Makala (jóvenes vascos en el franquismo)
De la incertidumbre al ayer
Eran las primeras horas de la mañana del 22 de marzo, con tiempo lluvioso y frío. La estación se encontraba vacía y la cantina cerrada. Sólo algún viajero se acercó al andén cuando el altavoz anunció la llegada del expreso procedente de Barcelona.
Entre los viajeros que subieron al tren, un marino con su gran saco al hombro. El marino, que buscaba espacio y tranquilidad fue pasando de vagón a vagón, hasta encontrar un apartamento vacío de primera clase, y allí con su saco de almohada, estiró su largo cuerpo en el cómodo asiento.
Desde que subió al primer tren en Guillarey (Pontevedra) han pasado más de veinte horas, y este de Venta de Baños es el tercero, el que por fin le llevará a casa.
Son las tres de la madrugada y no puede evitar pensar que dos años de vida militar han terminado para siempre y esto, que parecía el objetivo deseado, ahora le hace sentirse confuso, inquieto.
Lleva todo el viaje pensando en lo mismo. Para evitarlo se plantea desarrollar un pequeño ejercicio de memoria, aunque es consciente de que esto supone una pequeña huida, un no querer afrontar el mañana.
Lo cierto es que hace tan sólo unos meses parecía que aquello no tenía fin, que estaría en el puente del barco para siempre. Ahora se da cuenta que allí se sentía protegido, seguro, dominaba la situación, era respetado y valorado. Ahora en cambio, de regreso a casa, todo era incertidumbre ante la nueva realidad que se aproximaba, llena de incógnitas.
Recuerda la llegada a Ferrol, después de día y medio de viaje. Cómo de entre el centenar de «peludos» que viajaban en el mismo vagón, procedentes de Gipúzkoa, alguien había previsto que en la estación estuviera esperando un donostiarra que recogió el dinero y carteras de todos los conocidos, pues los primeros días eran verdaderamente peligrosos. Fue sin duda una medida acertada, aunque la experiencia y el tiempo demostraron que el peligro en el cuartel era permanente.
El protagonista recuerda aquella sensación de impotencia y frío de la primera noche en el cuartel de Ferrol, al pasar horas desnudo entre duchas, peluqueros, uniformes y calzados de tallas que ni se aproximaban a la suya. Uniformes que una vez puestos, tanto disfrazaban que incluso los amigos resultaban irreconocibles.
Cómo olvidar el «Manual del Marinero», aquel librito que durante semanas resultó imprescindible memorizar para quienes quisieran salir del cuartel.
Y aquel cura castrense, encargado de los exámenes psicotécnicos, que se sintió ofendido porque advirtió que los de mayor formación académica se proclamaron analfabetos. Lo que interpretó, además de un insulto a su inteligencia, como una inadmisible falta de colaboración.
Recordaba con toda precisión, como si fuera algo reciente. Y no todo era desagradable en el cuartel. Por las mañanas, ya antes de salir a la explanada del muelle, se oían gritos de ¡Que me voy... que me voy. ! Eran «Loroño» y la «Churrera». El primero vendía de todo y la segunda unos churros que sin ser recientes, se agradecían.
Nuestro protagonista, un joven de educación religiosa, asiduo a los oficios de su parroquia, pronto se dio cuenta que en aquel cuartel no todos eran iguales. El aspecto uniformado acreditaba una igualdad formal, pero no era real. El comandante de la brigada, que era quien examinaba sobre el contenido del «Manual del Marinero», con los gallegos o quienes tenían apellido español, se limitaba a dos o tres preguntas, consideradas básicas. Pero si tenía dificultades para simplemente leer un apellido euskaldun, la cosa cambiaba mucho, tanto que hubo muchos que desistieron tras varios intentos, ante la dificultad que suponía aprobar.
