Kepa Tamames
Escritor

«¡Políticos estafadores…»

«… juegan a vivir de ti!», bramaba Evaristo allá por los pasados ochenta, entonando una canción cuyo contenido sigue por desgracia tan vigente como entonces. O casi. ¿Pero qué hemos hecho para merecer esto?

La clase política ocupa desde hace décadas los últimos puestos en las encuestas que tratan de evaluar la confianza que determinadas entidades públicas les merecen a la ciudadanía. Al menos a ese exiguo porcentaje de gente a la que se le pregunta en dichas encuestas (ya sé que «estudios de opinión» queda más lustroso, pero para el caso nos entendemos), que hay que coger con pinzas, por cierto, pues aquí lo que no es medio verdad es directamente mentira; como para fiarse están los tiempos.

Les confesaré algo en lo que a buen seguro se verán reflejados no pocos lectores: la práctica totalidad de mis allegados echan pestes sobre los políticos, así, en general, sin pararse a analizar caso por caso. La recurrente aseveración del «Todos los políticos son iguales» se ha convertido en un clásico. Y me niego a creer que esto sea así en su literalidad, sin excepciones y por siempre jamás. Parece claro que, además de su contundencia, sirve la frase para salir del paso de no se sabe qué, quizá para evitar la confesión del voto, o porque resulta una vía sencilla a la hora de hallar complicidades vanas. Con el «todos los políticos son iguales» no te vas a encontrar grandes oposiciones, salvo, claro está, que se lo estés espetando a un político en ejercicio sin tú saberlo, o a un militante pata negra de tal o cual sigla. Mal que bien, uno sabe dónde dejar caer dicha bombita sin correr excesivo riesgo.
 
En lo personal, confieso que tuve etapas biográficas en las que me adherí a la popular sentencia, trufadas de otras, por decirlo así, más «racionales». Porque afirmar que un grupo tan heterogéneo de servidores públicos respondan a idénticas características morales se acerca más a la simpleza verborreica que a la verdad. O sea, que docenas de miles de políticos no pueden responder a los mismos y graves defectos, sin excepción, aunque haya casos groserísimos de deslealtad manifiesta a la promesa dada en multitudinario mitin, llámesele «mentir» o «cambiar de opinión». Como mínimo, resultaría bien rara tal homogeneidad.

Mas creo que existe un factor que olvidamos con demasiada frecuencia, y es ese que pone de manifiesto la pertenencia del individuo a un partido político. Y acaso esté aquí la madre del cordero. Porque yo no sé cómo funcionan los partidos políticos en otras sociedades, pero creo saber más o menos cómo funcionan aquí.

Es aquí el partido político un grupo cerrado, de fuerte e indiscutible liderazgo personal, donde el jefe manda y ordena mucho más que lo que nos quieren hacer creer, por que cuadre aproximadamente –o a martillazos, si se tercia– la definición edulcorada de la democracia con el partido, precisamente. Con hacer de vez en cuando una convención ad hoc, siempre con luz y taquígrafos (en la práctica, con cámara y micrófono), o unas primarias de cartón piedra, la cosa se medio endereza, y pasa la prueba del algodón democrático.

Mejor si no nos engañamos jugando al solitario. Para conseguir una razonable buena posición en la pole (lista electoral) hay que lamer muchos zapatos, dar muchas palmaditas en la espalda, ofrecer muchas carcajadas sobreactuadas al chiste de turno, hacer muchas declaraciones serviles. Porque un puesto relevante (entiéndase por tal un sillón de concejal de ciudad mediana, la poltrona del alcalde, y no digamos ya el escaño de diputado en Cortes) no es gratis, ni se gana necesariamente por mérito objetivo para el cargo. Para hacerse con uno hay que pasar por caja –en sentido figurado–: la moneda de cambio, ya lo he dicho, es la adulación –el antiquísimo ejercicio de «hacer la pelota»–, la hipérbole del discurso, o mismamente agachar las orejas cuanto toca. Nada nuevo bajo el sol.

Y nos engañamos al solitario si creemos que los partidos políticos asumen como su primer objetivo lograr para sus administrados cosas tan esenciales como la prosperidad o la satisfacción común: una razonable felicidad, de poder resumirlo en dos palabras. Si cuadra con el mandato del grupo equis, miel sobre hojuelas, premio extra para el ganador. Pero me da a mí que cuando las cosas marchan en su recto sentido es más «a pesar de» los políticos que «gracias a» ellos. Ejemplos hay para aburrir, y cabría aquí recurrir al conocido aforismo del reloj parado que da la hora exacta dos veces al día.

La democracia basada en partidos políticos es una estafa piramidal de órdago a la grande. Pero efectiva como ninguna otra fórmula de gestión de lo público, si nos atenemos a la tozudez borrica con la que una generosa mayoría social acude al colegio electoral cuando toca, encantados de ser ejemplos vivos de «la fiesta de la democracia». Nada más gratificante que salir en la tele mientras depositas el papelote en la urna de metacrilato. Y si se acerca un micrófono con el logo de la emisora, siempre podemos tirar de un clásico: «¡Con lo que costó en este país votar, ¿nos vamos a quedar en casa ahora?!».

¡Mátame, camión!

Una tristeza inmensa es lo que me provocan a mí las votaciones en el pleno de turno, tras el anuncio del presidente: ver cómo cada grupo tiene asignado un miembro para recordar a Sus Señorías el sentido del voto, por si alguien se perdió en las explicaciones desde el estrado, por si se confundió de Punto del Orden del Día, o por si se quedó traspuesto tras una noche de juerga, pues hasta en las mejores familias cuecen habas, putas y cocaína. Se mira la indicación de la mano, y listo: a pulsar el botoncito correspondiente. Y aun así, bien lo sabemos, hay quien mete la para hasta la ingle.

¡Señor, dame tierra!

Y, hablando de ardides, tretas o artimañas, rescataré para la ocasión esa conocida reflexión que viene a decir que si te engañan una primera vez, la culpa es del timador; a la segunda la culpa se reparte; y si te engañan una tercera, la culpa es tuya y solo tuya.

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