Maitena Monroy Romero
Activista feminista y profesora de autodefensa feminista

Nosotras tomamos la calle, el patriarcado responde

El Tribunal de Navarra ha querido, contra toda lógica de justicia y reparación, dar un golpe sobre la mesa para demostrar que frente a una sociedad cada vez más concienciada con la igualdad y los derechos de las mujeres víctimas de violencia, están ellos, el poder judicial, para vulnerabilizar nuevamente los derechos de las mujeres.

Tras la puesta en libertad de «La Manada» se hace cada vez más difícil seguir diciendo a las mujeres que vivimos en un país que defiende la igualdad y que está comprometido con la erradicación de la violencia sexista. La gravedad de esta decisión no es particular de ella, no es una excepción. Ninguna sentencia es aislada; todas encajan en el contexto social y político que nos determina. La violencia ejercida contra las mujeres se da en todos los ámbitos y sectores; las trabajadoras de hogar, las trabajadoras de la fresa, en las universidades, en las calles, por la noche, por el día. Los datos indican que el caso de la manada, los casos de violaciones colectivas, no es aislado, aunque el mismo sea paradigmático de la cultura de la violación y así mismo de la movilización social contra dicha cultura machista.

Frente a la respuesta pacífica del feminismo, nos hemos vuelto a encontrar con una reacción patriarcal para intentar ponernos en nuestro sitio. Para que no nos creamos ni iguales en derechos ni en la práctica de los mismos. El sistema y sus actores de poder nos quieren enrabietadas, reaccionando a cada nueva acción patriarcal del cotidiano, sin descanso. Nos quieren violentadas porque es el único escenario en el que se saben manejar. Violentadas y anuladas como sujetos de derechos. Pese a ello, éste es un contexto de oportunidad para avanzar o retroceder en los derechos de las mujeres. Por ello, es muy importante reflexionar sobre cómo organizar la rabia y seguir articulando respuestas desde la rebeldía pacífica que ha guiado la movilización feminista más numerosa que podamos recordar.

Ante los ataques de violencia directa, indirecta o de omisión sigo creyendo en la legítima defensa pero también que yo no estoy en guerra. Ese lenguaje, el de la guerra, es el de los señores de la guerra. Pretenden acusar a los colectivos discriminados de violentos, para así criminalizar nuestros movimientos y justificar la violencia unidireccional. Si revisamos la retórica del dominador sobre las discriminaciones, éstas, se asemejan demasiado en palabras y en contenidos. En el caso de las feministas, nos hemos convertido, para esta nueva reacción patriarcal, en feminazis. Para el abogado de estos «buenos chicos de la manada», somos un clásico, unas histéricas, a las que hay que ignorar en el mejor de los casos, o atacar, en el peor, porque venimos a destruir «nuestro orden», su orden patriarcal.

El Tribunal de Navarra ha querido, contra toda lógica de justicia y reparación, dar un golpe sobre la mesa para demostrar que frente a una sociedad cada vez más concienciada con la igualdad y los derechos de las mujeres víctimas de violencia, están ellos, el poder judicial, para vulnerabilizar nuevamente los derechos de las mujeres. Hay gente que se extraña de que una mujer haya sido partícipe de semejante abuso pero quiero recordar que los derechos no obedecen a sexo-género-etnia-orientación sexual, etc. Los derechos son inequívocamente para todas las personas, mientras que la defensa de los mismos es un deber de responsabilidad ética.

Ser víctima de una situación de discriminación no te hace necesariamente consciente de ello y sabemos que muchas veces el sistema utiliza posicionamientos individuales para demostrar que lo que hace una mujer define al conjunto. En el caso de «La Manada», habrá quien asegure que esta jueza lo que manifiesta es, de tácito, una asunción de la discriminación, del trato desigual. ¿Ser mujer es sinónimo de feminista y hombre de machista? Yo creo que no.
Como señalaba al inicio, creo que estamos en un momento histórico de activismo a nivel mundial y por ello considero que es importante determinar hacia dónde nos queremos dirigir. Porque para hacer un tratamiento diferente hay que hacer un cambio en el concepto. En este cambio de concepto es crucial cómo se posicionan los hombres porque son parte del problema y de la solución. Quiero incidir en los debates que están surgiendo sobre «las nuevas masculinidades». Si lo trasladásemos a otros conflictos de identidades, ¿hablaríamos de nuevo colonialismo para erradicar el imperialismo o el adoctrinamiento colonial que nos construye a todos? ¿Hablaríamos de nuevas maneras de ser blancos? Los mensajes que subrayan la necesidad de construirse con una nueva masculinidad, son mensajes que no implican la transformación del binarismo de género, sino un reforzamiento del mismo. Además, utilizan la categoría de género, en algunas ocasiones, para vaciarla de su contenido de análisis político y devolverla a lo que todo sistema de dominación debe de hacer, a la naturaleza que naturaliza la discriminación. De ahí discursos homófobos y sexistas que señalan que el hecho de que un niño tenga dos madres no es adecuado porque le faltarán referentes de masculinidad para poder construir su identidad, cuando lo que le sobran son referentes de la misma. Es decir, no necesita que le enseñen a ser hombre. Como una blanca no necesita que le enseñen a ser blanca. Quiero remarcar que ser hombre no es una condición suficiente para ejercer violencia, es necesario ser hombre machista. Igual que para ser racista no basta con ser blanco. Ahora bien, mi posición social como blanca me dota de unos privilegios que son lo primero que tengo que cuestionarme para que los prejuicios racistas no se conviertan en prácticas normalizadas de mis privilegios y poder construir otra manera de estar en el mundo desde esta humanidad compartida.

Volviendo a la violencia sexista y cómo generamos la alerta feminista y articulamos estrategias individuales y colectivas, quiero ahondar en la diferencia entre terror sexual y miedo. Muchas mujeres se sienten culpables por tener miedo. Pero no tener miedo nos convertiría en insensibles, inhumanas, además de inconscientes de las realidades en las que vivimos. Tener miedo nos permite identificar las situaciones concretas de amenaza y organizar individual y colectivamente la rabia. Nos permite entender el contexto de desigualdad y no «esperar» a (re)conocerlo cuando el mismo se expresa en sus formatos más salvajes de crueldad.

El terror es la amenaza no concretada en la que nos socializan universalmente a las mujeres. No sabemos quién –ah, bueno, sí, unos locos–, ni cuándo –ah, sí, cuando no tengamos el suficiente cuidado–, ni cómo nos van atacar –ah, sí, por la noche, en un descampado y de manera salvaje–. Este terror construye escenarios de indefensión y extrema vulnerabilidad a los que se añaden la vergüenza y la culpa por no haber tenido el suficiente cuidado, como rasgos identitarios de lo que significa ser mujer. La vergüenza de ser es el mecanismo más poderoso de desempoderamiento mientras que elimina la responsabilidad de los agresores. Y convierte la violencia contra las mujeres en hechos aislados y de alguna manera culpa a la mujer(es) por no haber tenido el necesario cuidado.

Es hora de exigir un posicionamiento claro de hombres y mujeres sobre nuestra responsabilidad para construir nuevos modos de relacionarnos y organizar la vida. Mientras tanto, continuará la barbarie, pero seguimos teniendo el poder de pararla.

Frente a los ejercicios de vulneración de derechos humanos seguiremos respondiendo colectivamente porque ya no sentimos vergüenza por ser víctimas sino vergüenza de esta ¿justicia? patriarcal.

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