Xabier Pérez Herrero

Lo siento, no creo en la bilateralidad

No dudo de la buena voluntad de los proponentes de ese idílico escenario pactista, pero me deja un cierto déjà vu con respecto al de los también bienintencionados esclavos negros de las plantaciones de algodón de Virginia, quienes intentaban convencer a sus compañeros insurrectos de que era mejor dialogar y pactar mejoras con el amo-patrón.

Sé que desde un punto de vista progresista queda de lo más políticamente correcto mostrarse favorable a la plurinacionalidad vs. derecho a decidir para, acto seguido, acotarlo exclusivamente a un hipotético terreno pactado y consensuado. Pero disculpadme si no creo en ello y no porque no me guste el modelo, sino porque sencillamente lo veo utópico tras la experiencia catalana previa y posterior al procés. Y es que si ha habido una acción política inasequible al desaliento en pos de una solución dialogada, ha sido precisamente la de los distintos gobiernos catalanes desde el 2003 hasta la fecha. No olvidemos que toda la trayectoria frustrada en torno al más tarde «cepillado Estatut» (Alfonso Guerra dixit) parte nada menos que desde aquel ya lejano tripartito de izquierdas con Pasqual Maragall como president.

Creo sinceramente que el error de este tipo de planteamientos, entiendo que bienintencionados, es considerar que el Estado español es una democracia al uso y que por ello, todo es susceptible de ser transformado en sentido progresista merced al juego de mayorías.
Ello contiene, a su vez, dos graves errores: el primero, considerar al PSOE como futuro aliado «progresista» para cambios de ese tenor (autodeterminación, derechos sociales, monarquía...) y el segundo, no tener en cuenta el carácter de régimen «atado y bien atado» con que la Transición del 78 concluyó su particular travesía de la dictadura al régimen parlamentario que ahora nos ocupa (y preocupa).

No olvidemos tampoco que son necesarios 3/5 de los parlamentarios (210 exactamente) para cualquier modificación sustancial de la llamada Carta Magna y que con la sempiterna sociología electoral hispana ello se torna una quimera.

Es decir, impensable contar con el PSOE como aliado para cualquier cambio constitucional de calado en sentido progresista (en sentido contrario sí, claro, como se vio con Zapatero y el 135) e impensable también llegar a una hipotética suma de 210 diputados si el PSOE se transformara milagrosamente en una especie de réplica de Podemos.

No dudo de la buena voluntad de los proponentes de ese idílico escenario pactista, pero me deja un cierto déjà vu con respecto al de los también bienintencionados esclavos negros de las plantaciones de algodón de Virginia, quienes intentaban convencer a sus compañeros insurrectos de que era mejor dialogar y pactar mejoras con el amo-patrón, que hacerlo por las bravas y con el sufrimiento de su gente. O, en el plano individual, la de Rosa Parks, saltándose a la torera la ley y no cediendo su asiento en el autobús a los blancos.

Pero es que tampoco hace falta remontarse tan lejos en el tiempo. Los mismos jornaleros andaluces del SAT ya conocen las diferencias existentes entre esperar a que en su tierra haya una ley agraria justa, u ocupar «ilegalmente» los grandes latifundios no trabajados. O los salvajes desahucios y su lucha «ilegal», desobediente e insumisa, contra los mismos a través de las distintas PAH. O los insumisos al servicio militar encarcelados por no respetar la ley vigente entonces, también «democrática y constitucional», no lo olvidemos.

¿Ilegal y no pactado todo? Sí, claro. ¿Legítimo y necesario para revertir lo injusto de la única manera posible en ese concreto momento histórico? También, por supuesto.

No nos engañemos ni engañemos: no hay tercera vía que emane exclusivamente de la presunta buena voluntad de las clases dominantes, sean políticas o económicas (en el caso español vienen a ser lo mismo). Y de haberla algún día, no lo será precisamente porque unos lo pidan civilizadamente apelando al juego parlamentario al uso, sino porque otros arriesguen represión y cárcel –y hasta la vida a veces en el empeño– para provocarlo.

Catalunya demuestra palmariamente que no hay bilateralidad posible con este Estado español neofranquista y represor. Y ello sólo deja dos salidas posibles al divergente: humillarse y asumir resignadamente «lo que hay», o rebelarse pacífica y democráticamente. Por cierto, como está haciendo ahora mismo una mayoría de la ciudadanía catalana con sus dirigentes políticos y sociales a la cabeza.

¿Ni con unos ni con otros? Por favor...

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