Iñaki Egaña
Historiador

Libertad de manifestación

Proliferan los estudios académicos por encargo sobre diversas cuestiones relacionadas con el llamado conflicto vasco de las últimas décadas. Todos ellos enfocados en una única dirección, la victimación de un sector político, por lo general ligado a los aparatos del Estado.

En los últimos meses, hemos sabido, a través de estos trabajos, de las personas que han necesitado escoltas, de la amenaza sobre los agentes de la Policía Autonómica, de aquellos secuestrados. Se anuncian más. A la espera.

Nada, en cambio, de los que han sufrido la aparente normalización del Estado (ironía), la tortura, la conculcación de derechos humanos, incluidos también los secuestros, deportaciones (no existentes en los códigos penales español o francés), ejecuciones extrajudiciales, los actos de kale borroka de los eufemísticamente incontrolados, controles, agresiones, amenazas, etc.

Entre tantas cuestiones que echo en falta, entre tantos trabajos que ayudarían a entender el contexto de la violencia política, me ha venido uno a la memoria que, por evidente, parece natural. Agresiones a la libertad de expresión, de manifestación.

Lo he recordado tras que Euskal Memoria haya entregado al Ayuntamiento de Donostia un informe relativo al periodo que iba del final de la Primera Guerra mundial al comienzo de la Guerra Civil. Que tuvo su máximo exponente en mayo de 1931, cuando la Guardia Civil asaltó una manifestación en Donostia encabezada por la pancarta: «Pan para nuestros hijos». Resultado: 7 muertos de bala y 20 heridos también por armas de fuego.

Con esta idea en el tintero, y con el peso de los años encima, la memoria se refresca con una facilidad pasmosa. Porque la noticia es que el hombre muerde al perro, no al revés. Y echando mano de los diarios, a voleo, me he dado cuenta que la noticia era precisamente la ausencia de incidentes en manifestaciones, la inactividad policial.

Lo habitual era precisamente lo contrario. Cargas, agresiones, asaltos, porrazos, manguerazos, disparos con fuego real, con pelotas y balas de goma. Muertos, heridos, apaleados hasta perder el conocimiento, arrastrados, vilipendiados, ciegos por un disparo. Centenares, miles pasaron por los hospitales, fueron atendidos en sus domicilios por miedo a una vuelta de tuerca. E impunidad. Impunidad por encima de todo.

Una impunidad avalada por ese relato único que nos ha llevado a extremos grotescos donde el familiar de un responsable de una carga policial que produjo un muerto (Jesús Mari García Ripalda, 1975) reivindique recientemente el pasado demócrata del policía. Una impunidad respaldada por hilarantes a la vez que canallescas versiones oficiales, desde el «me miró mal el manifestante», hasta el tiro al aire que tras una trayectoria inverosímil concluyó en el corazón de la víctima.

Soy incapaz de hacer una valoración científica, de cuantificar la cantidad de agresiones, de manifestaciones que fueron cercenadas antes de comenzar, en su trayecto, o al final del mismo y por ello creo necesario que la Universidad de Deustu, la Dirección de Derechos Humanos de alguno de nuestros dos gobiernos regionales que nos rigen, incluso alguna otra entidad, subvencionada obviamente, tome cartas en el asunto y se meta con esa cuantificación.

Y puesto que el relato parece comenzar en la década de 1960, aún no sé por qué razones a pesar de que lo intento, acercar aquellas masivas detenciones y apaleamientos colectivos donde no se salvaban ni espectadores, ni ancianos, ni niños. Minusválidos también, como Luis Alonso. Desde entonces hasta ahora, es una impresión, la cifra será escandalosa. Miles, sin duda.

Trabajadores de la CAF, hoy empresa modélica que reporta beneficios que provocan la envidia entre las empresas del Ibex, apaleados, enviados al hospital por sus reivindicaciones laborales. Intento de manifestación en Bilbo por la mejora de la vida, con sindicatos españoles a la cabeza, con más de 200 detenidos, entre ellos 7 sacerdotes. Lo decía “Le Monde”, diario señorial parisino. Trabajadores voluntarios, llenos de barro, en las inundaciones en Bilbo de 1983, machacados por la Policía después de que el gobernador Sancristóbal les llamase «banda de hijos de puta». Unos meses después, Sancristóbal secuestraría a Segundo Marey, escondido con las siglas GAL.

