Josu Perea Letona
Sociólogo

¿No existen alternativas?

Vivimos una situación en la que las personas jóvenes desconocen su historia. Es muy importante para el neoliberalismo la idea de que todo comienza ahora, como si el pasado no existiera, es la manipulación de la memoria de la historia, una cultura que es, claramente, la cultura de los vencedores.

Pareciera que la crisis del coronavirus nos hubiera ofrecido una gran oportunidad para cambiar el mundo, visto el desastre al que nos ha arrastrado las políticas neoliberales. «Este es un modelo económico empapado en sangre –denunciaba Naomi Klein– Y, ahora la gente empieza a darse cuenta. Porque encienden la televisión y ven a los comentaristas y políticos diciéndoles que tal vez deberían sacrificar a sus abuelos para que los precios de las acciones puedan subir... Y la gente se pregunta: ¿qué tipo de sistema es este?

La economía va mal y el desastre económico se cierne sobre nosotros. El mundo económico está convulsionado y respira tragedia por todos sus poros. El petróleo ha caído a abismos desconocidos hasta la fecha, las bolsas se hunden y los brokers, gestores de los grandes patrimonios, cantan el estribillo de «Es un auténtico baño de sangre».

La economía mundial se adentra en un territorio desconocido. Nadie tiene una idea precisa de las dimensiones del cataclismo. Como ha dicho el superviviente ex secretario de Estado de Estados Unidos Henry Kissinger: «La actual crisis económica es de una complejidad inédita. La contracción desatada por el coronavirus, por su alta velocidad y su amplitud global, es diferente a todo lo que hemos conocido en la historia».

La Unión Europea se ve obligada a actualizar sus planes de ayuda a los países miembros desbordada por el desconcierto económico que está provocando la crisis. Desde los primeros 25.000 millones que aprovisionó en el primer plan de emergencia, hasta que el Banco Central ha puesto a funcionar la máquina de fabricar dinero. Primero fueron 750.000 millones... ahora creo que van por 1.500.000 millones de euros. Recetas, para salvar el sistema y tratar por todos los medios de salvaguardar la ortodoxia financiera, que, en román paladino, no quiere decir otra cosa que los ajustes fiscales siguen en vigor y que el rigor presupuestario será supervisado por los «hombres de negro».

La soberanía estratégica se colocó en la agenda de los gobiernos y de los estados, en una nueva versión de «refundar el capitalismo». El presidente francés Emmanuel Macron, ya señalaba la necesidad de «reconstruir una independencia agrícola, sanitaria, industrial y tecnológica francesa. Tendremos que elaborar una estrategia sobre la base del tiempo largo y la posibilidad de planificar».

Le preguntaron al filósofo francés Edgar Morin sobre el despiadado cinismo de Boris Johnson con el que invitó a los ciudadanos británicos a prepararse por los miles de muertos que el coronavirus provocaría y a aceptar los principios del darwinismo social (la supresión de los más débiles). Respondió que la actitud de Johnson era un ejemplo claro, de cómo la razón económica es más importante y más fuerte que la humanitaria: la ganancia vale mucho más que las ingentes pérdidas de seres humanos que la epidemia puede infligir. Al fin y al cabo, «el sacrificio de los más frágiles (de las personas ancianas y de los enfermos) es funcional a una lógica de la selección natural. Como ocurre en el mundo del mercado, el que no aguanta la competencia es destinado a sucumbir». Crear una sociedad auténticamente humana, continuaba Edgar Morin, significa oponerse a toda costa a este darwinismo social... Por eso, hoy es necesario favorecer la construcción de una conciencia planetaria sobre su base humanitaria.

Esta crisis ha agravado todavía más, si cabe, la precariedad laboral y consiguientemente ha creado más y más personas vulnerables, que no se podrán considerar, mayoritariamente, como coyunturales. La sociedad, los individuos, se sienten desprotegidos de las garantías necesarias para su desarrollo y crecimiento social y han perdido su fuerza y su equilibrio. Esto no sólo les incapacita ya, obstaculizando el desenvolvimiento de sus dinámicas y actividades cotidianas, sino que afecta directamente a su ser más profundo, más elemental, a la construcción de su propia identidad personal y colectiva. Así, la vida, para millones de seres humanos ha dejado de ser vida al no poder, por diversas razones fuera de todo control humano, seguir las transformaciones que la nueva sociedad globalizada nos impone siempre y sobre todo en situaciones de crisis. Es el caso de los indocumentados, los pobres de solemnidad, los refugiados y desplazados y los perseguidos políticos; a todos ellos se les ha arrebatado su calidad de seres humanos al perder las habilidades que los convertirían, al menos potencialmente, en activos consumidores y en dóciles objetos de consumo. Y, para el resto de la población planetaria, la vida ya no es vida porque se consume en el temor de perder nuestra recién adquirida y limitada esencia, la de consumidores.