Nuevo bautizo
La comida en el cuartel era absolutamente impresentable, y no sólo en lo concerniente a la higiene, pues había que llevarla desde la cocina al enorme comedor en «gabetas», unos baldes sin tapa, atravesando medio cuartel. Era el contenido lo peor. Dos platos básicos en el menú; Caldereta de «xurel» (chicharro) y tortilla de patata.
Eran trozos de pescado cocidos en una salsa roja, con una ristra de chorizos, incluida la cuerda. Una vez cortado el chorizo, explotaba mostrando su blanco contenido.
Las raciones de tortilla, grandes y gruesos triángulos, no tenían mal aspecto, pero sí una característica poco común. Si se cogían con el índice y el pulgar de uno de los ángulos, mantenían la rigidez, es decir, ni se rompían ni doblaban.
La alternativa era el «Hogar del Marinero», un bar grande que abrían sólo cuando daban la orden de haber terminado la cena.
Era difícil encontrar sitio y tampoco sobraba el tiempo. De todas formas la cena consistía en una faneca absolutamente tostada más que frita, un vaso enorme de vino clarete y otro de leche caliente.
Con esto se podía dormir, mientras no permitían salir del cuartel.
Cuando pasados los primeros días consiguieron salir fuera del cuartel, y a pesar de ser Ferrol una ciudad repleta de marinos, se sentía extraño entre personas vestidas de paisano. Pronto formaron una cuadrilla entre vascos y cántabros, paseaban intentando conocer todos los rincones –incluido cómo no– la «Escardilla», un barrio en forma de colina donde desarrollaban sus actividades las putas que frecuentaban los marinos.
Andaban de un lado para otro, pero eso sí, teniendo mucho cuidado en saludar a todo aquel que tuviera aspecto militar –incluidos los conserjes de hotel o entidades bancarias– pues no saludar a un superior podía suponer arresto.
Bebían buenos tragos de vino «riveiro» y terminaban cenando en el Lepanto, un bar acostumbrado a recibir muchos marinos, donde por veinte pesetas les daban un plato enorme lleno de patatas fritas, con un filete y dos huevos encima. Lo que obligaba a comenzar por abajo evitando que nada se cayera.
La vuelta al cuartel, después de jugarse al mus el «café completo» en el bar Miguel, se hacía bordeando una tapia del enorme recinto militar. Pero pasados los primeros días, ya alguno les desvió del camino y enseñó la casa donde había nacido Franco. Fachada en la que siempre podían observarse pegotes de mierda y plásticos, que era el envoltorio que se empleaba para arrojarlos contra la fachada.
No llevaba un mes en Ferrol, cuando un viernes, con la explanada del muelle llena con más de dos mil marinos formados, en medio de un silencio increíble, nuestro protagonista cometió su primer error considerable. Se daba la circunstancia de que todos los días y a la misma hora, pasaba a dos metros de donde él estaba en formación, una joven que trabajaba en la imprenta que había en el cuartel. Era una mujer joven y menuda, la que, al querer pasar inadvertida, evitaba sonaran sus pasos en aquel silencio.
Aquel viernes, al pasar junto a él, le susurró: «caminas como una mariposa». Lo cierto es que un suboficial próximo y del que no advirtió su presencia, dado el silencio escuchó la frase. Cuando hubo terminado el acto, llamado «Leyes Penales», el suboficial se dirigió al marino gritando como un energúmeno, «Le voy a hundir marinero, es usted tan largo e inútil como un chopo».
Ni qué decir tiene, que aquella tarde cenando en el Lepanto la conversación y las bromas eran en torno al «chopo». Tanto que uno de los marinos, natural de Torrelavega, al que llamaban «Centollo» – por lo colorado que siempre estaba – propuso que a partir de ese día, en la cuadrilla deberían llamarle «chopo». Inicialmente nadie estuvo en contra, pero uno añadió que chopo en euskara se decía «makala» y el cambio fue aceptado. Así fue como a nuestro protagonista le cambiaron el nombre.