Ataques a la libertad, por llevar precisamente al comienzo de la protesta la palabra «Askatasuna», esa misma que escribía Mario Benedetti, «por el miedo que te tienen» y que entonó Nacha Guevara. A los trabajadores de Euskalduna, de Bandas de Etxebarri, de los Primeros de Mayo perseguidos. ¿Dónde queda el monolito en Bilbo de Pablo González Larrazabal, caído en aquel asalto con fuego real de metralleta en los astilleros? Manifestantes acribillados aquel aciago 3 de marzo.

Hasta aquellos trabajadores de la Central Nuclear de Lemoiz, que no compartían el cierre de la misma decretado por Iberduero tras los ataques de ETA y que exigían su reapertura, nublado su futuro. También ellos fueron apaleados por las FOP, las llamadas Fuerzas de Orden Público.
Cargas ciegas contra quienes llevaban la ikurriña. Aquella tricolor que portaron Kortabarria e Iribar, Athletic y Real hermanados, en Atotxa. A la salida, manifestación de júbilo y furia policial. Heridos. La historia únicamente recoge el hito. En fiestas patronales, con santos o sin ellos. El recuerdo de Josu Zabala. Con Franco vivo y también con Franco bajo toneladas de cemento en el Valle de los Caídos.

En dictadura, en la transición, en «democracia». Olentzeros descuartizados, fiestas navideñas reventadas en Iruñea por las FOP por portar un icono de la CAV. ¡Cuánta ignorancia sobre el carbonero que lleva regalos a los niños buenos! Santomases a sangre y fuego que llevaron a protestar al Ayuntamiento donostiarra del difunto alcalde jeltzale Labayen como si fuera un «radical proetarra». Por tocar el txistu, instrumento obviamente separatista, a la salida de San Mamés, con la excusa del respeto a la afición del Betis, ¡ay las versiones oficiales!

Manifestaciones abortadas de ecologistas en bicicleta, con flores en el manillar, de insumisos contra la guerra, de internacionalistas frente al teatro que acogía a la orquesta sionista. De disminuidos psíquicos que protestaban por al cambio de uso de Arkaute a sede policial. La Ertzaintza también homologada en eso de apalear a diestro y siniestro, estrenándose con padres e irakasles de ikastolas. Rosa Zarra, moribunda, jaleados los agentes autonómicos por lazos azules.

Familiares que lloraban a sus muertos, agredidos. En la calle, en la estación ferroviaria, en el aeropuerto, en la muga mientras comprobaban los documentos del traslado, en el cementerio antes de enterrar los restos de los suyos. Humillados, vejados e incluso imputados por sentir, por exteriorizar las emociones que nos proporcionan la condición humana.

Manifestantes apaleados, heridos, muertos, por pedir libertad, acercamiento de presos, amnistía. Por denunciar el terrorismo de Estado, por denunciar las desapariciones de Pertur, de Naparra. Teodora Sánchez, muerta, atropellada por un jeep que circulaba a la velocidad del rayo en Orereta para reprimir a los que escapan de la carga. Luego el despojo.

Echo en falta, muy en falta, una de las múltiples patas en ese relato que nos están construyendo, convirtiendo a agentes en víctimas, a verdugos en fervientes defensores de la democracia, a porras en floreros, que únicamente refieren al silbido de la bala y no el impacto de la misma. Que desliza, al parecer sin apenas vergüenza, la palabra «abuso», sin llegar al fondo.

Hay, como sucedió anteriormente a esa fecha que sigo sin saber por qué está marcada de esa manera (1960), un ejercicio de amnesia inducido, una frivolización de las posiciones políticas mantenidas por el poder omnipresente, un olvido premeditado para mostrar a las generaciones venideras un pasado trucado. Para que la impunidad sea convertida en ley eterna. Y a relato le falten la mayoría de sus letras.

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