Iñaki Egaña
Historiador

Pitxu

En una mañana de esas que nos ha brindado este invierno, húmeda y lluviosa, crucé las faldas pirenaicas camino de Altzürüku, entre techumbres de pizarra acaloradas por el humo que desertaba de unas chimeneas descoloridas. Altzükü, acortan sus vecinos y los de los alrededores, mientras que en los mapas franceses el nombre se pierde en una de esas ridículas denominaciones que todavía subsisten de la época revolucionaria, cuando hablar euskara era sinónimo de ignorancia.

Detuve el coche con el castillo de Maule de frente y entre brumas divisé una enorme ikurriña en lo alto de una torre de casi mil años de historia. Del tamaño de la del Arriaga bilbaino. Un castillo que cede su escudo al de Zuberoa y, sin embargo, se cobija bajo la tricolor que nos une a los vascos de ambos lados de la muga. Un símbolo en tierras del polifacético Xaho que me produjo una sensación costosa de transmitir al papel. Dicen que la patria también es emoción.
Doblé la undécima rotonda y enfilé hacia Mendi, donde hace ya más de 30 años que un francotirador mató en nombre del GAL a Eugenio Gutiérrez, un joven refugiado de Leioa que cuidaba de un niño hemipléjico en Donibane Lohizune y estudiaba euskara en un caserío zuberotarra. En el Ayuntamiento de Mendi ondeaba la tricolor, pero no la vasca, sino la francesa. El lema de «todos somos Charlie» ha llegado hasta las orillas de Uhalteberri erreka.
Unos minutos más tarde entraba en Altzükü y la lluvia concedía una tregua. Los últimos retoques para los jóvenes que elegían entre dos zorros recién capturados mientras tiznaban sus semblantes para engrosar el grupo de los «gaiztoak», manexak, los extranjeros. Bajo una cubierta, junto a un tractor dormido, los niños de azul y de rojo, los «zintzoak», euskaldunak, esperaban el aviso de los mayores para iniciar el desfile de la mascarada.


El tiempo quietaba, los portones aún no crujían. Despertaba Altzükü, sin notar la fiesta, como si sus árboles centenarios hubieran dejado de sorprenderse hace tanto tiempo como alcanza la memoria. Urbanita militante, pegué un brinco cuando un sapo a mi lado escupió su pereza.
Alcancé el campo santo, a la vera de la iglesia trinitaria del Cristo junto a los ladrones en el Calvario, donde reposan viejos resistentes contra el fascismo, con el recuerdo escrito de sus camaradas. Antepasados ya olvidados se mecen en el recuerdo del origen de su casa, de la borda. Entre ellos destacando una frase eterna: «zuri esker aitamen etxeak iraun du zutik». Una fotografía en blanco y negro y la evocación de dos hijos en prisión, uno en España, el otro en Francia. Llevan más de 20 años.


La xirula me recordó el motivo y volví sobre mis pasos. Partía la procesión, con el zalmalzain deslumbrando entre los actores. Una joven mujer, mitad caballo, quizá yegua. El mundo rural vasco, apuntan los antropólogos, tiene en estas tierras, en esas fiestas, sus raíces más profundas. Una mujer zalmalzain cuando en la ciudad estigman a las que suben al podio de la tamborrada, al alarde refugio de talibanes. ¿Una yegua en la mutildantza?


Descanso, recepción y vuelta al baile. Así de borda en borda, de caserío en caserío. Los niños se recuestan en sus madres, los jóvenes alzan el paso, descuelgan la bota para rellenarla de vino de Irulegi. Cada vez más atrevidos, incluidos los «zintzoak», que, por guión, no caminan sino se deslizan con las puntas de sus alpargatas hasta hace bien poco brillantes.


El alcalde hace de anfitrión. Vascos del sur de la muga, euskaldunak al norte. Un cuadro del presidente Hollande comparte despacho con fotografías de casas de madera, grises como los tejados, con imágenes de antiguas mascaradas rescatadas al óleo. Recuerdo de la frontera, símbolos entrelazados, apenas reconocibles entre las frases de un idioma también antiguo y renovado, el euskara.


El país de los contrastes, ¿qué nación no las tiene? El país de las contradicciones ¿qué pueblo no las tiene? Pese a todo, mi país, nuestro país, recogido en una mascarada medieval, al cobijo de una lengua musical, lejos de aquellos hornos que desfiguraron nuestra tierra, de esas autopistas que lanzan la comunicación por el asfalto a través del wifi.