Pasados unos días y coincidiendo con el semanal día dedicado a «trabajos de retén» y previo al de guardia militar, Makala comprendió el significado real de la amenaza con que el suboficial le increpó su desliz con la mariposa.
Todos los días que correspondía trabajos de retén, los responsables de dotación requerían en el sollado− estancia donde duermen − la ayuda de los marinos necesarios. Pues bien, a Makala, siempre le enviaba para trabajar con el «capitán de jardines», que no era otro que el responsable de la higiene de los maravillosos y abundantes retretes. En tres meses terminó siendo un verdadero experto.
La vuelta al estudio
Otro cambio, este notable, supuso para Makala el salto de Ferrol a Vigo, su entrada en la ETEA (Escuela de Transmisiones y Electricidad de la Armada). Allí el planteamiento era diferente, pues exigía una determinada dedicación intelectual. Aunque el inicio en la escuela fue penoso y degradante. Argumentando que el curso comenzaba pasados unos días y dado que a los alumnos no les podían imponer trabajos mecánicos, los tuvieron en la explanada del muelle, arrancando a mano las hiervas que nacían entre los adoquines. Fueron varios días durante muchas horas y sufriendo el calor del verano.
Vigo era una ciudad mayor y más vital que Ferrol. No estaba invadida de marinos, aunque eran muchos los que había, y además Makala tuvo la suerte de llegar en verano, época de fiestas.
De entre los muchos lugares en fiestas que visitaron aquel verano, quizá donde mejor lo pasaron fue en la Fiesta de la Sardina, en una arboleda próxima al «Pirulí» –centro del complejo sanitario de Vigo−.
Por varias razones, el ambiente sano y cordial, la música, los organizadores que invitaban una y otra vez a sardinas, pan y vino. Qué bien lo pasaron y qué bien merendaron. Ni Makala ni sus amigos habían encontrado nunca algo parecido. Todo bueno, en abundancia y además invitados. Para no olvidar.
El régimen interno de la Escuela tenía sus dificultades, pues aunque en principio no se esforzó lo más mínimo por llegar a ser telegrafista, cambió de opinión cuando se dio cuenta que si no aprobaba el examen semanal, no podía salir mientras no aprobara el siguiente.
Allí todo era nuevo, lo que no mejoró fue el rancho, aunque Makala era partidario de comer todo lo que consideraba comible, y si era necesario gastarse unas «pelas», lo complementaba en el mayordomo, con el socorrido plato de arroz con huevo y salchicha.
En este aspecto tenía suerte, pues su amatxo se portaba bien, ya que recibía alternando semanalmente, giro o paquete de comida.
El protagonista recuerda el temor a las guardias nocturnas en la punta del muelle, debido al desenlace mortal con un pescador que faenaba en la dársena militar, donde estaba prohibido.
El marino que no disparó al cuerpo sino al agua, tuvo la mala fortuna de que la trayectoria de la bala, tras pegar en la quilla atravesara el cuello del pescador. El marino fue arrestado y tres años después, seguía esperando que se celebrara el juicio, lo que suponía permanecer en la Marina sin licenciarse.
Otro recuerdo imborrable; se daba la circunstancia que en un pequeño manual que entregaban a los alumnos para conocer las instalaciones de la escuela, se podía comprobar que entre las 11.00h. y las 11.30h., no se podía estar en ninguna estancia de la escuela, lo que obligaba a los alumnos a esconderse. De ser vistos por los de la cocina, que salían «a la caza» el regalo eran siete paladas de patatas, para pelarlas.
En su ejercicio de memoria y pasado el tiempo, el protagonista admitía con benevolencia, incluso con una sonrisa todas aquellas penurias que en su momento tanto le enojaban.
De los cinco meses largos en aquella escuela, para el recuerdo tres momentos cumbres. El primero: la masiva intoxicación generada por una empanada de berdel –lo que supuso, además de interminables hileras con cientos de alumnos camino de la enfermería− el arresto hecho público, firmado por el director, para el oficial responsable.
