Ramón Zallo
Catedrático de la UPV-EHU

Pertinencia política del derecho a decidir

A diferencia de las naciones centrales en la historia que se han constituido por guerras, armas o la fuerza –construyendo en general primero el estado y desde ahí la nación– el derecho a decidir de una nación sin estado, se aviene a colgar la forma de construcción política de la nación, del voto de la mayoría de su demos. De ahí su grandeza democrática frente a las historias de hechos consumados y los argumentos de fuerza de los Estados que ahora se permiten cínicamente dar lecciones.

Los documentos en la Ponencia de Autogobierno del Parlamento Vasco constatan algunos acuerdos muy mayoritarios entre los partidos, a excepción del PP, tales como: máximo posible y blindaje de competencias, mecanismos bilaterales de resolución de conflictos, derechos sociales subjetivos, presencia internacional, relación institucionalizada con Nafarroa e Iparralde... Pero tienen un punto que, por su carácter nodal, divide aguas y enfoques y que conviene clarificar: el derecho a decidir que, en principio, defienden PNV, EH Bildu y Elkarrekin Podemos (76% de escaños).

El derecho a decidir está soportado sobre un hecho y principio nacional y lo hace depender del principio democrático, como fórmula de legitimación de un proyecto político de una comunidad constituida subjetivamente en nación. Equivale a ejercer soberanía de forma democrática. Es un concepto autoconstituyente –como la mayor parte de cambios en la historia– que nace de la voluntad política continuada, no de las elites ni de la norma o del derecho positivo, aunque éste será el que lo institucionalice y le pueda dar seguridad jurídica a futuro.

Insisto en lo del principio nacional porque hay quien piensa en un derecho a decidir más general, planteable en cualquier territorio o por cualquier temática: lo importante sería el principio democrático. Es posible pero improbable que la realidad vaya por ahí y que en Castilla la Mancha, quieran ejercer ese derecho. Si fuera así habrá que reformular las cosas. El principio de realidad y no las hipótesis mandan. Por el momento solo algunas naciones sin Estado, como demos negados se plantean su naturaleza de demos decisorios porque tienen la motivación, la emoción social, el apoyo popular y el mapa de fuerzas políticas propias de una comunidad, de un etnos diferencial que se siente maltratado y quiere decidir.

A diferencia de las naciones centrales en la historia que se han constituido por guerras, armas o la fuerza –construyendo en general primero el estado y desde ahí la nación– el derecho a decidir de una nación sin estado, se aviene a colgar la forma de construcción política de la nación, del voto de la mayoría de su demos. De ahí su grandeza democrática frente a las historias de hechos consumados y los argumentos de fuerza de los Estados que ahora se permiten cínicamente dar lecciones.

Por ejemplo Ortega y Gasset en la España invertebrada (1922) señalaba que si la persuasión no logra «la unión entre dos pueblos (...) solo es eficaz el poder de la fuerza, la gran cirugía histórica». Tuvo discípulos cirujanos en la Guerra Civil, en la Constitución de 1978 y ahora, de nuevo, en ocasión del referéndum catalán y la aplicación del art 155. La clase política de derecha e izquierda y la judicatura española es orteguiana y autoritaria hasta la médula y no le tiembla el pulso en zurrar abuelitas ni, si se ve amenazado su modelo de Estado, en encarcelar a la oposición. Quizás el Parlament debió plantearse de otra manera la ruta de desconexión ante este Leviatán.

Políticamente, las naciones sin Estado son sujetos colectivos con derechos nacionales por insistencia histórica en un proyecto de construcción nacional en pugna con el dominante y por la legitimidad de unos apoyos populares democráticos reiterados, y más aún cuando se conforman como mayoritarios en una comunidad. Ese derecho puede apelar preferentemente a construir el bienestar para proponer alguna forma de Estado (caso escocés) o puede apelar a un mix de raíces culturales, indignación política con el estado anfitrión y confianza en hacerlo mejor (caso catalán o vasco) combinando los enfoques histórico, modernizador y constructivo. Y puede preguntarse o no por la independencia. Depende de la resolución parlamentaria que lo proyecte. 

La Corte Suprema de Canadá en 1998 propuso una formulación apta en contextos democráticos, para minorías con reivindicaciones nacionales que cuestionan el modelo territorial y la exclusividad del sujeto nacional del espacio del Estado. Luego se plasmó de manera restrictiva en la Ley de Claridad (2000) que sostiene la legitimidad de una consulta decisoria clara pero condicionada a que Canadá fije las condiciones previas y a una negociación posterior.

Esa Corte fue contraria a aplicar el Derecho de Autodeterminación como Derecho Internacional, pero señala que es impensable la negativa del Estado anfitrión a atender una demanda interna porque no se puede obligar a los pueblos a estar a la fuerza en un Estado. Apunta así la obligatoria compatibilidad entre un derecho democrático que no se discute –pero debe contar con el Estado anfitrión– y la obligación del Estado de respetar y atender la propuesta democrática de una nación en torno a una pregunta clara y con respaldo suficiente. Y una vez producida señala la obligación de la comunidad que ha decidido, en su caso la secesión, de negociar sus efectos con el Estado anfitrión, quien también tiene la misma obligación puesto que, en caso de bloqueo, prevalecería la voluntad de la comunidad.

Fue contestada por la Asamblea Nacional del Quebec con la Ley de 2000 sobre el ejercicio de los derechos fundamentales y las prerrogativas del pueblo y del Estado de Québec y que dice (art. 13) que no caben restricciones a la soberanía y voluntad democrática del pueblo quebequés. Esta sí es una ley de autodeterminación o, como dicen algunos expertos, de secesión.

El derecho a decidir, doctrinalmente, parece situarse más en la estela de la doctrina de la Corte Suprema que en la Ley de Claridad o que, en el otro extremo, en la ley quebequesa.

Ahora bien los derechos no caen del cielo ni se regalan sino que se logran con esfuerzo. En la doble tensión de abrir procesos y espacios de soberanía concreta y de reclamar la soberanía decisional, se requiere acumular poder popular y capacidad decisoria. Y por ello para el flexible derecho a decidir no cabe descartar estaciones intermedias que realmente lo sean, por ejemplo, un bilateralismo real o procesos de confederación voluntaria en condiciones de igualdad y cosoberanía, ya sea antes o después de haber apostado por la independencia.
 
El derecho de decisión no es el derecho de autodeterminación clásico: la autodeterminación externa (independizarse unilateralmente si es el caso) e interna (gobernanzas). Se trata de una formulación democrática ad hoc para canalizar una división ciudadana sobre una cuestión nacional. Se trata de una posición más práctica, popularizable y pacífica que la de autodeterminación. El derecho de autodeterminación de una minoría nacional en conflicto en una democracia sería la posición que aprobó la Asamblea Nacional de Quebec en 2000 con un concepto de plena soberanía y unilateral aunque favorable a pactar costes y consecuencias.
Estamos hablando de un principio democrático no total de una comunidad nacional, puesto que –tras su eventual ejercicio preferentemente pactado o al menos permitido por el estado, como ocurrió en Quebec dos veces a diferencia del 1-0 catalán– sus resultados deben contrastarse, sin subordinarse ni suspenderse (doctrina canadiense) con el otro principio con el choca, el de integridad del estado democrático de origen, asumiendo costes y minimizando impactos y encontrando acomodos útiles para ambas partes.

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