Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro
Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL)

Neofascismo y derechos humanos

Las élites, los gobiernos y las instituciones económico-financieras no solo están eliminando y suspendiendo derechos, también están reconfigurando quiénes son sujetos de derecho y quiénes quedan fuera de la categoría de seres humanos

La democracia liberal-representativa y sus instituciones transitan por espacios cada vez más alejados de los verdaderos conflictos globales que se mueven entre la vida y la muerte. El capital y las empresas transnacionales se han lanzado a la destrucción de cualquier derecho que impida la mercantilización a escala global. Si las élites quieren mantener y seguir aumentando sus beneficios, las prácticas contra las personas, las comunidades y la naturaleza se van a ir extremando.

Esta tendencia se desarrolla y evoluciona de manera diferente según los países, tiempos, territorios y formas concretas de llevarse a cabo. Pero, nos preguntamos, ¿es solo una mera desviación temporal y coyuntural del sistema democrático con tintes autoritarios? O, por el contrario, ¿se está apuntalando un nuevo espacio neofascista cada vez más institucionalizado y generalizado?

No hay duda de que este espacio no es el mismo de los años treinta o cuarenta del siglo pasado, ya que ahora se vincula con la crisis civilizatoria que atravesamos. En 1933 el Partido Nazi alcanzó el poder por la vía electoral y en apenas dos meses construyó una dictadura.

El neofascismo actual se diferencia del fascismo clásico en que puede convivir, al menos por el momento, con las instituciones representativas del modelo liberal y con las instituciones jurídicas del Estado de Derecho. Eso sí, vaciadas de contenido y reenviadas a la esfera estrictamente formal. No se necesita sacrificar las contiendas electorales para ir construyendo una arquitectura política sostenida en ideas neofascistas, ya que se genera desde entes privados y desde el poder corporativo. Se trata de aprobar y constitucionalizar una serie de límites no negociables por la soberanía popular.

Con todo ello, las instituciones que emanan de la democracia liberal ya no resultan funcionales a los intereses de las élites, y eso abre nuevos espacios de poder y arquitecturas institucionales muy alejadas de los principios democráticos.

La crisis civilizatoria actual conlleva un endurecimiento en la manera de ejercer el poder, pero no puede calificarse automáticamente como fascismo. Son múltiples los ejemplos de endurecimiento de los modelos formalmente democráticos, como es el caso del Estado español con Catalunya o con el encarcelamiento de los vecinos de Altsasu. En Estados Unidos, donde también son habituales los abusos autoritarios, destaca el millón de personas migrantes detenidas en la frontera sur en el último año, lo que genera serias dudas sobre si estas detenciones racistas y a personas pobres son un mero exceso antidemocrático o caminan hacia algo mucho más complejo.

Lo que resulta relevante es relacionar y contextualizar, en el marco de una nueva dinámica global, hechos que el poder político-económico califica como supuestamente aislados y excepcionales. La política de exterminio del Estado de Israel contra el pueblo palestino. Las violaciones de los derechos de las niñas y niños indocumentados en los centros de detención de EEUU. Las 35.000 personas muertas y desaparecidas en el Mediterráneo en los últimos 25 años –otras fuentes hablan del doble– y el cementerio clandestino de personas migrantes en el desierto del Sáhara de dimensiones incalculables. No son hechos aislados, se cruzan y responden a una lógica global que se configura como un nuevo espacio neofascista, que destaca por su institucionalidad y su construcción escalonada y cada vez más articulada.

En este marco, tolerar lo éticamente intolerable pasa a formar parte de los núcleos centrales de la práctica política. A la vez que la soberanía popular se difumina ante la armadura institucional, el necrocapitalismo –situar la muerte en el centro de la gestión económica y política, no exclusivamente en sus efectos– aparece como categoría global que lo justifica.

En una versión clásica del fascismo estaríamos hablando de una supresión total de los derechos y libertades, y de un ataque generalizado a la disidencia. Y de la industria de la muerte.

En estos momentos no estamos en ese escenario, pero no resulta extraño sostener que el autoritarismo extremo está dando paso a un nuevo espacio neofascista donde determinadas prácticas se convierten en regla y no en excepción.

Algunas prácticas afectan a la propia configuración de los derechos humanos, como la necropolítica: dejar morir a miles de personas racializadas y pobres. La fragmentación de derechos según las categorías de personas, las prácticas racistas y heteropatriarcales, los tratamientos excepcionales a determinados colectivos, la trata de seres humanos, las deportaciones en masa.

Otras destruyen en bloque los derechos de las personas, los pueblos y la naturaleza. Es el caso de la crisis climática y la destrucción de los ecosistemas, los feminicidios de mujeres y disidentes de género, los campos de concentración de pueblos, la persecución y eliminación de la disidencia, el endurecimiento de usos coloniales y guerras de destrucción masiva.

Están, por último, las que afectan al núcleo central de los derechos colectivos. Como la apropiación de los bienes comunes, la consolidación de la precariedad en el núcleo constituyente de las relaciones laborales, la reorganización neoliberal de la producción y la reproducción, las expulsiones de millones de personas de sus territorios porque las grandes corporaciones se apropian de sus tierras y bienes naturales.

Las élites, los gobiernos y las instituciones económico-financieras no solo están eliminando y suspendiendo derechos, también están reconfigurando quiénes son sujetos de derecho y quiénes quedan fuera de la categoría de seres humanos. Esto va más allá de la consolidación de la extrema derecha en términos electorales, ya que la feudalización de las relaciones económicas, políticas y jurídicas está colonizando la arquitectura institucional de las democracias representativas.

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