Enrique de la Peña
Junta Directiva de Babestu

Residencias de mayores: ¿precarias islas sociales?

Una Residencia, según el Ministerio de Asuntos Sociales, es un centro que ofrece atención integral y servicios continuados de carácter personal, social y sanitario en función de la situación de dependencia y las necesidades específicas de apoyo. Es un lugar de alojamiento, un espacio de convivencia que propicia las relaciones personales. Su finalidad es garantizar el desarrollo de las actividades de la vida diaria, facilitar el mantenimiento de la autonomía y atender a la persona mayor con las máximas garantías de respeto y dignidad. 

Pero hoy nos encontramos ante una dura realidad. Las instituciones públicas han subcontratado la atención a empresas privadas que actualmente copan más del noventa por ciento de la gestión residencial. Y la «colaboración público-privada», eufemismo que esconde la derivación de recursos a manos privadas, genera víctimas colaterales. La empresa privada busca beneficios y, en los cuidados de larga duración, más del 65% del presupuesto se dedica al salario de los profesionales; por ello, la reducción de ratios de personal, y economizar en alimentación y mantenimiento, son una tentación para los gestores desaprensivos. Y, en este caso, las víctimas colaterales serán trabajadoras y personas residentes. 

La situación actual conlleva tiempo escaso para la atención directa que puede contribuir a que se den casos de maltrato institucional. 

Y ante el maltrato, ¿quién protege a la persona mayor? Lamentablemente, la experiencia de los familiares ante quejas a la Diputación es con frecuencia amarga. En situaciones de gravedad, la Fiscalía tiene como obligación y como cometido específico proteger a dependientes y mayores; sin embargo, nuestra vivencia como asociación no puede ser más decepcionante; ante denuncias de probable maltrato severo, nos hemos topado con un muro frío e infranqueable. 

Los cambios demográficos, por otra parte, conllevan familias de tamaño más reducido, y la globalización favorece la dispersión de sus miembros; y para los mayores, los lazos familiares se debilitan y en ocasiones desaparecen. La soledad afecta al 46% de los mayores institucionalizados; hasta el 85% de residentes no reciben visitas en verano, y en una institución vizcaína, más de 100 recibían menos de una visita a la semana, 31 menos de una al mes, y 7 nunca eran visitados. La soledad se convierte en un factor determinante y nuclear que no se soluciona con largas horas en cama o ante el televisor en espacios comunes desangelados. 

Bajo nivel de atención directa, indefensión ante situaciones de maltrato, amenaza de soledad... y, como broche final, déficit de participación, tanto de residentes como de familiares, conforman un paisaje sombrío. Y la participación es una clave relevante; de hecho, la guía de buenas prácticas del Principado de Asturias señala: «La participación, eje vertebrador del envejecimiento activo, es un aspecto esencial en la mejora de la calidad de las Residencias de personas mayores en situación de dependencia». 

La participación puede ser individual y colectiva y, a su vez, formal e informal. La individual puede ejercerse participando en el diseño del Plan de Atención Individual (PAI) del residente, tal y como contempla la ley, y manteniendo relación directa con el profesional de referencia del PAI. Pero la realidad se impone; no se informa a residentes y familiares de la existencia del PAI, del que los usuarios debieran disponer de una copia para comprobar que se cumplen los compromisos explicitados, y con demasiada frecuencia no se designa a un cuidador de referencia de forma explícita. 

La participación colectiva puede ejercerse, entre otros métodos, mediante un Consejo de Residentes y Familiares con integración de los trabajadores y la gestión del centro en igualdad de representación. Además, se debiera facilitar la participación informal mediante espacios para reuniones a disposición de los familiares. 

El envejecimiento saludable requiere participación. Y la realidad nos muestra que la gestión de las residencias suele ignorar la participación formal y considera hostil la participación informal. No favorecen e incluso prohíben las reuniones informales de familiares. Y, sin embargo, un buen nivel de participación favorecería la integración de la persona mayor en los propios cuidados y en redes sociales que favorecerán un envejecimiento compartido, creativo y saludable. Un hogar no se compone de personas pasivas. 

La desprotección real, la falta de democracia participativa y la consecuente amenaza de soledad constituyen un cóctel tóxico: sin participación, la sensación de desprotección y la soledad precipitan la dependencia y, por si fuera poco, la gestión privada rapiñará los recursos que permiten un trato humano... El sistema actual favorece un horizonte de tristeza, solo aliviado por un apoyo familiar previsiblemente declinante y por la empatía de los y las profesionales. 

Si predomina el autoritarismo y la consideración de la persona mayor como un ser pasivo receptor de planes de cuidados de diseño ajeno, corremos el riesgo de permitir que las residencias de mayores deriven en precarias islas sociales, donde los residentes verán declinar su vida sin el menor aliciente; alejados de una sociedad que les vuelve la espalda y para la que ya no cuentan; un lugar donde solo queda espacio para la resignación de personas enmudecidas que, con suerte, verán su humanidad respetada solo por el esfuerzo de las trabajadoras. 

Quizá debiéramos preguntarnos si nuestros mayores, quienes han sido el sólido motor y material que ha construido esta sociedad, merecen este destino. 

Una sociedad sana, una sociedad que respeta a sus mayores, solo puede responder que tenemos que esforzarnos en un sistema que asegure una óptima atención emocional para quienes nos lo han dado todo. 

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