Víctor Moreno
Profesor

Orgullo lingüístico y foral

El 3 de diciembre se celebró el Día de Navarra y el Día del Euskara, hablándose del «Día del Orgullo navarro» y «Día del Orgullo vasco». Unos presentaron el fuero como «una seña de identidad de los navarros»; otros defendieron el vascuence como «seña de identidad de la Navarra del siglo XXI, plurilingüe, abierta, diversa, moderna e innovadora» y llena de «orgullo, por tener una lengua como el euskara».

Quien se sienta orgulloso y vea su identidad reflejada en el fuero, tiene, desde luego, licencia libertaria para hacerlo. Eso sí, ¿se le nota a alguien esa «identidad foral» a la hora de comprar el pan o asistiendo a misa a las doce del domingo?

Existe un régimen foral pintado en una ley llamada Lorafna, para muchos, periclitada, pero, aun así, ¿cuántos la han leído, además de Del Burgo? Quizás se replique que, para sentirse navarro y orgulloso, no hace falta conocer esa ley. Basta con quererlo. Buena salida, pero, querer y sentir, ¿qué? ¿Por ejemplo, lo que quiere y siente el «navarro-foral-católico-español» Del Burgo? 

A las clásicas afirmaciones de que «el euskara imprime carácter de nacionalidad» (Campión) y que «el fuero forma parte de nuestra personalidad» (Lacarra), se añade que «en Navarra la lengua y cultura vasca nos hace diferentes». Y tal metamorfosis y orgullo los produce la lengua. No es eso lo que dice cierta psicolingüística, pero doctores tiene la Academia. Un día de estos lo pregunto a Chomsky, a ver qué dice. Y, de paso, si el español que chamullan Abascal y Ayuso los hace a ellos también diferentes. 

Las lenguas son un invento creado por la inteligencia humana, que no la IA, mucho más maravilloso que el avión, el submarino y, ya no digamos, la bomba atómica. Y entiendo que los que pretenden hacerlas desaparecer son unos mastuerzos, además de genocidas. Y quienes no potencian su permanencia y desarrollo actuales, unos totalitarios. 

El euskara ha sufrido una sañuda persecución por quienes han tenido el poder político. No hay siglo en que, gobernara quien lo hiciera, lo amortajaran y entonaran su gorigori. Lo asfixiaron las derechas, los demócratas, republicanos y socialistas. No solo Unamuno; también vascoparlantes de pro. 

Me preguntaba si las razones en las que se basa la defensa del euskara son las que han llevado al poder político español a terminar con él. «Razones» cifradas en los supuestos efectos que el euskara produce y que, al parecer, no ocasionan otras lenguas. 

Sostener que el euskara crea una identidad vasca, que hace diferente al que la habla e imprime carácter de nacionalidad, son resabios pretéritos. Y España, que también se cree tales premisas, jamás permitirá que otra lengua se le suba a las barbas y la utilice como razón suprema para independizarse de lo que «considera su territorio». Si no lo ha consentido a sus hermanas, catalán y gallego, nacidas del mismo útero lexical, cometiendo un fratricidio lingüístico, ¿se lo va a permitir a los vascos? 

Unos vascos que, como decía G. Steiner, chamullan una lengua «tan rara y tan misteriosa» que no extrañaría que de ella hubiera surgido ETA. Melonadas así se han oído muchas veces, pero más importante sería reparar en qué las hace posibles. Y entiendo que la fuente de soltar tales barbaridades está en confundir causas y efectos. Grifo contra el que hasta el momento no se ha hallado la llave que logre cerrar sus disparates. 

Que la lengua proporcione una identidad política es cuestionable. Disputar que genera esos efectos, inherentes a su uso, tarea necesaria. Hay un hecho que resulta tan paradójico como inquietante: personas que hablan euskara y no son nacionalistas, ni independentistas. Vascoparlantes nacionalistas españoles. Gentes que no hablan euskara, independentistas y antiespañoles o, más exacto, anti Gobiernos españoles. Tal variedad de situaciones debería hacer pensar y poner en cuarentena los discursos basados en los efectos metafísicos y políticos, netamente conductistas, que se le atribuyen. 

Este discurso sigue tocado por un fundamentalismo lingüístico parecido al integrismo religioso de muchas sectas. El narcisismo les es inherente, al considerar que tanto su lengua como su religión son el no va más. Le atribuyen virtudes y efectos inefables que las demás no tienen. Sería higiénico alejarse de sofismas y eslóganes tan falsos como ridículos y construir un discurso sobre otras bases menos inclinadas a ser manipuladas. 

Hablar de la «cohesión social», aplicada al euskara, es una petición de principio difícilmente sostenible si nos atenemos a la historia. Hay que ir más allá del significante y decir en qué nos cohesiona una lengua. Hablar el mismo idioma no ha evitado matar y asesinar a quienes no pensaban lo mismo. La identidad que proporciona la lengua es la identidad lingüística. Pero hablar la misma lengua no garantiza que pensemos lo mismo, ni que compartamos idénticos pensamientos sobre los más variados abstractos existenciales: libertad, justicia, patria, Estado, etcétera. Somos más que la lengua que hablamos. 

Se atribuyen muchos efectos a la lengua que no son propios de la función para la que fue creada. Entenderse puede estar bien, pero ¿hacerlo sobre qué, cómo, con quién y para qué? 

La lengua no debería utilizarse para solucionar problemas que ella no ha creado; conflictos propios de un Estado totalitario incapaz de respetar el pluralismo en todas sus gamas posibles, religiosa, lingüística, política, social... Instrumentar la lengua a favor de un Estado, su identidad, su orgullo y todo eso, es lo común. Y, si la voluntad nacional lo decide, poco cabe añadir. 

Solo que la lengua no crea la realidad; la organiza. El resto es cosa de factores ajenos a su gramática. Quienes gobiernan lo saben: las palabras significan lo que digan ellos. Y, cuando imponen su lengua, no lo es por su perfección sintáctica, sino por el poder que ostentan. La lengua es inocente, pero no sus hablantes. Menos, si quienes la usan la convierten en medio para conseguir fines que no están en el paquete de una lengua. 

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