Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

«Oso latza izan da»

Hace algunos años, durante un encuentro en la Facultad de Comunicación de la UPV, planteé a los alumnos uno de los dilemas más endiablados del fotoperiodismo. ¿Cómo deberíamos representar la violencia? ¿Es posible transmitir con todo su vigor el dolor de otra persona sin menoscabar su dignidad ni dañar su imagen? ¿Tenemos que ser explícitos y ahorrarnos las medias tintas para que nadie jamás olvide que la muerte es real y está llamada a incomodarnos hasta revolvernos las tripas? ¿O tal vez es preciso recurrir a sutilezas simbólicas para sublimar el terror mediante sobrentendidos?

Me parece inevitable recordar aquí la desgracia de Omayra Sánchez, aquella niña colombiana que murió a los trece años bajo las ruinas de su propia casa tras la erupción del volcán Nevado del Ruiz allá por 1985. Pudo haber sido una víctima más entre las veinte mil personas que fallecieron aquellos días si los medios de comunicación no hubieran televisado la agonía. Su expresión resignada, capturada por el fotógrafo Frank Fournier, ganó el World Press Photo. Ahora, casi cuarenta años más tarde, aquellos ojos ennegrecidos aún nos miran desde los archivos viodeográficos y muy de vez en cuando regresan a la televisión para conmemorar la catástrofe.

Pero no hace falta retroceder tanto en el tiempo. Podríamos detenernos esta vez en la desventura de Aylan Kurdi, el niño de tres años que apareció ahogado sobre la arena de la playa turca de Ali Hoca Burnu. Era 2015 y la reportera Nilufer Demir andaba por las inmediaciones de Bodrum tratando de poner rostro a los refugiados sirios que huían de la tormenta bélica. Fue así como encontró los restos del desastre. Aylan había muerto junto a una docena de náufragos, incluidos su hermano y su madre, cuya única esperanza era alcanzar la costa griega con una barca hinchable. La imagen de aquel niño kurdo corrió como la pólvora por todos los recodos de Internet.

Los alumnos de la UPV, algunos de ellos futuros periodistas, tuvieron que responder al dilema. ¿Es ético fotografiar los últimos desmayos de Omayra Sánchez cuando sabes que no se puede hacer otra cosa? ¿Es moral difundir por todos los foros digitales el cuerpo derribado de Aylan Kurdi aunque su rostro solo sea visible a medias? La respuesta fue prácticamente unánime. No es ético. No es moral. Pero la pregunta era tramposa porque excluía a propósito al menos la otra mitad del debate. ¿Para qué sirve la fotografía? ¿Con qué intención divulgamos una imagen? ¿A qué instancias apelamos?

Estos días he leído con placer –y con turbación y con rabia– el último libro de Xabier Mendiguren, "Oso latza izan da", que cuenta no solo los tormentos de Joxe Arregi en los calabozos de la DGS en Madrid, sino también las ramificaciones menos conocidas de su infortunio, las vidas paralelas y ya casi legendarias de otros personajes que pulularon alrededor de aquel suceso, satélites fascinantes de un relato fascinante y estremecedor. Uno de esos personajes es Juan Kruz Unzurrunzaga, que allá por 2009 telefoneó a la periodista Amagoia Gurrutxaga para contarle una historia clandestina que aún nadie había contado. La historia de una fotografía.

En febrero de 1981, pocos días antes de que Antonio Tejero irrumpiera a tiros en el Palacio de las Cortes de Madrid, Joxe Arregi fue torturado hasta las fronteras de la muerte durante nueve días de detención incomunicada. Su cuerpo estaba tan amoratado cuando llegó al hospital penitenciario de Carabanchel que el practicante no supo dónde clavar la jeringuilla. Allí se escucharon algunas de sus últimas palabras. Oso latza izan da. Ha sido muy duro. Ha sido brutal. Ha sido un martirio que permanecerá impune como tantos otros martirios nunca castigados porque la tortura en España siempre tuvo algo de rutina administrativa con patente de corso.

Pero la administración solía procurar que no se le fuera la mano, había que quebrar al detenido dentro de los límites de la vida, doblegarlo sin llevarlo a la sepultura, porque eso sería un irritante contratiempo, un fatal inconveniente. De modo que, cuando alguien moría en una comisaría o en sus alrededores, era necesario borrar las huellas, cancelar las evidencias, garantizar que nada ni nadie pusiera en cuestión la pulcritud de los procedimientos. La Audiencia Nacional había dado la orden de sellar el féretro de Joxe Arregi. Por eso nadie se explicaba de dónde habían salido aquellas fotografías.

Unzurrunzaga no quiso llevarse el secreto a la tumba, así que le contó a "Berria" cómo se había aliado con Bixente Ameztoi para desafiar las órdenes de los tribunales y penetrar con gran sigilo en el camposanto de Zizurkil. El cemento aún húmedo del sepulcro no fue obstáculo bastante para impedirles que extrajeran el cuerpo y lo depositaran sobre un mesa de piedra envuelto en una sábana blanca que parecía un sudario. Aquello no era una sesión de fotos sino una acción política que no podía durar más de diez minutos y que debía tener todas las garantías del anonimato. Ha pasado el tiempo y hasta los mitos más anónimos llevan algún apellido.

Cuenta Mendiguren que no todo el mundo estuvo de acuerdo en que salieran a la luz los pormenores de la exhumación. Desde un punto de vista militante, alguien comentaba que el activismo debe respetar sus propias confidencias, incluso tantos años después, cuando el testimonio de Unzurrunzaga ya no podía comprometer a nadie. Ignoro si existió algún debate previo sobre la pertinencia misma de fotografiar el cadáver, pues quizá alguien pudo objetar que Arregi no merecía pasar a la historia con aquella expresión de horror que quedó dibujada para siempre en su rostro.

Me temo que el debate ético sobre la difusión de imágenes explícitas es una elaboración posterior, un prurito surgido precisamente en medio de la abundancia de imágenes, o mejor dicho, en medio de su explotación comercial. Ahora recordamos la piel mortificada de Arregi y no podemos dejar de ver en ella una denuncia póstuma, un dedo acusador, una patada en la conciencia.

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