El segundo: en todos los buques –sin excepción– y todas las dependencias de la Marina, cuando se oculta el sol, se arría la bandera. Donde hay mucha dotación, se incluye en el acto, el canto de la «Salve» marinera. Pues bien, en la escuela solía coincidir con el grupo de Makala, un oficial que la voz de mando la pronunciaba de manera muy especial, pues no decía «AR», sino algo fonéticamente similar a «CUA». Esta era la razón por la que le llamaban «el pato».
Una buena tarde y habiendo terminado el canto de la «Salve», de la formación en la que estaba Makala, alguien y antes de que el oficial diera su orden, se escuchó, «cua-cua».
El citado oficial se indignó tanto que exigió: «Quiero que ese cobarde de un paso al frente», pero nadie lo hizo. Ni entonces ni en la próxima hora.
Es más, el grupo de marinos, próximo a los cuarenta, permaneció en la explanada primero de pie y más tarde sentados, durante toda la noche.
Terminada la cena, el oficial volvió y al verlos sentados ordenó que se pusieran de pie y firmes, pero al ver que no era obedecido, extrajo su pistola de la funda y apuntando a unos y otros, caminó de un lado a otro dando gritos de impotencia, hasta que se puso a llorar y se fue.
A la mañana siguiente, cuando a plena luz del día, llegaron quienes debían izar a bandera, el oficial que iba con ellos, les ordenó fueran a desayunar, con lo que el incidente se dio por finalizado.
El tercero: menos sonoro pero más rotundo. En los días previos al 18 de julio, se había rumoreado en la escuela que en un acto a celebrar en el frontón Anoeta de Donostia, y que sería presidido por Franco, actuarían el famoso grupo vocalista «Los Plahters», y un dantzari muy conocido, amigo de varios alumnos.
Cuando se supo que el acto sería televisado, el grupo de vascos preparó una cena «elegante» en un bar de Chapela –cerca de la escuela– que era regentado por un donostiarra del barrio de Loiola, al que acudían con frecuencia, ya que trucaban lo que pescaban en la ría, a cambio de la cena.
Llegado el día, no consiguieron el «franco de salida», en las tres veces que acudieron a pasar revista para salir. Tras una pequeña reunión, llegaron a la conclusión de que la situación no era casual, sino intencionada, lo que, les llevó a tomar una decisión arriesgada.
Formaron un pelotón de vascos y catalanes que atravesó en formación toda la escuela, hasta –mintiendo haber entregado la documentación– conseguir salir del recinto militar.
El peligro real vino a la vuelta, en cómo entrar, porque la única posibilidad era el muro adornado con cristales. Hubo quienes entraron avanzada la noche, sangrando de brazos y piernas, mientras otros lo hicieron ya de día, dentro de un camión de víveres.
Vigo hermosa ciudad
Aquel verano de 1964 para Makala fue bastante sencillo, se sentía cómodo, incluso bien podía decir que fue enriquecedor, pues supuso para él una cierta estabilidad, no sólo en cuanto a su adecuación a la vida militar dentro de la Marina, también a nivel personal.
Un día y para sorpresa de todos, el Jefe de Estudios de la escuela, se acercó a la cuadrilla de Makala en plena explanada y les invitó a que le siguieran, pues quería hacerles una propuesta.
Les llevó a una sala pequeña de uno de los edificios y allí les habló de su intención de preparar un festival de fin de curso, para lo que contaba con la participación de un coro vasco.
Les ofreció el edificio «Marconi», que era una casa preciosa muy próxima al muro que circundaba la escuela. Les dio la llave y les pidió que ensayaran.
Al principio no les pareció mal, pero sí un poco raro, de todas formas pronto observaron que una de las ventanas de la casa coincidía con una gran higuera que se apoyaba en el muro, lo que posibilitaba pasar al otro lado sin ser vistos. Por tanto, utilidad tenía y la aprovecharon.
