Eider Plaza

No es un caso aislado: así se maltrata la esperanza en la sanidad pública

A mi padre le dio un ictus el sábado a la madrugada. De repente. Así, como llegan estas cosas. Lo ingresaron en la unidad de ictus de la sanidad pública. Estoy agradecida por la atención, sí, pero también vi con mis propios ojos lo que tantas veces se denuncia y tan pocas veces cambia: enfermeras desbordadas, equipos agotados, recursos al límite. Profesionales que dan todo lo que tienen, en condiciones que no deberían ser aceptables.

Cada día que pasa en el hospital, mi padre recibe la visita de varios neurólogos. Una de ellas duda en mandarlo a rehabilitación. No porque no la necesite, no. Duda porque la rehabilitación está saturada. Le recuerda que tiene otra enfermedad (un parkinson con demencia por cuerpos de Lewy) y que quizá no merece el esfuerzo. Y entonces, ¿qué hacemos? ¿Lo dejamos en una silla de ruedas, sin rehabilitación? ¿No vamos a intentar hacer nada? La neuróloga calla, no contesta. Nadie se hace responsable. Porque el sistema no tiene rostro, pero las consecuencias, sí.

Yo insisto. La miro con mucha rabia y le explico quién es mi padre, que es un luchador, y que no vamos a tirar la toalla. Que ni él ni yo hemos perdido la esperanza. Finalmente, acceden.

Le dan el alta al cuarto día. Ya en casa, recibimos una llamada. Debe estar preparado a las 9.30 de la mañana del día siguiente. Le recogerá una ambulancia y lo llevará a Galdakao a rehabilitación Mi padre vive a más de una hora de trayecto. Casi nada.

Al día siguiente, levantamos a mi padre. Le aseamos, le vestimos. Una odisea. Pero está ilusionado, esperanzado. Quiere recuperarse, quiere volver a caminar. La ambulancia llega a recogerlo tarde. Muy tarde. Pasadas las 10.30. Me dicen que han tenido que hacer otros traslados y por eso llegan tarde. Nada más montar me fijo en una pegatina del salpicadero. «¡Ambulancias en lucha!». Claramente, también están saturados. Me comentan que es época vacacional y no les ponen sustitutos. Cuando por fin llegamos al hospital pasadas las 11.30, mi padre, agotado del viaje, entra en la sala de rehabilitación ilusionado de empezar con su recuperación. Pero le dicen que no le pueden atender. Que llega fuera de hora. Que vuelva a casa. Tenía la cita a las 11.00. Como si la culpa la tuviese él. Pero lo peor de todo es que no es nada nuevo. Esto pasa muy a menudo. Ambulancia que llega tarde, paciente que se queda sin rehabilitación. Una auténtica vergüenza. Miro el rostro de mi padre. Observó tristeza e impotencia. Desesperanza.

Cuando todo parece perdido, aparece un rayo de humanidad. Una fisioterapeuta que lo había atendido durante su ingreso lo reconoce. Se llama Ana. Le mira con cariño. Le dice que se quede. Que lo atenderá fuera de su horario. Mi padre sonríe. Hace días que no le veía sonreír, por cierto.

Ese gesto, tan sencillo y tan valiente, lo cambia todo. Porque lo que falla no son las profesionales como ella. Lo que falla es el sistema. Y también, a veces, las actitudes de quienes han perdido de vista para qué y para quién trabajan.

Hoy fue mi padre. Mañana será otro u otra cualquiera. Y mientras tanto, nos siguen vendiendo la idea de que lo público funciona. Pero no funciona porque lo están dejando caer. Lo están vaciando para justificar la privatización. Lo estamos viendo en la sanidad, en la educación y en el resto de servicios públicos.

Esta es la sanidad pública que algunos dicen defender. Pero no basta con defenderla de palabra. Hay que invertir en ella. Cuidar de quienes nos cuidan. Garantizar que los traslados funcionen. Que todo aquel que lo necesite reciba su tratamiento. Que no se castigue al paciente por los errores del sistema. Porque si no lo hacemos, ¿qué clase de sociedad estamos construyendo?

La sanidad pública, al igual que el resto de servicios públicos, no necesita parches: necesita una defensa firme, inversión real y una voluntad clara de poner a las personas por delante del negocio. Casi me olvido, Ana gracias, de todo corazón.

Recherche