Durante años, recogido en las melodías de Benito Lertxundi o Niko Etxart, en los puentes de madera, en la pureza de la lengua, en el vuelo del arrano beltza y en los portillos y mugarris de nuestros caminos, frecuenté el modelo de una Euskal Herria arquetipo. Con discordancias. La cabeza, el bolígrafo, me acercaba a los rojos de la mascarada, quizás a los afiladores que cantaban las gestas. El corazón, la emoción, a los negros, a los transgresores, a aquellos nacidos para la juerga, escaldados para el trabajo. Zintzoak eta gaiztoak.


La metáfora de la mascarada no puede ser más precisa. Los de casa defienden lo suyo, sus costumbres, sus tradiciones, su tierra. «Harmak kenduko dizkidate eta eskuarekin defendituko dut nire aitaren etxea», cantaba Gabriel Aresti. Cuando niños y grandes, incluido el zalmalzain, se agrupan aterrados ante la llegada y los saltos de los negros, los extranjeros, que aúllan como bestias y explotan como demonios alrededor de los euskaldunak, uno no puede sino rememorar la historia de resistencia del pueblo vasco. La razón me impulsa al lado de los rojos.


No puedo estar del lado, dice el intelecto, de los que trajeron desolación, guerra, anudaron nuestra lengua, enterraron a los gentiles y fosilizaron las canciones. «Nire aitaren etxea defendituko dut, otsoen kontra». Los negros, Pitxu entre ellos, simbolizan la decadencia, la enfermedad, la excepcionalidad. ¿Es así? Con un aparente retraso monumental (¿importa?) despuntó la comida, después del despiece matinal. Para cuando comenzaron a engullir la sopa las autoridades, el alcalde, los rojos, gatuzain, txerrero y la pareja de jauntxos, los negros ya se habían servido el café. Brincaban en la puerta del improvisado restaurante entre pitillos, bailes, mensajes de teléfono y guiños de complicidad que quizás alcanzarán a convertirse en besos durante la oscuridad.


Al atardecer, unos y otros completaron el teatro, cumplieron su papel y añadieron bailes y canciones a una crónica que se desliza por siglos. Blancos y negros, sin tonalidades, como creyó descubrir Arturo Campión. Pitxu descargó su abrigo, dibujado para la ocasión: «comer y beber, esa es mi ley para escapar del trabajo». En euskara, por supuesto.


Hace años, decía, creía que la música de Lertxundi era el paraguas doctrinario y Pitxu el anticristo. Hoy, quizás por la edad, por tantos años tras los secretos de los negros de la mascarada y por descifrar los pecados de los rojos, por esa inmadura costumbre de relativizar los tarros de esencias y rastrear los envidos de la juventud, no tengo definido mi lugar como entonces. Cada vez apuro más la lógica de la razón con la del corazón. Cada vez estoy más cercano a la emoción que me impone la patria, no tanto por odio a la del enemigo, como asentaría Martí, sino por simpatía hacia lo nuestro.


Impresiones que no consiguen sino ahondar en esas otras sensaciones que me golpearon en Altzükü. La verdad es que no he encontrado nada de particular. «Es preciso volver a Etchezar», escribía Pierre Loti en Ramuntcho. Y tiene gracia que lo dijera Loti, un oficial de la marina francesa que en realidad se llamaba Julien Viaud y que, como el despacho de Jean Carricaburu, alcalde de Altzükü o el Ayuntamiento de Mendi, coloreaba su cabecera con el rojo, el blanco y el azul francés.


Cada vez me importan menos esas cuestiones, aunque reconozco que la guerra de los símbolos tiene batallas impetuosas. Cada vez me interesa menos que Pitxu fuera realmente malvado hace cinco siglos si ahora personifica trasgresión, juventud. Cada vez me conmueven más, en cambio, esas líneas como las del cementerio de Altzükü «Bretania eta Errumaniako J.C. Euskal Herriaren alde...».


En fin... que aunque pueda parecer lo contrario, cada vez tengo menos incertidumbres sobre cómo es y cómo quiero mi país, nuestro país. Y cada vez adquiero más evidencias de quienes lo han herrado (como al zalmalzain) y protegido en estas últimas décadas.

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