Jonathan Martínez
Investigador especializado en comunicación

Que vuelva Aznar

Da gusto ver al expresidente sentado en el púlpito de los testigos. No recuerda guerras ni sobres pero tiene el verbo copioso y lírico cuando sale por las peteneras de ETA y de Venezuela.

José María Aznar ha regresado esta semana a las Cortes españolas como un elefante en una exposición de vajilla de Bohemia, con su pose de supervillano de Marvel, su cuaderno azul, su camisita y su canesú, para responder a las preguntas de los señores diputados por aquello del choriceo en el PP y demás hierbas. La comisión de investigación sobre la caja B de los populares se ha convertido en una pasarela prêt-à-porter por donde hemos visto desfilar a lo más granado del trile patriótico, mucha gomina, mucha pulsera rojigualda y mucho «mire usté» castizo y desmemoriado. Desde «el bigotes» hasta «el yonqui del dinero», la fauna ha resultado amena y variopinta, más propia quizá de una película de cine quinqui o de una sitcom de sobremesa que de un partido político.

Y en esto que llega la colección otoño-invierno con el expresidente enrocado en una autoridad que ya no tiene, con la corbata prieta y el bigote mondo y lirondo, que es lo que se lleva esta temporada. En otro tiempo Aznar lució un bigote oscuro y frondoso de coronel de la Benemérita, pero su escuadrón de asesores buscó remedio y agua oxigenada y el bozo presidencial fue raleando a velocidad de misil Tomahawk en caída libre sobre Bagdad. Ahora sabemos que con el hocico pelado no hay forma de disimular ese rictus de amarga severidad o de severa amargura, que viene a ser un poco lo mismo. Al final ha resultado peor el remedio que la enfermedad y va a ser cierto que donde hay pelo hay alegría.

Aznar se ha paseado por sede parlamentaria como el último mohicano de un tiempo que ya nadie recuerda pero que todo el mundo padece, el tiempo de las privatizaciones, de la burbuja inmobiliaria, de las ilegalizaciones de partidos, de Iraq y del Prestige, de la gente guapa y las fiestas pijas del barrio Salamanca, ellas muy de palco de los toros y mantilla y ellos muy de raya al lado y muy licenciados en ADE. Fue en las elecciones del 3 de marzo de 1996 cuando el joven Aznar, que ya había sido diputado por Ávila y por Madrid, levantó las manos victoriosas de Ana Botella y de Álvarez Cascos en el balcón de Génova. Allí estaban Rodrigo Rato y Mariano Rajoy. No tenían mayoría absoluta pero con la contribución interesada de Arzalluz y Pujol iban a llevarse por delante casi catorce años de imperio felipista.

De aquellos barros, este lodazal inmundo en que se revuelca la democracia española como un cerdo en Santo Tomás. De aquel frenesí especulativo, de aquella barra libre de mordidas y maletines, esta antología de la vergüenza ajena en que se han convertido las portadas de todos los periódicos de un tiempo a esta parte. Tal vez por eso a Aznar se le ha visto molesto pero también intimidatorio, como un Vito Corleone crepuscular al que no le gusta que le arruinen la boda de su hija. Ya es chascarrillo oficial de la corte que de los fastos nupciales de Ana Aznar y Alejandro Agag en 2002 solo están limpios los camareros. En un viejo retrato de familia del ejecutivo popular, alguien se ha tomado la molestia de rodear con un círculo rojo las caras de los ministros imputados o implicados en el cobro de sobresueldos. Se salvan dos ministros y el fotógrafo.

Aquellos años triunfales de aznarato terminaron sepultados entre los escombros del 11-M y el no a la guerra, con el dedo índice de Ángel Acebes acusando a Arnaldo Otegi, la cara marmórea y descompuesta de Alfredo Urdaci en pantalla y una muchedumbre enfurecida acorralando la sede de Génova y dinamitando las encuestas preelectorales. Atrás quedaba la estampa sonriente del trío de las Azores y un viento inoportuno que alborotaba los flequillos y echaba a perder la solemnidad del momento. George W. Bush, Tony Blair y José María Aznar, los tres tenores de la invasión militar de Iraq, inauguraban una nueva era de guerra petrolífera contra el mundo árabe, de paranoia terrorista y de cacheos milimétricos en los aeropuertos. El negocio redondo de la devastación, la amenaza y el miedo.

