Jesus González Pazos
Mugarik Gabe

Qué pasó con la Utopía

Aunque se pueden encontrar precursores más antiguos en el pensamiento occidental fue Tomás Moro el primero que nos habló de la utopía. Hace algo más de 500 años describió un «buen lugar» en el que la sociedad sería perfecta, basada en la convivencia armoniosa, el bienestar de todas las personas y el disfrute común de los bienes. Desde entonces otros muchos han reflexionado y escrito sobre ese lugar que debería construirse con la característica fundamental del igualitarismo como norma esencial. Será de Moro, y de cuantos después mantuvieron el sueño de ese tiempo y lugar, de donde deriva la corriente de pensamiento denominada como utopismo. A partir de ahí, habrá detractores, que lo imaginan como un lugar de fábula, inexistente e inalcanzable mientras, otros y otras, partiendo de su urgencia, lucharán toda la vida por conseguirlo y, como diría Bertolt Brecht, estos y estas serán imprescindibles.

Ya entrado el siglo XIX, esta corriente alcanzará nuevas dimensiones con los planteamientos del socialismo utópico, el cual traspasaba la teoría para adentrarse en los primeros intentos por llevar a la práctica la posible sociedad perfecta. Avanzado el siglo, y con las primeras consecuencias de la industrialización, la pobreza, el individualismo y la insolidaridad fracturaban las sociedades europeas y hacían que las tradicionales brechas de desigualdad de la antigua sociedad medieval se ensancharan vertiginosamente, condenando a millones de personas al empobrecimiento a pesar del aumento de la riqueza. El panorama seguía sin ser la siempre anunciada sociedad feliz.

De ahí las urgencias por poner en práctica experiencias que enfrentaran estas duras realidades. Nacen así experimentos sociales, pequeños, pero siempre orientados a la ruptura con una sociedad caracterizada por la injustica social y la explotación. La utopía seguía siendo perseguida pero siempre como un sueño inalcanzable. Un paso más en ese camino será su definición y concreción política a través de nuevas teorías y prácticas, como son el marxismo o el anarquismo. Ahora se propugnaba directamente la revolución, y no salidas de pequeños grupos más o menos comprometidos. Se pretenderá el fin de la explotación en la sociedad, mediante, entre otras, la redistribución justa de la riqueza, la justicia social y la libertad en aras del bien común. Cierto es que la concreción décadas después de alguna experiencia en ese sentido tampoco fue capaz de dar lugar a ese «buen lugar» largamente ansiado.

Pero la utopía no es propiedad exclusiva de las izquierdas y el capitalismo también define su propia utopía. En esta prima, por encima del bienestar de todas las personas, la libre empresa, la propiedad privada y la libertad absoluta de los mercados. Dicen que unas y otras son fundamentales para construir sociedades en libertad y que por sí mismas regularán la economía, primarán el esfuerzo individual, y poco a poco irán equilibrando también la desigualdad elevando la calidad de vida de todos y todas. La práctica aquí también demuestra que la sociedad utópica no solo no se alcanza, sino que se aleja si pensamos en grandes grupos de población marginados y que se invisibilizan para crear una imagen engañosa de progreso y crecimientos alcanzados que no lo son.

Con el correr del siglo XX y, especialmente, con las décadas avanzadas del XXI, comprobamos que lo de los mercados más que libertad es libertinaje y que lo que caracteriza a la sociedad actual es la búsqueda, por parte de las élites, del beneficio a cualquier precio, incluso a costa de golpear y sangrar continuamente al propio planeta hasta poner en riesgo la vida futura en el mismo. Por supuesto, el espejismo del bienestar que un día pudo brillar en cierta forma en las sociedades europeas, esta utopía capitalista lo va borrando y las brechas de desigualdad crecen. Con el agravante de que ahora, en el campo político, gana fuerza el autoritarismo y la negación de derechos a cada vez más colectivos sociales en una carrera desenfrenada que alcanza día a día a más y más sectores sociales. Incluso principios que se consideraban cimentados e inequívocos, hoy vemos como la derecha política y mediática empiezan a negar abiertamente. Recordando de nuevo a Brecht, aunque no fuera quien lo señaló por primera vez, se puede pensar en aquello de que «cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar».

