Xavi Alcalde

Mandela y la reconciliación

Reconciliación es la palabra por la que se conoce y se reconoce a Nelson Mandela en todo el planeta. Es por ella por la que ha pasado a la historia hasta el punto de que la ONU en 2009 dedicó un día internacional a su persona.

Mandela, pues, se hizo mundialmente famoso porque supo hacer las paces, supo perdonar y reconciliarse con sus enemigos, con aquellos que habían diseñado y llevado a cabo el sistema racista del apartheid. Ahora bien, quizás procede analizar también el otro lado, es decir, aquellos que se reconciliaron con él, que fueron muchos. Por ejemplo, los conservadores británicos, que consideraban el ANC (Congreso Nacional Africano ) «la típica organización terrorista». De hecho, hasta 2008 estuvo en la lista de organizaciones terroristas de EEUU.

En este sentido, Amnistía Internacional nunca lo consideró un preso de conciencia, aunque en 2006 sí que lo nombró embajador global de conciencia. Y es que hubo un período en que Mandela abrazó la lucha armada. Él, que había sido un firme partidario de las acciones de desobediencia civil noviolenta –aunque en sus memorias reconoce que no la practicó por motivos éticos, sino porque creía que podía ser efectiva–  activó la lucha armada desde la clandestinidad. Para justificar su decisión solía usar un proverbio africano: Los ataques de la bestia salvaje no se pueden evitar solo con las manos desnudas.

Mandela, en sus memorias, también afirma: «Yo, que nunca había sido soldado, ni combatido en ninguna batalla ni disparado a un enemigo, tenía la tarea de iniciar un ejército». En numerosas ocasiones señaló que había tomado esta decisión después de un largo proceso de reflexión política y, fundamentalmente, porque se había convencido de la inutilidad de la lucha pacífica contra el apartheid. Algo deberían aprender de esta historia quienes permanecen impasibles ante movilizaciones masivas noviolentas.

Después de dejar la presidencia de Sudáfrica, Mandela se dedicó, entre otras actividades, a defender la causa de los derechos humanos en todo el mundo. Se unía así a una larga lista de sudafricanos activos en este campo, como Kader Asmali, Brian Currin, John Dugard, Nicholas Haysom, Barney Pityana, Desmond Tutu o los escritores Antjie Krog y Breyten Breytenbach. Entre todos ellos, la pimpinela negra –como es conocido Mandela–, siempre destacó con luz propia. Ahora bien, ello no fue tanto por su rechazo de la violencia como forma de resolver los conflictos a un nivel abstracto, atemporal, ageogáfico o ahistórico, sino por el proceso de maduración que le llevó a aceptar la necesidad de reparación y, sobre todo, el reconocimiento de las violaciones de derechos humanos llevadas a cabo por todas las partes.

Un proceso que, al necesitar la participación de sectores enfrentados, hacía imprescindible la existencia de uno similar en sentido opuesto. El caso de Mandela, sin embargo, no es único. Después del proceso de paz sudafricano y su posterior paso por el gobierno, antiguos partidarios de la lucha armada se convirtieron en mediadores en diferentes conflictos, aportando experiencia, credibilidad e incluso, legitimidad.

Recordemos, por ejemplo, a Ronnie Kasrils, autor del clásico Armed and Dangerous (‘Armado y peligroso’ en edición castellana de Txalaparta). O al mismo Mandela en el caso de Burundi. Y es que en la historia no hay buenos sin mácula y malos sin esperanza de redención. En esta tonalidad de grises y con un pelo de incorrección política, debemos reconocer que el terrorista de hoy puede ser el Mandela de mañana. Y mientras los analistas y opinadores siguen preguntándose cuándo surgirá un Mandela en el conflicto kurdo, en el Sáhara Occidental, en el País Vasco o en Palestina, quizás no son conscientes de que probablemente existen ya, olvidados en las cárceles de hoy por la miopía derivada del mirar exclusivamente al pasado, sin atender a la visión que debería guiarnos en el futuro.

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