Pero ha llovido mucho desde entonces y Aznar en el Congreso es un fósil jurásico con mucha amnesia y demasiada mala uva. Es cierto que algunos diputados le han cantado las cuarenta pero él está de vuelta de todo y se contonea con la satisfacción de haber plantado sus retoños en la escena política española. De aquella derechona que se sacudía la caspa franquista en los noventa es heredero directo el flamante Pablo Casado, con su traza impostada de Kennedy cañí, liberal en lo económico y falangista en lo sentimental. Por si fuera poco, el legado aznarista trae mellizos y nos deja en herencia un Albert Rivera errático y naranja que iba para Adolfo Suárez pero se quedó en Blas Piñar. Casado y Rivera, los Hernández y Fernández del Congreso español, babean al unísono con el abuelo Aznar y hacen bueno al defenestrado Rajoy, que para el estándar fachuno de la FAES era un moderado y un flojeras.

Da gusto ver al expresidente sentado en el púlpito de los testigos. No recuerda guerras ni sobres pero tiene el verbo copioso y lírico cuando sale por las peteneras de ETA y de Venezuela. Aznar nos parece una vieja estrella de rock venida a menos pero todavía compramos la entrada de sus conciertos, tal vez con la esperanza de que esta vez sea el último. Aznar es un mastodonte anciano y macarra que pontifica sobre el consenso del 78 y ya no recuerda que solo nueve de los dieciséis diputados de Alianza Popular dieron el visto bueno a la constitución. Aznar es ese cuñado locuaz y gamberro que lo mismo te dedica una peineta que te invita a conducir borracho o te imparte un curso acelerado de decoro parlamentario. Aznar es uno de esos pícaros de provincias que llegaban a Madrid con la ropa apretada en un hatillo y regresaban años después a su pueblo con el riñón forrado y el gesto arrogante de un tribuno.

La comisión de investigación avanza en la Carrera de San Jerónimo y uno siempre termina por preguntarse cuál es la utilidad del teatrillo. Sus señorías inquieren, el investigado se retuerce o niega o concede y a otra cosa mariposa. Por el camino, una legión zombi de plumillas cavernarios le hace la ola al expresidente y le pide que vuelva para salvar a España de este sindiós de rojos, separatistas y masones. Que sea caudillo vitalicio, por el amor de Cristo. Hay locutores episcopales que le dedican saetas laudatorias y enamoradas porque Aznar es todo un señor y a su lado Rivera y Casado palidecen como una banda tributo. Hay incluso articulistas de la escuela cipotuda y pollavieja que invitan al expresidente más o menos a que ponga los huevos –con perdón– encima de la mesa, que basta ya de tanta democracia y tanta tontería.

Tengo sentimientos encontrados pero no me queda otro remedio que sumarme al coro rancio y despechado de los carlosherreras y los arcadiespadas. Que vuelva Aznar y nos meta en vereda con su brío medieval de Cid Campeador. Que vuelvan los noventa, cuando todavía quedaba dinero sin robar y los ladrones eran selectos y familiares y de misa de domingo. Que vuelva Rodrigo Rato y saquee Bankia o el Fondo Monetario Internacional o lo que se tercie entre tarjeta Black y puerta giratoria. Que vuelva Zaplana con su moreno artificial a partir la pana en el corral valenciano de Terra Mítica. Que vuelva la estirpe enfangada de Esperanza Aguirre. Que vuelva la Gürtel, la Púnica, el Nóos, el Palma Arena. Que vuelvan los sobresueldos, los blanqueos de capitales, los agujeros patrimoniales.

Que vuelva Aznar, azote de derechistas acomplejados, y restablezca el orden con un implacable golpe de mano. Queremos que nos deleite con sus monólogos delirantes y su cara de vinagre parada para siempre en una época remota en la que éramos más jóvenes, más inocentes y más felices. Queremos que vuelva Aznar, queremos que siga el show. Ya que nos robaron el pan, que al menos nos devuelvan el circo.

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