Un sin fin de trabajadores han perdido en esta crisis de la covid-19, su empleo, total o parcialmente, y serán los asalariados peor remunerados los que se vean abocados, a la pobreza extrema. Los gobiernos, por tanto, se ven obligados a ayudar a los asalariados, a los campesinos, a las familias, que son caldo de cultivo para un estallido social de dimensiones imprevisibles. Qué pasará con todo ese trabajo prescindible si existe tal déficit de puestos de trabajos en un mundo en el que no hay sitio para trabajadores, ya sean cualificados no cualificados.

Tendríamos que preguntarnos, como hacía el sociólogo André Gorz, ¿En qué acabaría la disciplina en el trabajo, la ética del rendimiento, la ideología de la competencia, si cada uno supiese que es técnicamente posible vivir cada vez mejor, trabajando cada vez menos, y que el derecho a una «plena renta» ya no debe ser reservado a los que suministran un «pleno trabajo»?

«Ha llegado el momento en que los hombres ya no harán aquello que las máquinas pueden hacer» escribía Marx en 1857, anunciando ya que el capitalismo tendía inexorablemente hacia la abolición del trabajo, lo que a su vez arrastraría su propia muerte. Decía André Gorz, hace casi cuarenta años, que para que el orden existente no se vea socavado en sus cimientos ideológicos, es mejor que determinadas cosas no se sepan, y señalaba que el tema de la abolición del trabajo, o la reducción del tiempo de trabajo obligatorio, es más subversivo que nunca. «Si todo el mundo tomase conciencia de que ya no existe, virtualmente, ningún problema de producción sino tan solo un problema de distribución –o sea, de reparto equitativo también, entre toda la población, del trabajo socialmente necesario– el actual sistema social tendría serias dificultades para mantenerse».

Boaventura de Sousa reflexiona sobre esa actitud pesimista y casi derrotista, de pensar que el capitalismo es realmente el fin de la historia. La verdad, sostiene, es que en la política hoy, en las finanzas internacionales, en las relaciones entre las naciones, incluso en los organismos supranacionales como la ONU, no se ve ninguna alternativa a la sociedad capitalista que nos domina. Eso, de alguna manera, coarta la libertad para otras alternativas. Estamos, señala, en el proceso de reivindicar esa diversidad alternativa, estudiando y valorando otros conocimientos que nos ayuden, para lo cual, la educación es fundamental, para dar idea de la diversidad cultural del mundo, la diversidad epistémica, a partir de la cual podríamos tener una cultura verdaderamente democrática. Una democracia, por cierto, que ahora mismo no existe. Esta versión restringida de democracia que tenemos, dice, es una democracia que es muy débil porque no se sabe defender de los antidemócratas.

Vivimos una situación en la que las personas jóvenes desconocen su historia. Es muy importante para el neoliberalismo la idea de que todo comienza ahora, como si el pasado no existiera, es la manipulación de la memoria de la historia, una cultura que es, claramente, la cultura de los vencedores. De Sousa resalta que esta idea de que no hay alternativa a esto, es realmente muy reaccionaria. Si no hay alternativa, dice, esto que sucede no es injusto, porque para que esto sea considerado injusto por los jóvenes y para que se cree un poco de rebelión, es necesario pensar que hay alternativa, que las cosas podrían ser de manera distinta a ese determinismo económico. Pero, por eso, esta política tiene un valor epistémico, porque te dice, «otras alternativas no son válidas, son utopías, son locuras. Deja eso para la poesía, pero no te preocupes, esta es la sociedad en la que tienes que vivir».

Perry Anderson, en una profunda meditación sobre el «fin de la historia» que consagraba en 1992 el triunfo del capitalismo, esboza cuatro posibles destinos del socialismo. Una de las posibilidades que señala (la segunda posibilidad) es que el futuro del socialismo sea objeto de una profunda reformulación. Quizás dentro de varias décadas o siglos, se sucederán acontecimientos que lo conducirán a fundirse en un proyecto político más convincente y eficaz.

Otra de las posibilidades (la cuarta) es la de que el destino del socialismo se asemeja al del liberalismo. No queda excluido, afirma Anderson, que del mismo modo que el liberalismo, el socialismo conozca posteriormente una redención después de haber estado eclipsado durante un tiempo. Para ello será necesario, por supuesto, que evolucione, y en particular que integre algunas características de las doctrinas rivales.

La izquierda, mientras tanto, se ve atrapada en este circuito infernal, ante la falta de alternativas plausibles. Pocas oportunidades más manifiestas, que las que ha dejado al descubierto esta crisis del coronavirus, tendrá la sociedad para transformar las cosas. La crisis nos hizo pensar que el futuro no sería igual y las cosas no podrían continuar como estaban, pero, nuevamente, la lógica capitalista impone su ley general de mercado, que no solo influye en la sociedad, sino que la determina, porque todo está configurado para cumplir el esquema utilitarista. Es lo que se denomina «determinismo económico». Y esa es la madre de todas las batallas.

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