Angel Rekalde

Museo Nacional de Historia

En esa lista de lumbreras que propone Anasagasti no existe Navarra, ni otras referencias políticas: fueros, monarquías, rebeliones, batallas tan cruciales como las de Orreaga o Noain. Tampoco encuentro en su imaginario ecos de Iparralde.

¿Gol in extremis? –pregunta el reportero al futbolista–.
¡No hablo catalán!

El artículo de Iñaki Anasagasti («¿Cuándo tendremos un Museo Nacional de Historia?». "Deia") me ha sumido en la misma perplejidad que esta perla que nos ofrecía la prensa futbolera hace unos días. El senador del PNV hace un repaso a una serie de datos y referencias históricas para poner sobre la mesa la necesidad de un museo que cumpla una función similar a la del Museo de Historia de Cataluña, que aquí no hemos sabido organizar. «Quizás por falta de visión identitaria e histórica así como de valentía». No dudo de la buena voluntad del senador Anasagasti (como tampoco achaco la salida de pata de banco del deportista a un anticatalanismo o una xenofobia hispana, por mucho que los haya), ni que su propuesta sea una buena idea, positiva y sincera. Pero en sí misma encierra tanto prejuicio, tanto despiste, tanta intoxicación del relato hispánico, que me hago cruces ante la perspectiva de imaginar cómo se materializarían las ideas de esta inteligentsia vasca (y creo que Iñaki Anasagasti es un buen representante, cualificado, de la misma).

De entrada, una reflexión que alude a la historia de nuestro pueblo se inicia –y contextualiza– con las «barbaridades» de ETA. No con el bombardeo de Gernika, ni con los excesos y engaños de la Transición, ni con el genocidio de nuestra cultura (Xabier Irujo dixit –no es catalán, aviso–), ni con las fosas y fusilados del 36, ni con las venganzas contra la población en las carlistadas, o las innumerables represalias de la conquista de Navarra, o los divertidos procesos de la Santa Inquisición en la caza de brujas... ¡No! Aquí la violencia codificada y sufrida por la población vasca se resume en ETA. ¡Gol en Estremera!, por citar la residencia actual de algunos catalanes que nada tienen que ver con ETA.

Y sin embargo me uno a la propuesta de Anasagasti, que alude a la urgencia de que conozcamos nuestra historia. Lo decía Chesterton: «El inconveniente de los hombres que no conocen el pasado es que no conocen el presente». Y así nos va. La sugerencia de un museo nacional de la historia vasca es no sólo oportuna, sino imprescindible. Perentoria. Una institución que ya llega tarde. La propia nota de Iñaki Anasagasti es un indicio preocupante de nuestra indigencia. La necesidad de una narración bien formulada (con medios que nuestra sociedad tiene de sobra) que supere esa visión miope y cretina de «país de tribus y territorios» es sangrante. Siempre nos definimos en fórmulas matemáticas, fragmentarias: hirurak bat, zazpiak bat, dos estados... Precisamos un relato que nos presente como un sujeto en la historia, que nos narre como una colectividad que se ha defendido –y hay buenas muestras de ello, desde batallas hasta ruinas de castillos en abundancia–, que se ha organizado en un Estado que suscitó (aunque fuera «in extremis») la admiración universal de Shakespeare. Un sujeto histórico que ha generado una tradición única y múltiple, que se ha dotado de leyes originales y propias, que habla una lengua fascinante, que canta y danza por encima de las montañas, que ha surcado los mares, que produce en una cultura del trabajo con una larga y fructífera trayectoria...

Podríamos seguir. Pero, que al mencionar nuestras figuras históricas el senador se decante por la ristra de nombres que cita, también nos da pistas de hasta qué punto estamos en la higuera. Unamuno, san Ignacio (de Loiola), la monja alférez, Elkano... ¿No podía haber sugerido la lista de los reyes godos? Lo digo porque no se me ocurre una lectura más española. Parece que en nuestra historia son importantes los que nos reconocen en España; los que han hecho fortuna en el imaginario hispánico; aquellos que por una razón u otra son grandes, universales, santos, filósofos... en la gloria nacional española. Me asombra el senador. ¿Por qué no cita a Sabino Arana, a Txaho, a Jose Antonio Agirre, a Zumalakarregi, a Eneko Aritza, a Margarita de Navarra...? ¡O incluso al cura Santa Cruz! ¡Ya! Ya sé que este era un cura trabucaire. ¡Y qué! Los españoles ya revindican al Cid, bastante más impresentable, y a los reyes católicos, y al genocida Espartero, o al racista Cánovas del Castillo... Y no se les caen los anillos.

Curiosamente, en esa lista de lumbreras que propone Anasagasti no existe Navarra (aunque fue el nombre de nuestra tierra durante siglos, su reino independiente), ni otras referencias políticas: fueros, monarquías, rebeliones, batallas tan cruciales como las de Orreaga o Noain. Tampoco encuentro en su imaginario ecos de Iparralde, más allá de una fugaz mención a Cassin o Ravel, como de tapadillo, de vergüenza. De verdad, ver a la monja alferez (si es que existió), militar en el ejército imperial, absolutamente irrelevante en nuestra historia nacional, a la altura de estos nombres –y junto a tantas ausencias– desalienta lo suyo.

En resumen, con todo el respeto a la buena voluntad del senador Anasagasti, y con la aceptación de la idea que propone, reconozco que me hundo en la perplejidad de ver cómo nos siguen metiendo goles in extremis. Por ignorancia. Por aculturación. Por visiones parciales y parcelarias de nuestra identidad. Por desmemoria histórica. Con estas objeciones, en todo caso, Iñaki, me uno a su propuesta.

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