Isidoro Berdié Bueno
Doctor en Ciencias de la Educación

Otoño, símbolo de plenitud y maduración

En suma, la nostalgia es revolucionaria y transformadora, porque nos enseña a través del recurso de la memoria a extraer del pasado la energía vital para enderezar el casi inaprensible presente y transformar la promesa del futuro

Corría el año 1996, cuando mi compañero redactor de Egin Xosé Estevez, historiador publicaba un precioso, sentimental y poético artículo titulado: "Otoño". Hoy me ha parecido oportuno rescatarlo y añadirle una visión filosófica al tema, que enriquezca la cuestión. Con ese artículo de Xosé, quiero rendir un pequeño homenaje a todas esas plumas, excelentes plumas, que un buen mejor aciago día se vieron silenciadas por la sentencia de un juez prevaricador,  un juez con las luces de una luciérnaga, que no podía soportar que ese diario vasco relumbrara mas que el sol.

Comenzamos: «El invierno es una aguafuerte, la primavera una acuarela, el verano un óleo y el otoño un mosaico de todos ellos» (Stanley Horowitz). El otoño es una realidad poliédrica que posee varios rostros que nos fascinan, una segunda primavera en la que cada hoja es una flor (Albert Camus). Poetas y filósofos han ido siempre a la búsqueda científica de su alma, tratando de estudiar la esencia humana más profunda. El sol ya no arde, aunque su suntuosa cola aún brilla hacia el oeste, un silencio súbito ilumina el prodigio, ha llegado un ángel.

La melodía de la estación otoñal, al poeta le suena a tristeza, finitud, soledad, melancolía, depresión y desamparo. La caída de las hojas, florecidas en la primavera, marca el ritmo decadente del otoño. La propia naturaleza se encarga de amargarle la existencia y despoja a la vegetación oceánica de sus mejores galas.

En los entresijos anímicos de este escritor afliccionado se instala, durante el periodo otoñal, un mecedor de ensueños, un insinuador de ilusiones, un arrinconador de frustraciones y un acicatador de proyectos: la nostalgia. Es una especie de hernia incrustada en el espíritu, que a veces se confunde con el dolor del corazón.

Pero la nostalgia no es un recuerdo puramente romántico, asidero opiáceo para mitigar las desventuras del presente y desligarse del compromiso activo, sino la savia revolucionaria  del porvenir. La «lembranza» punzante y tierna activa el seso y despierta la voluntad para reanudar la beligerancia frente a los desmanes de esta mal llamada democracia, más exacto es cleptocracia, basada en un atroz mercantilismo y falta de respeto a los derechos humanos.

La añoranza fustiga suavemente la memoria, sin la cual el alzheimer es inminente, el futuro un capitel sin fuste y el presente el paradigma de lo inexistente. Por eso, la memoria es un río, que fluye continuamente. Yergue su tímido andar desde la mecedora cuna de sus fuentes natales, tantea su carrera en la fugaz atalaya del presente y alcanza plena madurez en el irreconocible, pero previsible augurio del porvenir.

La nostalgia invita a la reflexión en rabiosos tiempos de frustrante cólera y provocador hiperactivismo. La retirada alternante al desierto de la meditación, como hicieron todos los grandes pensadores que en el mundo han sido, no implica una desafección del profano ruido, sino una necesaria desintoxicación y feraz acumulación para reanudar la senda con renovados bríos.

La «morriña» arrincona los sinsabores de la vida actual y enlaza la tenue y huidiza luz del presente con el fulgor infantil, amado de vínculos clásicos, de amistad total, de enraizamiento con el lar familiar, que el exacerbado cosmopolitismo actual destruye sin sustituir por lazos nuevos de solidaria cooperación. Con la nostalgia me siento suavemente transportado por la mecedora de la imaginación a la tribu natal y me extasío ante las lomas vigilantes que la rodean, la serpiente lenta y ondeante del aurífero río que discurre por las montañas, cuyo curso señala el bien avenido matrimonio de álamos y chopos.

La ausencia melancólica rescata del olvido, con mirada serena y afectuosa, a los antepasados, semilla inexcusable del mañana. Tampoco guardo en el ángulo oscuro del silencio el derecho a ser libres, manteniendo obediencia tan sólo al viento. En suma, la nostalgia es revolucionaria y transformadora, porque nos enseña a través del recurso de la memoria a extraer del pasado la energía vital para enderezar el casi inaprensible presente y transformar la promesa del futuro.

Para el filósofo el otoño es plenitud y maduración, no hay más que ver esos bosques castaños, que adquieren todas las tonalidades desde el verde al rojo y finalmente el amarillo, que era símbolo de sabiduría en la Antigüedad. Es una etapa de reflexión ideal y de recapitulación de todo un año, y a la vez de toda una vida. También la época de recolección de la uva, néctar y ambrosía que libaban los dioses del Olimpo, mientras nosotros también nos deleitamos  con el néctar que nos ofrece la vida, desde cuya atalaya se puede divisar tu desarrollo vital. Plenitud, maduración, recapitulación y valoración, si hay una palabra que condensa todo es maduración.

El otoño de la vida es un momento para celebrar haber llegado a él indemnes. Esta etapa es un aviso de que está próximo el invierno, periodo de devolución de todas nuestras facultades, lo que hemos recibido gratis, de la misma manera se nos quita, sin nuestro permiso, hasta que sólo queda entregar el alma.

El filósofo, desde su atalaya áspera y rocosa, va a la vanguardia del conocimiento, descubriendo y describiendo nuevos horizontes y espacios para la humanidad, que nadie ha visto antes; pero ésta no le sigue, pues no ve lo mismo.

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