José Ignacio Camiruaga Mieza

¿Qué medida para cancelar el pasado?

Hay a quien le gustaría que se destruyera el pasado. La lista de objetos a destruir sería tan larga que hasta numerosos podrían frotarse las manos, olfateando astutamente el negocio de la cancelación. Gente dispuesta a derribar la historia hasta hacer de ella escombros... También hay quienes se contentarían con tener un cincel para eliminar tal o cual símbolo. Si, por poner un ejemplo, hubiera que demoler los edificios según los antecedentes de quienes los construyeron, habría que abrir la posibilidad de un referéndum para valorar el estado de opinión sobre qué edificios hubiera que demoler para no caer en la tentación de un «modus operandi» no muy distinto, después de todo, del de quienes quemaban libros. También en Estados Unidos hubo quien propuso retirar las estatuas de Cristóbal Colón, como si él mismo hubiera sido consciente de lo que se avecinaba tras su llegada a aquel continente. Aún recuerdo cuando en el lejano COU supe que el Papa Pablo IV ordenó a Daniele da Volterra que cubriera con finas telas los desnudos de Miguel Ángel en el «Juicio Final». Han pasado muchos años... pero la dinámica del debate sobre qué memoria (¿?), artística, histórica (¿?), no ha cambiado mucho de entonces ahora. Al fin y al cabo, las memorias son un poco como la familia, solo nosotros podemos decidir si hablamos de ellas, cómo, cuándo, etc., porque solo a nosotros nos pertenecen realmente.

Hace ya unos años, el debate sobre el borrado del pasado pesaba mucho en Alemania por razones históricas conocidas por todos. Incluso la industria cinematográfica hablaba de ello a menudo, más en ese país que en otros. No es que los libros de historia fueran inmunes a selecciones intencionadas o que faltaran discusiones acaloradas; en ellas, sin embargo, participaban profesores, universitarios o no, y algunos otros. Hoy, en cambio, parece haberse convertido la memoria en un problema de todos, quizá porque la política utiliza la memoria según sus intereses. Ocurre entre nosotros, y también en otros países de nuestro entorno, que el debate se caldea por momentos.

No es casualidad que en Francia, "La Nouvelle Revue d'Histoire", en su número de septiembre-octubre de 2017, dedicara sus primeras páginas a la batalla por la historia, la memoria y la identidad. Cuestiones que están sin resolver en casi todo Occidente, quién sabe si también en otras partes, y que serían más interesantes si se devolvieran de verdad a la Historia −no quiero que nadie me culpe−, ¡la más científica de las materias humanísticas! Hay que conocer fechas, nombres, hechos, guerras, regímenes, etc. : una masa crítica indispensable e ineludible porque nada, o casi nada, puede deducirse anecdóticamente.

Además de dedicar el número al tema más sobredimensionado del siglo XX en Europa, es decir, el nazismo, el cuaderno se abría con tres artículos sobre el tema de la historia y de la memoria, no sin descuidar, por supuesto, la eterna diatriba sobre los programas escolares y la comparación de los manuales de 1945 con los de hoy. Y es que hace falta una «escuela de lucidez» porque la Historia es un ejercicio de discernimiento insustituible. En lugar de borrar de la memoria colectiva, ¿no sería mejor aprovechar, por ejemplo, los monumentos, los símbolos, las páginas..., estudiando o reestudiando?

No se trata de exaltar el pasado, sino más sencillamente de no erosionarlo, y no hay derecha o izquierda que valga, porque siempre están las fuentes históricas. Si pretendemos cancelar o manipular, ¿cómo pretendemos estudiar y conocer la historia? Sin búsqueda de hechos, la historiografía no existe. Es verdad, conmemorar y estudiar no son sinónimos, pero es justo y comprensible alegrarse cuando salen a la luz conocimientos que habían sido suprimidos durante décadas, sino siglos. Todavía tememos, o tal vez fingimos temer, al fascismo, que era y es autoritarismo, mientras que el peor totalitarismo actual es el consumismo, que nos parece suave, incluso inocuo, ¡pero no lo es en absoluto! La nueva y todopoderosa religión consumista nos convierte en brutos y estúpidos autómatas adoradores de fetiches, aunque decirlo no figure en el manual de corrección democrática de ningún órgano político. Al contrario, el olvido también contribuye a aumentar el consumo, esa obstinada búsqueda de la posesión.

