Josu Iraeta
Escritor

Quitarle lo que sobra

Dicen que el tiempo templa los ánimos y ayuda a encontrar el camino. Incluso pudiera servir para aprender de los que fueron más inteligentes. No sería malo.

Recuerdo que hace ya algunos años –alguien verdaderamente inteligente– el ex alcalde de Barcelona, el Sr. Pascual Maragall (PSOE), decía que para abrir una segunda transición podía empezarse por «releer» la Constitución. Decía que para quitarle «lo que sobra».

Bien, han transcurrido años, gobiernos, programas y presidentes de diverso pelaje y nada ha cambiado.

Es de suponer que las razones y argumentos que se pueden esgrimir varían en función de la óptica. Yo me inclino por abordar el sempiterno inmovilismo –producto de la debilidad ideológica– que impera en la clase política española.

Vaya por delante que soy de los que defienden que hay valores que no se pueden negociar sino defender. Valores que se falsean en programas y discursos políticos, que hoy se diluyen en retóricas y sermones, materias que «antes» fueron propias de sotanas y seminarios.

Hoy no se vislumbra corriente alguna que alumbre otro futuro a corto plazo, aunque las formaciones políticas españolas estén abocadas a exhibir todo aquello de lo que carecen, especialmente diálogo e inteligencia.

No se oye otra cosa, todos alaban la política de consenso. Son incontables los discursos, artículos y tertulias sobre las excelentes virtudes del diálogo, subrayando que es el talante cívico de «la calle» quien lo demanda.

La búsqueda de consenso puede dar la estabilidad a un régimen y a un gobierno. Puede también comportar una mayor flexibilidad en el reconocimiento de voces ajenas, incluso abrir ventanas a expresiones, miradas y proyectos minoritarios.

Es cierto, pero también lo es el riesgo de diluir valores e ideologías en la indiferencia, concluyendo que las minorías gobiernen –Iruña– como si no lo fuesen.

No son las únicas reflexiones que sobre el consenso y sus aplicaciones pueden desarrollarse. También cabe el riesgo de ignorar el núcleo ideológico de los programas políticos, que son –de hecho– quienes reciben la confianza y el mandato de la ciudadanía, convirtiéndolo en un negocio malsano de «librecambio» de votos, anulando e inutilizando el deseo expreso de los votantes.

Nunca debiera olvidarse que un partido político es un canal de opinión público, que solo hace justicia a su electorado si respeta el programa. No cuando lo pasa por una batidora con la intención de obtener un «puré» válido para consensos.

Es cierto que en una sociedad plural resulta conveniente –incluso necesario– mantener abierto el espíritu de diálogo y respeto a la diversidad de toda índole, tanto política, como social y cultural. Pero también es cierto que la filosofía del consenso no debiera desnaturalizarse, no debiera servir de lanza para sacar de la escena a un adversario que defiende su programa y sus convicciones mediante procedimientos democráticos.
El mensaje español es claro, nosotros –los vascos– pretendemos subvertir el «consenso radical» de su democracia, mediante la abolición del principio de soberanía nacional.

Es ahí, exactamente ahí donde radica la manipulación.

Porque nosotros, «todos los vascos» debiéramos tener presente lo que decía un neoliberal, filósofo y economista, como el austríaco Friedrich von Hayek, y ser claros y determinantes: «Si pretendemos el triunfo en la contienda ideológica y política, es preciso, sobre todo, que nos percatemos exactamente de cuál es nuestro credo». Es decir, qué es exactamente lo que nos proponemos, qué queremos.

El arte de la política no tiene por que ser el arte del camaleón. En democracia «todo» no tiene por qué ser negociable. Existen principios que no pueden dejarse de lado, y la identidad y soberanía de los Pueblos no se negocia nunca.

A mi entender, el verdadero problema radica en un malentendido sociologismo, según el cual los gobiernos españoles se otorgan el derecho a interpretar «el grito de la calle», a una gramática lingüística, conceptual y «ética», basada en las palabras fetiche: «somos España, somos españoles».

No sé cuándo se darán las condiciones objetivas para ello, ya que en los parámetros ideológicos que delimitan el quehacer político del nacionalismo español se mantiene clara la inducción franquista.
Pero ante un «diálogo negociador», si este no se basa en una previa y considerada cercanía de puntos, y esto solo se puede lograr con el apoyo sustancial de la sociedad vasca en todas sus expresiones, puede resultar absolutamente baldío e inútil.

Han transcurrido décadas en las que, tanto el PSOE como el PP, han ido rotando como inquilinos en La Moncloa, y ni unos ni otros han mostrado la capacidad e inteligencia necesarias para resolver una definición que dejó pendiente el dictador Franco, concretamente esta: ¿Qué es España?

Opino sinceramente, que, en toda negociación, lo esencial se decide antes de las palabras, –es decir– en los móviles, en las intenciones. Porque, si tras el saludo inicial, los negociadores –previamente– no tienen asumido que, a la Constitución Española, lo que le sobra es su virginidad, no será negociación, será otra cosa. Y una vez más, exhibirán escasa inteligencia.

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