Mucho antes de final de curso arrestaron a Chispas por pasar fuera del recinto militar a una playa contigua, lo que hacían muchos marinos sin que a ninguno hubieran arrestado nunca. Esto enfadó mucho a Makala y sus amigos y se plantaron ante el Jefe de Estudios. No aceptaban que les pidieran colaboración y a cambio recibir hostigamiento, a lo que el Jefe de Estudios respondió que se encargaría del asunto. Conclusión, Chispas estuvo un mes arrestado y no hubo coro vasco, ni fiesta de fin de curso.
La inercia de los días no le suponía dificultad alguna, hacía nuevos amigos, también adquiría conocimientos y visitaba nuevos lugares. De todas formas, de noche en la litera, acudían a su mente la familia, sus hermanos – sobre todo la pequeña – la amatxo, el aita, los estudios, la cuadrilla, incluso alguna chavala con la que desde que la conoció se sintió a gusto.
Todo aquello quedaba tan lejos, en ocasiones se extrañaba de cómo pasaba el tiempo sin acordarse de nadie. Incluso sentía remordimiento cuando recibía cartas de la familia o amigos, quejándose de que no escribía. Pero era cierto, se estaba adaptando a una vida en la que los recuerdos se iban alejando, y eso le preocupaba, y mucho.
Cuando eran «franco de salida», es decir, cuando tenían permiso para salir, el desplazamiento de la escuela a Vigo, lo hacían en tranvía. Unos tranvías muy parecidos a los que Makala conoció en Donostia en su niñez. Cogían el tranvía en Los Caños y en ocasiones –las más– bajaban en la Puerta del Sol, y en otras seguían hasta el final del trayecto, en Bouzas, donde el tranvía no daba la vuelta, sino que el conductor lo hacía desde el otro extremo del tranvía.
Una curiosidad de este tranvía; resultó para sorpresa de todos, que una vez pagado los billetes, el cobrador, en los cambios que devolvió incluyó varias monedas de un «real», es decir de veinticinco céntimos. Monedas que en Euskal Herria hacía muchos años estaban fuera de circulación. Allí siguieron siendo vigentes durante todo el tiempo que permanecieron en Vigo.
Riqueza de la ría
Poco a poco la cuadrilla habitual del inicio, se fue reduciendo y quedaron cuatro amigos: Txispas, Karraka, Grasas y Makala.
Cuando decidían bajar en la Puerta del Sol –la mayoría de las veces– txikiteaban por los bares de la piedra y los cercanos a los muelles, para terminar, cenando en un bar llamado «Bar y Peluquería Vincios», que estaba cerca de la sastrería Cívico Militar –donde compraban los galones y distintivos que portaban los marinos− y también próximo al cine García Barbón.
Era curioso, a la altura de la acera estaba la peluquería y en el sótano el bar. La cena siempre empezaba con el mismo plato, mejillones al vapor, que eran extraordinarios. Servían un plato enorme, con un limón y un bollo de pan.
Este bar también era frecuentado por marinos americanos, con los que en principio no hubo problemas, es más, en alguna ocasión al finalizar la cena y cuando Makala y sus amigos empezaban a cantar, terminaban haciéndose fotografías juntos.
De todas formas, cuando llegaba a Vigo algún barco de la Marina americana, se notaba mucho. Y no sólo porque eran grandes y entre ellos había muchos negros, sino porque era raro ver alguno que no estuviera borracho.
Se excedían en todo y con todos. Era frecuente verlos –por citar un ejemplo– en la puerta del Círculo Mercantil negando o dificultando el acceso a quienes pretendían entrar.
Algo parecido hacían en bares y comercios. Para Makala y sus amigos, que en más de una ocasión habían coincidido con mejicanos y portorriqueños, la razón de su comportamiento se basaba en la mentalización inducida de la que eran portadores. Cuando llegaban a puerto y pisaban tierra, fuera la que fuera, la consideraban suya, sólo suya. Actuaban como lo que les decían que eran, hijos del imperio.
