religiosa. La función del Estado correspondía  a la convicción de Spinoza garantizando la libertad de creencias y cultos privatizados sin prioridades. La separación de poderes, político y religioso correspondía a la división de gestión de lo público y de lo privado en una sociedad equilibrada entre las creencias religiosas dispares de habitantes católicos, protestantes o judíos. Dicho equilibrio lo aseguraba el poder político.


El filósofo André Comte-Sponville afirma que la laicidad no incumbe a la idea de Dios sino a la de la sociedad, y no es una manera de concebir el mundo sino una organización de la gobernanza. Comte-Sponville prosigue insistiendo sobre lo que considera esencial en la estructura de la laicidad: la neutralidad, la independencia y la libertad. Aplicando su concepto a la formación defiende la neutralidad del Estado y de la «escuela», la independencia recíproca del Estado respecto a las iglesias y la libertad de conciencia y de culto.


Así se expresó al final del s. XIX, inspirando seguramente a Comte-Sponville, el filósofo Fer-dinand Buisson adjunto a Jules Ferry, considera-do en Francia como padre de la escuela laica.
En la calle como en la escuela, lugar de sociali-zación entre el espacio público y el privado, en-tre el colectivo y el individuo, conviene no ins-trumentalizar la laicidad concepto estructuran-te de la Sociedad por su capacidad, si es evoluti-va, de conciliar el mundo moral y el mundo na-tural y de eludir riesgos  de rupturas difícilmente reparables a medio plazo. La escuela de Jules Ferry era más kantiana que atea y antireligiosa.


La relación inconveniente entre el poder religioso y el poder político tiene su origen en situaciones históricas precisas que conducen a todo colectivo dotado de una estructura mínima orientada hacia misiones humanistas a ejercer un poder sobre sus adeptos de manera a crecer en «fieles». Es el caso de «misioneros» incipientes que tienden a extender su influencia. Así el clericalismo alcanzó la teocracia. En ese caso el Estado acepta estar subordinado a lo que ha devenido una iglesia corriendo el riesgo de dañar la concordia entre ciudadanos enfrentados por sus creencias. Mateo nos narra la intervención de Jesucristo que funda una iglesia separada del Estado, planteando el principio laico por excelencia: Restituid a César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Pero César no acepta su incompetencia en materia espiritual monoteísta e «instala» durante tres siglos a los cristianos en la ilegalidad. Constantino reconoce la libertad del culto por el Edicto de Milán en 313 y pocos años después Teodosio declara el cristianismo como religión del Imperio. Progresivamente el poder temporal intenta ejercer su poder  sobre la Iglesia de Cristo. Hasta el s. XVII el Estado elabora una serie de principios jurídicos ocu-pando la mente de legisladores cuyo único interés parecía ser la percepción de impuestos sobre los bienes de la Iglesia. La proclama era clara: la potencia temporal es diferente y sobre todo independiente de la potencia espiritual.


Para la satisfacción de los defensores del poder temporal, la Iglesia va sometiéndose a aquellos que seguían ejerciendo discretamente su influencia recuperando partes de poder esencial. Esa aparente preponderancia de los Estados hizo afirmar, siglos más tarde a Víctor Hugo: «Esto ahogará aquello». Cuando el poder político se acerca demasiado de la pujanza espiritual, aunque sea para dominarla, acaba comprometiéndose. Se observa que la laicidad institucional e incluso constitucional puede no corresponder rigurosamente a la realidad sociológica; en ese caso el poder espiritual se introduce en los resquicios disponibles.


Un Estado puede ser oficialmente laico pero los hechos generan discriminaciones entre parte de la población habitualmente manipulada por grupos orientados hacia el «esbozo» espiritual.
Las orientaciones minoritarias, pero eficaces hacia la gestión inmaterial de la enseñanza son el «pan de cada día». El saber maniobrar del poder espiritual con la complicidad del poder político conducirá a situaciones hoy poco imaginables que tendrán consecuencias graves sobre la pauperización de la cultura.


En la confrontación (no veo palabra más apropiada) entre el poder religioso y el poder político, el matiz es necesario y exigible. Jules Ferry, padre de la escuela laica y promotor, en ese sentido, de las famosas leyes de 1882 y 1886 que sirvieron de modelo en varios Estados, afirmaba pretender a una escuela «neutra y no antirreligiosa».


Bien conocida es su circular a los maestros: «Expresaros con la mayor reserva posible cuando  corráis el riesgo de vulnerar, incluso levemente, un sentimiento religioso que no tenéis por qué juzgar. Nunca serán suficientes los escrúpulos para dirigiros a algo tan delicado y sagrado como lo es la conciencia del niño.»


Por desgracia existe una, consciente o no, con-fusión sobre el término «laicidad». Es así como se presentan sinónimos del término como anti-clericalismo, racionalismo, positivismo, ateísmo.
Después de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789), de la Declara-ción Universal de los derechos del hombre (1948), de la Convención Europea de los derechos y libertades del hombre (1950), sin contar con las afirmaciones de tolerancia de adeptos a la Filosofía de las luces y de posiciones claras del s. XX de la jerarquía vaticana, hoy olvidadas, la civilización ha conseguido pasar de la afirmación de «los derechos de la verdad» a la de los «derechos de la persona» antes condenados por el comunismo estalinista y hoy por sus aliados objetivos del extremo catolicismo. El problema del laicismo se extiende a diversos países del mundo occidental y es condenado por «cruzadas» organizadas por fogosidades religiosas que acaban imponiendo gobiernos de intolerancia.


Si Calvino y Lutero vivieron en el principio del «tal país, tal religión» los desplazamientos masivos de población «complican el mapa de las religiones» en el mundo. La laicidad, por su noción de tolerancia, es la garantía no solo de la convivencia pacífica pero, también paradójicamente para algunos, de la permanencia del matiz espiritual.


La ambivalencia del término laicidad parece socialmente constitutiva de su concepto. En efecto la interpretación popular tiende a considerar la laicidad tanto como una disposición intransigente respecto a cualquier injerencia religiosa, como un precepto de apertura, de libertad y de contemporaneidad integrante de su dimensión social. Esta segunda opción reconocerá el grave riesgo de crear una moral encadenada que impida la compatibilidad de la Fe religiosa y del ideal laico.


El actual tratamiento «político» del aborto es un atentado a la noción de laicidad expuesta en la Constitución española. Con brevedad hegeliana se puede avalar que la vida es también lo que no es. La vida es lo material biológico pero también lo inmaterial como la dignidad, conceptos sobre los que se atribuyen prioridades confusas, más morales que éticas.


Si la clave del estado de laicidad es la neutra-lidad, cualquier sociedad debe saber desenfan-garse de las inercias de algunos sustratos histórico-culturales, paralizantes y asfixiantes, y atreverse a afrontar los comportamientos de hoy por muy heterogéneos que sean.

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