José Ignacio Camiruaga Mieza

Prevención... ante la extrema derecha

Hace ya unos días, el 19 de mayo, en un acto organizado por Vox en Madrid se escuchaban palabras que hacen referencia a un fuerte pragmatismo, a la inmediatez de las soluciones y que creo que resume bien una de las promesas fundamentales del populismo de extrema derecha: apuntar a la acción más que a la discusión, al análisis, al estudio de los problemas, como si cualquier momento de reconocimiento o reflexión fuera políticamente inútil, superfluo, una especie de retraso en la hoja de ruta.

Y aunque lo que resuena es obviamente una simplificación extrema y potencialmente perjudicial, hace años va teniendo un enorme calado en una parte del electorado que lee en esa supuesta voluntad de «hacer» una mayor honestidad y proactividad, un compromiso de cambiar realmente las cosas acercándose a las demandas de la «gente real», y alejando en consecuencia al país de la inercia que a menudo se imputa −con razón o sin ella− a las élites gubernamentales.

De hecho, gran parte del éxito que está teniendo el populismo de derechas se debe precisamente a la despreocupación con la que los líderes de determinados partidos políticos siguen proponiendo recetas sencillas para problemas complejos, tratando de capitalizar de forma manipuladora la inseguridad de los ciudadanos, dado que cuando se confrontan con la realidad esas mismas recetas suelen ser resultan puntualmente erróneas y casi siempre inviables. Una estrategia que funciona, por supuesto, a nivel propagandístico, pero cuyos fallos son cada vez más palpables en sus efectos negativos, a nivel ideológico, cultural, de derechos, pero también económico.

A pocos días de las elecciones europeas de junio, la ola populista de extrema derecha que se ha impuesto en Europa extiende cada vez más su influencia. De hecho, como ha ocurrido a menudo en la historia, la recesión económica ha hundido ciertos niveles de vida, fomentando el descontento y favoreciendo así el ascenso de demagogos con determinadas retóricas.

Los datos, sin embargo, muestran que el populismo cuesta dinero, incluso en sentido literal, y que la persistencia de la derecha en el poder corre el riesgo de agravar aún más el estado de inestabilidad económica en el que se encuentra Europa. De hecho, en casi todos los países europeos, las derechas están forzando sus posiciones tradicionales alimentando una retórica soberanista que, viendo la realidad de los hechos, no tiene retroalimentación beneficiosa en términos de crecimiento económico. Se trata principalmente de políticas antiinmigración, que suponen un bloqueo sustancial a la expansión de la mano de obra; proteccionistas, que perjudican el libre comercio y la competencia sobre la que se regula el mercado; y a menudo abiertamente antiambientalistas, que cortan las alas a un sector con un enorme potencial inversor.

Y si son un enorme perjuicio para las batallas ideológicas y las libertades ciudadanas −lo que ya es malo de por sí−, las consecuencias estrictamente económicas del populismo son igualmente preocupantes. A pesar de que la defensa de ciertas condiciones y privilegios económicos ha sido siempre una de las banderas de la derecha, lo cierto es que las soluciones simplistas de los gobiernos populistas resultan cada vez menos realistas y carentes de solidez cuando se evalúan en términos de sus efectos reales sobre las finanzas del Estado.

Y es que hay otra consecuencia macroscópica del populismo en el ámbito económico, que a grandes rasgos se refiere a la actitud con la que los ciudadanos absorbemos este tipo de ideología política. El populismo alimenta una mentalidad discriminatoria y desconfiada que busca siempre un enemigo al que culpar de cualquier problema en un país, y a menudo, como todos sabemos, el enemigo al que culpar se elige entre los más frágiles de la sociedad. La idea repetida de que las personas que nos rodean son un peligro, amenazas potenciales dispuestas a arrebatarnos algo, se traduce en el ámbito económico en la sensación inconsciente de que la ganancia y el bienestar propios solo pueden provenir de la ruina ajena. Como si el mercado fuera un juego de suma cero, en el que para sobrevivir es necesario hacerse con la parte que nos corresponde lo antes posible antes de que nos la arrebaten.

En un periodo de no elevado crecimiento económico, esta visión alimentada por el populismo corre el riesgo de crear una atmósfera de pesimismo y frustración abrumadores, así como de habituarnos a una cultura de la culpa, en un círculo vicioso en el que cuanto más culpamos a los demás de nuestra insatisfactoria situación económica, más pesimistas nos volvemos sobre la posibilidad de mejorarla.

La mayoría de los europeos se declaran pesimistas sobre sus perspectivas económicas porque creen que es poco probable que vivan mejor que las generaciones anteriores. La mayoría de la gente no es optimista sobre su futuro económico. Este clima, en el que parece estar cada vez más arraigada la convicción de que solo podemos enriquecernos a costa de los que nos rodean, hace el juego a los partidos que atizan el odio al otro, al diferente, aniquilando la confianza mutua y la voluntad de colaboración indispensables para construir otro posible ecosistema social, económico, etc.

Seguramente como consecuencia de la pandemia y de las convulsiones geopolíticas que han tenido lugar en los últimos años, la recesión económica a la que se enfrenta Europa ha exacerbado el malestar social y el descontento de la población, que se ha visto obligada a tomar decisiones políticas en un momento de dificultad, dejándose llevar quizás por la emoción del momento en lugar de confiar en la racionalidad.

Sin embargo, estos mecanismos de los que se nutre el populismo no son más que distorsiones de la realidad, completamente desmentidas por los datos y los análisis de los economistas. Si bien las políticas proteccionistas, restrictivas de la inmigración y contrarias al medio ambiente de los populistas de derechas impiden que los países en los que gobiernan tengan márgenes significativos de crecimiento económico, también es la cultura de la desconfianza y la culpabilización, en la que se basan ciertas políticas de odio, la que crea perjuicios económicos, generando un juego a la baja que perjudica el bienestar de los ciudadanos, no sola ni principalmente en un sentido estrictamente financiero, sino sobre todo emocional, ya que tiende a hacer que la gente sea más desconfiada, recelosa y pesimista.

Debemos empezar a reconocer el alcance deletéreo que el poder de la extrema derecha está teniendo ya o a amenaza por tener a varios niveles, despojando la realidad de los hechos concretos y reales de la propaganda, y distanciando los datos objetivos de las distorsiones de quienes quisieran vendernos soluciones fáciles y listas para problemas que, en cambio, requieren estudio y visión a largo plazo. Los listos, de hecho, debemos ser nosotros, para oponernos activamente con nuestra disidencia a quienes proponen ciertas ideas dañinas. Por eso titulaba mi reflexión prevención.

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