Quien modifica deliberadamente los hechos o quien los suprime, aunque sea parcialmente, es un falsificador. El conocimiento de la historia en toda su complejidad no tiene nada que ver con los tramposos, ya sean vulgares sinvergüenzas, grandes políticos o entusiastas comunicadores. Hay que leer y releer la historia también, o más aún, aquella historia compleja y difícil. También para preguntarnos cuál es el coste de borrar, cancelar, tergiversar, falsificar..., la memoria y la historia del pasado. Es cierto, la memoria no puede competir con la historia porque, por su propia naturaleza, es íntimamente selectiva.

En una época de creciente populismo de uno y de otro signo me parece necesario dar sentido a la memoria. También cuando la memoria abarca acontecimientos históricos notables, a menudo violentos y devastadores en muchos aspectos. Parece ser una constante histórica la dificultad que tienen las comunidades democráticas para lidiar con la memoria de su pasado. Lo mismo puede decirse de acontecimientos traumáticos en la historia de nuestras democracias.

La historia, como suelen decir los historiadores, y en contraste con la opinión corriente, ni da lecciones, ni dicta comportamientos, ni dice a nadie lo que tiene que hacer; sino que solo ayuda, un poco, a comprender lo que somos, dejándonos toda la responsabilidad de elegir nuestro futuro. El esfuerzo por estudiar, comprender, y extraer una lección de la historia requiere ciertas actitudes antropológicas y éticas fundamentales, que son condición necesaria e indispensable para evitar la retórica y la instrumentalización de cualquier memoria. Entre otras, la historia y la memoria requieren de libertad y de honestidad.

Hay una relación entre la historia y lo que somos. Nuestra identidad personal y social es fruto de un largo recorrido histórico. Emmanuel Mounier dice que cada uno de nosotros está «aquí ahora entre estos hombres con este pasado» ("Traité du caractère"). Esto significa que, en términos de identidad, en nuestras vidas hemos recibido y dado, y este proceso nos ha permitido convertirnos en lo que somos, tanto positiva como negativamente. Hacer memoria significa ir a las raíces personales y sociales para descubrir cada vez más de dónde venimos, quiénes somos y hacia dónde vamos.

Hacer memoria requiere libertad. Quien no es interiormente libre corre el riesgo de convertir la memoria en propaganda y esta, como tal, persigue casi siempre otros intereses no siempre confesables. Se puede pensar, por ejemplo, en las actitudes «negacionistas» que, además de traicionar la autenticidad de la investigación y de la elaboración científicas, esconden un dato: quienes la practican son poco libres de sí mismos, de los demás, del poder..., para afirmar honestamente cómo son las cosas, hasta el punto de negar la evidencia, lo que constituye una falta muy grave (piénsese en el negacionismo sobre los diversos Holocaustos en el mundo; sobre el fascismo, el nazismo, el comunismo totalitario, el consumismo obsesivo, etc.)...

Y la actitud de la libertad va de la mano de la de honestidad. Quien no es intelectualmente honesto corre el riesgo de convertir la memoria en un nuevo lanzamiento de lodo sobre personas y acontecimientos o en una operación electoral a la caza del voto. Al hacer memoria, no cabe duda, tanto las medias verdades como las verdades mutiladas duelen, y duelen mucho.

La pérdida de memoria es un problema muy grave. Nos hace desmemoriados. Dietrich Bonhoeffer, en sus reflexiones desde el campo de concentración nazi donde estuvo prisionero, escribía: «Se acerca el tiempo en el que todo se hará por experiencia, todo a corto plazo, a corto aliento, sin memoria moral. Pero para toda construcción humana, la amistad, el amor, el matrimonio, la familia, hace falta mucho tiempo, hace falta perseverancia, ¡hace falta historia a costa de la degeneración!».

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