Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

Salvar la papeleta

Cada momento político tiene sus eventos, sus síntomas, sus muescas. Hubo una época, por ejemplo, de tardías redadas e ilegalizaciones. La policía irrumpía en la sede de LAB y Baltasar Garzón desmembraba Bateragune. Patxi López gobernaba abrazado a Antonio Basagoiti. Yolanda Barcina se aferraba a Roberto Jiménez. Poco a poco fue asomando un nuevo paisaje marcado por el fin de ETA, la legalización de Bildu, la era Urkullu, el mandato de Rajoy y el ascenso fugaz de Podemos. Aquello terminó. Los años recientes, con Sánchez en la Moncloa, han ido dejando un panorama inédito: la erosión del PNV y la consolidación de EH Bildu nos han instalado en una suerte de bipartidismo vasco.

Al principio saltaron todas las alarmas. Los despachos conservadores, en un alarde de creatividad, decidieron inundar el discurso público con apelaciones póstumas a ETA. Los titulares se llenaron de fórmulas arrojadizas que nunca significaron nada: suelo ético, mochila, recorrido, cachorros, condena, relato, perdón. La estrategia ha conseguido un efecto contrario al deseado. En medio del chaparrón, EH Bildu cosechaba sus mejores resultados electorales. Hay quien insiste en exprimir hasta la náusea el mismo truco del almendruco. Ya se sabe, lo del tonto y la linde.

Últimamente, la ofensiva ha venido aderezada con ingredientes insólitos. Aquellos que siempre azuzaron el fantasma de ETA, azuzan también ahora el fantasma de las pintadas, el activismo juvenil y las escisiones. La operación es tan grosera que ha dejado al aire todas las costuras. Así, las mismas cabeceras que parecen escribir al dictado de la patronal han empezado a dedicar minuciosos reportajes a la revolución proletaria. Algunos comentaristas repiten como autómatas que EH Bildu ha perdido el apoyo juvenil. Una mirada rápida a las encuestas lo desmiente. Según el CIS, Otxandiano se impone holgadamente como preferencia entre los menores de 24 años.

Todo sería más fácil si los portavoces de EH Bildu hicieran una oposición ceñuda y arrasadora. Movilizarían a los convencidos, eso es inevitable, pero al menos no rascarían un solo voto entre esa masa de gente que acude a las urnas entre la indecisión y la prudencia. Tras los comicios autonómicos de 2024, el Euzkadi Buru Batzar admitía que sus fieles se estaban yendo a la abstención. Sin embargo, el CIS ofrecía una posibilidad aún más aterradora: un buen pico de sus viejos votantes miraban ya a EH Bildu. Aunque todo ha tomado el cariz de un cambio sociológico, la tendencia no es forzosamente irreversible. De hecho, nadie es inmune al riesgo del desgaste.

Lo que nos interesa aquí es entender cómo se recolocan las viejas siglas ante el corrimiento del terreno. Hasta ahora, el PNV había brindado una imagen de transversalidad, de partido atrapatodo refugiado bajo el significante vacío de la marca Euskadi. En términos discursivos, lo mismo fruncía el morro a los sindicatos que levantaba el puño en Ezkerraldea para reclamar el voto obrero. La plasmación de dos polos vascos con un peso equivalente ha empezado a entorpecer esa tarea. En la medida en que EH Bildu se percibe en términos progresistas, el PNV queda más nítidamente alojado en el hemisferio conservador.

Si uno presta atención a la retórica jeltzale, percibirá cierta urgencia por corregir esa percepción. El mes pasado, en plena negociación presupuestaria, Joseba Díez Antxustegi decía que el PNV es un caso excepcional en Europa porque pacta indistintamente con la izquierda o con la derecha. «A mí estos vetos cruzados que se tienen el PP y EH Bildu me cansan». Así es como se construye el mito de la centralidad: basta oponer dos contrarios y establecer entre ellos una falsa simetría. Otros dirigentes jeltzales han abundado en esta idea. En la Diputación de Gipuzkoa, sin ir más lejos, Eider Mendoza ató los presupuestos de 2025 con el PP y los de 2026 con Podemos. Nos da igual que nos da lo mismo.

La cantinela es vieja y huele a armario clausurado. «Los extremos se atraen», decía Andoni Ortuzar en las elecciones europeas de 2014. Se refería al PP y a EH Bildu. «Parece que los extremos se tocan», decía en 2019 Iñigo Urkullu queriendo despejar las críticas sobre el caso De Miguel. El año pasado, Imanol Pradales reivindicaba el Estatuto del 79 y establecía un paralelismo entre la derecha posfranquista y la izquierda abertzale: «ambos extremos se quedaron fuera». En el último Alderdi Eguna, Aitor Esteban advertía que EH Bildu lo sitúa en la derecha y el PP en la izquierda. «No somos equidistantes, somos el centro de gravedad». Excusatio non petita.

La normalización del fascismo viene que ni pintada para forzar las equivalencias. Ni fascistas ni antifascistas. «No queremos ultras de allí ni de aquí», decía Ortuzar en 2019. Unos años después, el expresidente del EBB abrió la misma puerta giratoria de PwC que ya abrieron otros dirigentes del PP como Luis de Guindos. La semana pasada, por un asunto de incompatibilidades, Ortuzar abandonó PwC para fichar por Movistar Plus+ en la estela de otros dirigentes del PP como Rodrigo Rato o Eduardo Zaplana. En los burós de las grandes corporaciones, lo que se tocan no son precisamente los extremos.

Nadie sabe hasta qué punto puede el PNV estirar el pretexto de la ecuanimidad, pero nadie cree que Pedro Sánchez vaya a hospedarse para siempre en la Moncloa. Tarde o temprano, habrá que entenderse con Génova como en los buenos tiempos de Rajoy. Por ahora, basta preparar el terreno y demostrar virtudes ambidiestras, cerrar investiduras forales y locales con el PP, amarrar presupuestos con el PP, pactar el Ararteko con el PP mientras Javier de Andrés pronosticaba el exterminio de sus adversarios. Unos verán al partido de Aitor Esteban como un paradigma de centralidad. Otros, en cambio, lo verán como un partido veleta que arrima el ascua a cualquier sardina y que pactaría con el mismísimo diablo con tal de salvar la papeleta.

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