Josu Iraeta
Escritor

Mensajeros

Las ideas impuestas se inculcan de manera tan hábil en la conciencia, que la gente comienza a considerarlas fruto de su propio trabajo intelectual, de su profunda convicción ideológica.

Parece ser que aquello que durante largos años fue un «mal» que afectaba en exclusiva a los entornos sociales y políticos próximos a la «izquierda abertzale», se ha extendido de forma alarmante y notoria al resto de la familia nacionalista. Porque, si uno se ciñe a los pronunciamientos oficialmente públicos de diversas instituciones y fuerzas políticas, es preocupante y grave la toma de posición de gran parte de los informadores en el Estado español.

La gravedad del tema evidentemente no es coyuntural, sino que corresponde a una concatenación de intereses político–económicos de larga tradición. En este conflicto añadido –que repito no es nuevo–, hay un elemento absolutamente prostituido, que es utilizado de manera indigna y que sirve para ocultar objetivos que poco tienen que ver con lo que llaman «Estado de derecho». Este elemento no es otro que la paz, una paz que «algunos» no consideran en absoluto vinculante, ya que ellos hubieran querido «otra» y no esta.

La paz, que no es simplemente una palabra, ni tampoco una situación. Es más, si se mira dialécticamente, no es siquiera lo contrario de la guerra. Es un producto de las mismas condiciones políticas, sociales e ideológicas que engendran el enfrentamiento.

Porque, la verdadera opción en la sociedad consiste en cómo se comportan las mujeres y los hombres en el contexto de una situación agravada en el tiempo, como lo es la nuestra. Por ahí debiera empezar la información honrada y veraz.

En el plano práctico, esto no siempre es fácil. Si se pregunta qué debe hacer el informador respecto a la paz, la respuesta es bastante sencilla. Debe escribir sobre ella lo mejor posible y esforzarse en su actividad para contribuir a la defensa de la misma.

Sin embargo, en los últimos cuarenta años, no he escuchado a un informador-periodista decir «voy a escribir un artículo sobre la paz», para luego sentarse ante la mesa y con su pluma, o el ordenador, desarrollar el tema.

Si así lo hiciera, lo probable sería que no lo publicaran. Porque no se trata de que el informador se satisfaga a sí mismo, ni siquiera de cumplir con un deber más o menos abstracto.

La mayor parte de los editores ni siquiera terminarían de leer ese artículo. Y es que hoy, la información que satura periódicos, revistas y resto de medios de difusión, es considerada casi exclusivamente como mercancía, y la paz, créanme, no cabe en este tipo de aritmética.

En este conflicto de intereses económicos es importante buscar las causas sociales y políticas que hoy distorsionan –tan peligrosamente– la verdad del presente que vivimos los vascos.

Muchos informadores no meditan en cuestiones políticas y muchos de los reflexionan, están desorientados. También hay demasiados informadores francamente reaccionarios, por eso, entre unos y otros existe una importante confusión política.

No son un grupo una sola idea, pero en algo sí que la mayoría coincide: no cuentan lo que ven, no dicen lo que oyen, lo que hacen es interpretarlo. Ahí está el mal, pues la interpretación de los hechos debe ser patrimonio exclusivo del receptor, de la sociedad, y nunca del informador.

Esa frase tan sibilinamente acuñada de «la culpa siempre es del mensajero», muchas veces no es sino una careta, un disfraz que oculta posicionamientos poco defendibles ante la opinión pública.

El que el informador colabore con sistemas de manipulación de la conciencia colectiva, para generar situaciones en las que las personas proceden «como lo exige la sociedad democrática», sin darse cuenta que estas exigencias vienen dirigidas desde los centros que trabajan para los poderes «reales».

El participar en la manipulación y aprovechamiento de la teoría y sociología de la comunicación, la psicología social y las técnicas de sondeo de opinión, no sólo para conocer, sino para influir en la opinión pública.

Hay quienes reducen el ejercicio de su profesión como informador a que las ideas y conceptos que convienen a los sectores dominantes sean reproducidos hasta el punto de que la propia mentalidad de la persona se ahoga en ellas.

Las ideas impuestas se inculcan de manera tan hábil en la conciencia, que la gente comienza a considerarlas fruto de su propio trabajo intelectual, de su profunda convicción ideológica.

Los núcleos de poder del Estado español, a través de los monopolios editoriales con los que colaboran, están intentando «programar» cada vez con más dureza, la conducta de los diversos niveles de la sociedad, introduciendo sólo aquella información que considera conveniente.

Lo que estoy exponiendo no es otra cosa que una programación psicológica, que tiene por objetivo «la modificación violenta de la conducta» que ante la convivencia en paz que se está conformando –no sólo en la sociedad vasca– también en la española.

Es evidente que no necesitan sustancias sicotrópicas, les basta con sobredosis de palabras e imágenes que inciden en la siquis de las personas.

Por ello pregunto: ¿cómo puede autodefinirse como un frágil «mensajero» quien colabora con estos objetivos? Opino que el correr de la pluma por el papel debe tener, no sólo cierto valor comercial, también un necesario valor ético y moral. ¿O quizá, no tanto?

Recherche