Jabier Andiarena Martinez

¡Que vuelva el tiro al fatxa, por favor!

No somos pocos los y las que recordamos con una sonrisa aquella «atracción de feria» que durante la década de los 80 recorría las fiestas de nuestros pueblos y barrios de la mano de activistas de izquierda ocupando un humilde pero alegre espacio en los recintos de las «barracas políticas» (algunos todavía no nos hemos acostumbrado a llamarlas «txoznak»). La atracción era tan sencilla como pedagógica y efectiva: un pequeño armazón de hierro cubierto por un toldo que albergaba unos muñegotes de madera con las caricaturas de fatxas varios a los que el pueblo alegre y combativo fusilaba sin piedad a pelotazos de madera y trapo con gran gozo y algarabía. ¿El premio? Colaborar económicamente con la causa que fuese y disfrutar como un enano dando un buen hostión en toda la jeta al Borbón, a Fraga, Martín Villa, Felipe, Guerra, el obispo de turno, a los fatxas «de casa»: Aizpún, Del Burgo o al alcalde y concejal de turno de la localidad en fiestas. Huelga decir que los fatxas «de la tierra» solían ser los muñegotes más zurreados. Cuenta la leyenda que, en alguna ocasión, incluso algún político socarrón apareció en carne y hueso a zurrarle la badana al muñegote opositor y, ya puestos en faena, ¡hasta la emprendió a pelotazos con su propia caricatura! Totalmente creíble, este pueblo tiene alegría y humor para eso y para más.

Humor y alegría que parece haber desaparecido entre las filas de nuestros políticos y políticas actuales, quienes −pobrecitos− han desarrollado una piel tan fina que la simple quema en la hoguera del solsticio de verano de una fotografía por parte de la maleducada plebe les genera tal desazón que les lleva a protagonizar una rasgadura de vestiduras corporativa infumable. Quizás sea que los políticos vascongados no están acostumbrados como los de Nafarroa a que su jeta aparezca año tras año ridiculizada de las mil y una maneras en las pancartas sanfermineras que denuncian sus desvergüenzas mañana, tarde y noche durante nueve días ante la mirada de cientos de miles de personas. Más vale que en nuestras fiestas no se queman ninots como en el País Valencià, porque, si no, la Audiencia Nacional estaría colapsada ante la avalancha de denuncias interpuestas por politicastros de tres al cuarto contra comisiones de fiestas, colectivos de toda índole y ocurrentes ciudadanos y ciudadanas.

Resulta que, ahora, la mera quema festiva de una fotografía se convierte en poco menos que un atentado contra la democracia, un problema de convivencia de dimensión nacional amplificado hasta el ridículo por Euzkadi Tele Batzoki hasta fabricar una ficticia «alarma social» que no existe más que en los despachos de las aburridas ejecutivas de los partidos, Sabin Etxea en este caso. La «gravedad» del caso ha merecido incluso el acuñamiento de un nuevo término −«violencia simbólica», ojo al invento...− para señalar inquisitorialmente a los hijos de Satanás que han cometido tamaño crimen y de paso a sus supuestos primos que como no, siempre resultan ser de la izquierda abertzale. La gilipollez conllevaría el descojono popular si no conociésemos como pueden acabar estas cosas por estos lares: un falaz informe policial pergeñado en la comisaria de turno, una docena de «periodistas» sin decencia alguna, un juez defensor de los valores patrios y la carnicería está servida, ¿Se acuerdan de los ocho de Altsasu? Pues eso.

Bájense de su torre de marfil, señores políticos y políticas. Los ciudadanos y ciudadanas aguantamos 365 días al año su impresentable circo y sufrimos a diario las consecuencias de su incapacidad para resolver nuestros problemas cotidianos −labor para la que les elegimos y les pagamos− cuando no sus corruptelas y tropelías, así que, si la irreverente plebe quema fotos suyas, hace pancartas con sus caricaturas o compone irrespetuosos bertsos y canciones a cuenta de sus andanzas, respiren hondo, sonrían y saluden al personal, va en su sueldo y el pueblo, les guste o no, tiene derecho a hacerlo. Por eso, durante décadas en ejercicio de ese derecho, miles de fotografías con caretos de todo hijo madre –usted ni ha sido la primera ni será la última, señora Artolazabal−, muñecos personalizados, banderas de todos los colores, escudos y anagramas diversos, maquetas de cárceles y cuarteles, cruces y santos, uniformes y sotanas han ardido en el fuego purificador de los solsticios de verano e invierno entre estridentes gaitas, rebeldes cánticos y exorcizantes bailes populares. Quien sabe, quizás si el «tiro al fatxa» volviese a las fiestas de nuestros barrios y pueblos y recuperásemos la sana costumbre de, entre kalimotxo y kalimotxo, lanzar unos pelotazos a las efigies de unos cuantos «servidores públicos», la clase política relativizaría mejor las ocurrencias del pueblo trabajador que ya se sabe, es incapaz de divertirse sin incumplir algún mandamiento.

Que nadie vea en este escrito apologías raras donde no hay sino un alegato a la libertad de vivir nuestros akelarres festivos como nos plazca. En 2017, las y los jóvenes de un pueblo navarro −dónde si no− fueron denunciados por la asociación fascista española «Dignidad y Justicia» por haber cometido el sacrílego atrevimiento de resucitar el «Tiro al Fatxa» ochentero. El juez de la Audiencia Nacional Ismael Moreno desestimó la causa porque, según sentenció, «el Tiro al Facha es una mera expresión de opiniones arriesgadas que inquietan o chocan a diversos sectores de la población» (sic). No cuesta mucho llegar a la conclusión de que lo mismo puede aplicarse a la «cremación fotográfica», así que menos hacerse los ofendiditos y... ¡Que siga la fiesta! ¡Tres pelotas, cinco euros!... ¡Elija usted su fatxa «preferido», apunteeee y... ¡Pim, pam, pum! Gora Euskal Herriko jaiak!


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