Cuando decidían continuar hasta Bouzas –al otro extremo de Vigo– solían merendar docenas de estupendas sardinas, en un bar enorme y muy antiguo que estaba al final, en la misma orilla de la ría.
En otras muchas ocasiones y aprovechando la bondad del verano, también bajaban a Chapela y allí intentaban pescar lubinas en las bateas de la ría con un fusil de gomas, propiedad de Txispas. El agua en la ría de Vigo es muy fría, incluso en verano. Se turnaban para pescar, pues no se podía estar mucho tiempo buceando por el frío.
Mientras uno buceaba con el fusil, los otros lo intentaban con caracolas, quisquillas y nécoras. El agua estaba limpia, el problema era que sujeto a las columnas que formaban los mejillones, el que estaba con el fusil buceando, veía pasar muchos «corcones» pero pocas lubinas.
Lo cierto es que pasaban una buena tarde, sobre todo Karraka, que siempre nadaba hasta una roca a media ría y allí se hinchaba a comer lapas crudas.
Por cierto, que en el bar de Chapela donde cenaban a cambio de lo que pescaban en la ría, el dueño les ofreció la posibilidad de guardar la ropa militar en el desván y así poder cambiarse de paisano. Cosa que hicieron en cuanto pudieron, aunque lo cierto era que bastaba mirar a la cabeza para saber que eran marinos.
En la cuadrilla había un» Bermeano» que tocaba el acordeón, que incluso había competido en campeonatos de Bizkaia, y cada vez que entraban en la Piedra y pasaban por un bar en el que un hombre ciego tocaba el acordeón, se quedaba con las ganas de pedirle que se la dejara un rato, pero no se atrevía. Un día por fin se atrevió a pedirle el instrumento y el ciego accedió. El resultado de la media hora que estuvo tocando fue que se llenó el bar y que el ciego hizo más caja que nunca.
A partir de aquel día, bastaba con entrar en el bar para que le pidiesen que tocara, cosa que el ciego y el Bermeano aceptaban a gusto. Incluso en ocasiones el de la barra les invitaba la ronda.
Se daba la circunstancia que en ese mismo bar, pero un par de horas más tarde, una mujer gitana, preciosa – el día que le daba fuerte a la ginebra – tenía por costumbre bailar sobre una mesa, algo parecido a lo de los «siete velos».
La mujer, que de verdad era preciosa, además de exhibir sus muchas y poderosas razones, con lo que todos estaban encantados, lo cierto era que terminado el baile y mientras todos aplaudían con fervor –para frustración de algunos – la mujer desaparecía sin dejar rastro.
En la vida dentro de la escuela había momentos verdaderamente agradables. Un día a la semana era obligatorio el baño en la dársena del puerto de la escuela. Hacían dos grupos, a los que afirmaban no saber nadar, les daban un flotador y se metían en la orilla de la rampa del muelle, los demás nadaban libres.
Siendo como era, un lugar en el que no se permitía la práctica de la pesca, de hecho, se había convertido en un refugio natural, lo que suponía abundancia.
La cuadrilla de Makala se dividía en dos grupos que turnaban. Los que nadaban, a base de bucear cogían cangrejos y nécoras, que una vez terminado el baño llevaban en las manos. Los de la orilla cogían unas almejas grandes y negras –que eran riquísimas– y que, una vez terminado el baño, guardaban dentro del bañador, en la parte que hace de calzoncillo. Esto suponía que terminado el baño y cuando volvían en formación a las duchas para cambiarse, el ruido que hacían al caminar «jis-jas-jis-jas» las almejas, era más que notorio, pero nunca surgió el más mínimo incidente.
Si me da la memoria, quizá continúe los pasos de Makala.
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