Raúl Zibechi
Periodista

Narco y megaobras: dos caras de la acumulación por despojo

Las imágenes difundidas por el diario mexicano "La Jornada" el 24 y 25 de setiembre, que ilustran sendos reportajes de Hermann Bellinghausen, son una muestra cabal de la proliferación de estados fallidos en América Latina. En ellas puede observarse una columna de camionetas con hombres armados pertenecientes al cártel del Sinaloa (similares a las que exhibe el ISIS o Estado Islámico), ingresando en un pueblo cercano a la frontera de Chiapas y Guatemala, siendo vivados por la población.

La región está siendo disputada por dos carteles –Sinaloa y Jalisco Nueva Generación– que pelean por el control de territorios, rutas y pobladores, a quienes obligan a instalar retenes en broncas que «se mezclan con añejas diferencias territoriales y hasta religiosas».

La ciudad de San Cristóbal de las Casas forma parte de un corredor para el tráfico de drogas y migrantes que arranca en la frontera y se dirige hacia el norte. Ese corredor es el centro de una disputa que se viene agravando por la gigantesca oleada de migrantes centroamericanos, haitianos y venezolanos, donde se pueden encontrar también afganos y de otros países asiáticos. Ellos «constituyen una mercancía más para los delincuentes», dice el citado reportaje.

La diócesis de San Cristóbal emitió un documento titulado «Chiapas, desgarrado por el crimen organizado», que denuncia que «los grupos delincuenciales se han apoderado de nuestro territorio y nos encontramos en estado de sitio, bajo psicosis social con narco bloqueos, que usan como barrera humana a la sociedad civil».

La diócesis denuncia también que «el silencio de las autoridades pone en riesgo la integridad humana y nos demuestra un estado fallido y rebasado y/o coludido con los grupos delincuenciales, desde los fiscales municipales y regionales, presidentes municipales, el gobierno del Estado y federal». Aseguran los religiosos la existencia de desabasto por el cierre forzado de mercados, lo que agrega incertidumbre a la ya compleja vida cotidiana.

Un grupo de seis organizaciones sociales del sur mexicano y de Centroamérica, de derechos humanos, apoyo a migrantes y de educación popular, aseguran que la población se encuentra atrapada en la violencia en los dos últimos años, con limitaciones para circular, alterando el ciclo campesino, en «un intento de total sometimiento y silenciamiento de la población, la cual está constantemente amenazada, en medio de la complicidad de autoridades municipales, ante las que no se tiene confianza para pedir apoyo y denunciar» (https://goo.su/wkVauh).

El presidente Andrés Manuel López Obrador minimizó la gravedad de los hechos y dijo que quienes difunden las imágenes son «conservadores», aseguró que «no hubo muchos muertos» en esa zona y que no es «un asunto general» sino regional que «ya se está atendiendo». En la misma tónica, días atrás defendió al Ejército en su disputa con los padres y madres de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa.
Creo que es necesario un análisis que vaya más allá de cuestiones puntuales para adentrarnos en las razones estructurales de lo que viene sucediendo en amplias partes de México, en Centroamérica, Haití y cada vez más regiones de Sudamérica.

En primer lugar, debemos entender el crimen organizado como parte del modelo económico que denominamos acumulación por despojo o robo. La minería, los monocultivos, las grandes obras de infraestructura como el Tren Maya y la especulación inmobiliaria, tienen en común la apropiación de los bienes comunes como la tierra y el agua para convertir la vida y la naturaleza en mercancías.

El crimen hace exactamente lo mismo, tiene la capacidad de traficar con todo lo que encuentra (desde personas y órganos hasta sustancias ilegales o productos naturales), haciendo uso y abuso de la violencia más descarnada. El Estado y las empresas transnacionales también la utilizan, pero son más vulnerables como lo demuestra el caso de Berta Cáceres.

El crimen organizado es el capital en estado puro, sin las limitaciones que le imponen las organizaciones de los trabajadores. Por eso, su objetivo es el sometimiento total de las poblaciones; por eso utiliza el terror, para robarles con más facilidad y con total impunidad.

En segundo lugar, los Estados trabajan junto al crimen. No lo combaten, no lo enfrentan. Como denuncian las diócesis y múltiples estudios académicos y reportajes periodísticos, el crimen no puede prosperar sin el apoyo de los aparatos armados (policías y militares), de los estamentos institucionales (desde los municipios hasta los gobiernos nacionales o federales), sin la complicidad del aparato judicial y sin que los medios se empeñen en ocultar el trasfondo de estas convergencias.

Esta colaboración crimen-estados se ha convertido en un rasgo estructural del capitalismo, por lo menos en América Latina, que ya no depende de qué fuerzas políticas ocupen el gobierno. Por un lado, el capital financiero se comporta de modo criminal y, por otro, el crimen organizado sigue la lógica de la acumulación por despojo, que es el modo como funciona el capitalismo actual. No son idénticos, pero no tienen problemas en hacer alianzas y colaborar porque portan el mismo ADN: las ganancias y la acumulación de cualquier modo.

En tercer lugar, el crimen organizado tiene los mismos enemigos que el capital financiero: los trabajadores, los sectores populares, indígenas y negros, los migrantes y las mujeres pobres. Este es otro factor que alienta la convergencia de intereses. Los militares en Chiapas no mueven un dedo contra el crimen, pero han cercado a las bases de apoyo zapatistas y alientan al crimen para que las ataque.

Los movimientos antisistémicos aún no hemos encontrado los modos de afrontar la alianza Estados-capital financiero-crimen organizado. En los territorios de los pueblos es una fuerza muy poderosa ante la cual no sirven los viejos modos de lucha y de organización. El tiempo dirá si podremos superar las limitaciones para afrontar esta nueva realidad.

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