Este es el camino a la distopía, hacia el «mal lugar». En el mismo, vuelve a mandar solo la autoridad competente, es un hecho el cierre de espacios de libertad y democracia –aunque a la distopía le encanta hacer un uso prostituyente de estos términos–, y la clausura de derechos colectivos e individuales duramente conquistados en las décadas y siglos pasados.

La sociedad justa se niega, se polemiza e incluso se ridiculiza, cuando no directamente se anatemiza. Qué es eso de que todos somos iguales, qué es eso del género y la violencia machista, qué es eso de los derechos de los migrantes… y así hasta el infinito. En este camino enfangado asistimos a un tiempo en el que podemos ver un despliegue inmenso de medios de todo tipo para salvar a cinco millonarios atrapados en su estupidez y prepotencia por hacer turismo en el fondo de los mares, mientras miramos para otro lado cuando quinientas personas más se ahogan en la mayor fosa común de la historia en que se ha convertido el mar Mediterráneo. Su pecado, haber tratado de ganar su derecho a una vida digna lejos de la tierra que los vio nacer, pero donde esta, la vida, hoy es imposible.

Podemos ver también cómo políticos profesionales hacen gala de su ignorancia, por ejemplo, afirmando que no conocen el Convenio de Estambul sobre violencia contra las mujeres, mientras esta se cobra en los últimos años miles de víctimas. Y esto se puede entender como solo fruto de la estupidez del político de turno, pero es prueba de un brutal alarde de desprecio hacia los derechos de las mujeres, por parte de quienes se creen con derecho –qué cruel paradoja– de dirigir un país. En 1936 tras el golpe de Estado fascista alguien gritaba muera la inteligencia y en 2023 otro alguien muestra con cierto orgullo que ya la mató y reivindica con arrogancia su estupidez.

Karl Marx –tranquilos aquellos a los que les sale un sarpullido solo con leer el nombre– dijo que la historia se repite dos veces: la primera como una gran tragedia y la segunda como miserable farsa. El nazismo y el fascismo de la primera mitad del pasado siglo, sin duda, fue la primera vez; pero ahora estamos en el grave riesgo de la repetición. Y no pensemos que esa farsa será puro teatro, pura comedia; al contrario, parece que se encamina hacia la farsa trágica. Ya se prohíben banderas que solo pretenden significar amor entre las personas; se nombra a toreros consejeros de cultura; a diplomadas en ciencias religiosas, pero con estudios inacabados en otras ciencias, como presidenta de un parlamento mientras hace gala de su pensamiento ultracatólico, antiabortista y declara estar en contra de las «milongas ecologetas». Se eliminan departamentos de igualdad, e incluso, como en los mejores tiempos del nazismo, ya se prohíben obras de teatro o se suspenden conciertos por mostrar las tetas en el escenario. Salen de sus refugios negacionistas lo mismo de la crisis climática como de la violencia machista y tratarán de convencernos que la tierra es plana. Pero todo esto no son simples anécdotas, sino pasos en el camino hacia su conversión en algo generalizado; cuando menos esa es la intención que queda de manifiesto a través de la imposición política y mediática de un relato que lo mismo niega fervientemente lo que todo el mundo puede ver, como siglos de ciencia probada.

Pero, en esta senda hay cómplices. Los bárbaros dan pasos de gigante cuando pretendidos y civilizados demócratas de toda la vida, ahora entornan sus miradas hacia esas ideas, o las disculpan, para poder mantenerse en el poder a cualquier precio; o cuando pretendidos centristas e izquierdistas aceptan esos marcos para la discusión política y blanquean así actitudes e ideas. Así reconstruyen su hegemonía, consiguiendo que todos y todas hablemos solo de lo que ellos quieren que hablemos. En suma, pareciera que la historia en vez de correr hacia el futuro ha sufrido el impacto de un meteorito y girando bruscamente, reencamina sus pasos hacia el pasado, hacia la nueva Edad Media.

Y, sin embargo, parafraseando el cuento de Monterroso, cuando despertemos, gracias a muchos y muchas imprescindibles, la utopía todavía estará ahí. Y solo habrá que hacerla realidad.

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