Ibon Cabo Itoiz

Supremacía cultural (II), políticas de expulsión social. Cuando el diferente es parte de la cortina de humo

No solo mujeres y jubilados sufren las políticas de supremacía cultural que tratan de perpetuar el injusto reparto de la riqueza. La falta de políticas de activación laboral para poblaciones con dificultades en el acceso al mercado que impulsan las administraciones conservadoras es tan bien un elemento sangrante.

La supremacía cultural, no puede imponer sin antes ejecutar determinadas políticas de odio y persecución al diferente, al que no representa al prototipo socialmente establecido. Los objetivos con los que nace el nuevo movimiento centralizador estatal, lo hacen mirando hacia un yo confuso, una personalidad de leyenda. Sin embargo, en cuanto a sus políticas externas, las que están enfocadas hacia las personas, ante estas lo hace con rotundidad y sin disimulo. Para ello, generan una rumorología ligada a estereotipos culturales excluyentes o mejor dicho, que se utilizan para excluir. Bajo esta premisa, nacen las tres políticas principales de la supremacía cultural. El ciclo es simple: selección de enemigos sobre los que depositar frustraciones personales, falta de libertad para evitar el colapso del sistema ante las protestas, exclusión y afianzamiento de la pobreza.

Odio al inmigrante. El enemigo que vino del sur.

El primer enemigo de la supremacía cultural es la admisión de la existencia de más de una cultura. Para evitar esto, se dotan de la necesidad de encontrar enemigos comunes, fácilmente identificables y que no susciten simpatías. Bajo estos tres puntos, la historia nos demuestra como la extrema derecha y sus medios, en situación siempre de crisis estructurales, enarbolan el factor supremacista racial. A veces de una manera abierta, en otras de una forma en cubierta. En todos los casos la inmigración es el blanco habitual por su sencillez (falta de arraigo, mala situación socio económica, precariedad laboral máxima…) y sobre todo porque puede ser un blanco fácil para las capas autóctonos menos formadas.

Pero el racismo no es un mal actual, sino un mal endémico e histórico de la sociedad, basta con plantearse cuál es el desarrollo vital que han tenido los gitanos como pueblo en la historia de Euskal Herria. Todo se disfraza después con leyes que «protegen» los derechos de la «mayoría» pero que son en realidad políticas de control de flujo de inmigrantes.

Miedo a la libertad de expresión. Frenar la lucha.

Pero las clases medias suelen establecer vínculos de relación con grupos de inmigrantes que realizan trabajos que estás consideran fuera de sus competencias. Asistencia domiciliaria, limpieza, minerías, agricultura… Campos poblados de inmigrantes, dirigidos en general por familias de clases medias o altas. Para situar fuera del estereotipo supremacista a este tipo de personas, se alienta el choque contra un nuevo enemigo: los antisistema. Música, anarquía, bellas artes, deportes, poesía… siempre han estado en el objetivo de algunos medios y de aquellos que pretenden controlar la libertad de expresión.

Para ello, generan normativas fundamentas en el miedo, en esa infinita posibilidad de acabar con la tranquilidad del ciudadano de a pie. Y después de ese pavor absurdo, llegan los cambios legales y las leyes y acciones contra la libertad de expresión. En el estado el ejemplo más conocido ha sido la ley mordaza y las últimas sentencias contra músicos. Junto a ellos se instruye a las fuerzas de represión para actuar en ámbitos donde el único peligro son ellos mismos.

Exclusión de los grupos socialmente vulnerables y afianzamiento de la pobreza.

La exclusión de los grupos socialmente vulnerables es un arma de doble filo. Por un lado, el establecimiento de una cultura oficial y la vulneración de derechos de los-as que no forman parte de ella, es un habitual a lo largo de la historia. Especialmente relevante es el caso de las mujeres que a pesar de los siglos de lucha siguen sufriendo en el día a día las consecuencias de una cultura llena de micromachismos y el heteropatriarcado. Este ataque tiene aun más relevancia por el número de víctimas de violencia machista, que enlaza en muchos casos con la violencia racial. Sin embargo esta exclusión sectorial no logra alcanzar todos los objetivos de la supremacía cultural por la respuesta de amplios sectores de la sociedad. Por ello se suele centrar en algo difícil de controlar por la burocracia: impulsar políticas de afianzamiento de la pobreza.

Vinculada esta última especialmente a las últimas etapas de la vida, la falta de cuidados es especialmente relevante en el ámbito de la tercera edad, donde se deja sin dotación a ley de dependencia o se limita la subida de las pensiones a ese mal llamado «coeficiente de sostenibilidad». En todas ellas se trata de vincular progreso, sostenibilidad y desarrollo al ámbito privado. En todos los casos se vincula salir de la pobreza a poblaciones con miedo al cambio a través de leyes que coartan de facto su libertad para elegir y enfrentarse al sistema. Ser pobre es una dificultad añadida y decisiva a la hora de tratar de impulsar la transformación social.

Pero no solo mujeres y jubilados sufren las políticas de supremacía cultural que tratan de perpetuar el injusto reparto de la riqueza. La falta de políticas de activación laboral para poblaciones con dificultades en el acceso al mercado que impulsan las administraciones conservadoras es tan bien un elemento sangrante.

La lógica de las políticas activas de empleo establece el problema en las disfunciones entre la oferta y la demanda de trabajadores en los mercados, haciendo difícil el acceso para poblaciones especiales (discapacitados, mayores de 55…), pero siempre mencionando como las causas principales a aquellas que son ajenas a la política o a la regulación estatal. Así pues, el estado se cubre antes de empezar y no destina activos a la especialización de personal para la vía de búsqueda de soluciones para este tipo de poblaciones, condenándoles de facto al paro eterno o una pensión mínima en su jubilación independientemente de los años trabajados. Perpetuar la pobreza es sin duda la política más efectiva de la supremacía cultural única.

Así pues, cuando apartamos la cortina de humo y nos centramos en lo que hay detrás, podemos observar que detrás solo existe la necesidad de impulsar un modelo de dependencia que elimina la capacidad de mejora y cuela a través del miedo en sus distintas acepciones (diferente, cultura, pobreza, dependencia, expresión…) un estancamiento en el desarrollo social. Es el efecto del «sillón ball»: quédate en casa que peor les va a otros y sigue jugando con tu pelotita mientras nosotros te decimos que pensar. El problema es que no hay diferentes en este aspecto, pues todos somos parte de un sistema corrupto, que languidece y que nos quiere situar eternamente frente al televisor, para que podamos ver, pero no hablar y convencer. Para que pensemos que todos somos iguales y formamos parte de lo mismo. De una misma cultura, atacada por circunstancias extrañas y por grupúsculos de privilegiados que quieren vivir sin trabajar. ¿Saldremos vivos del intento de este Gran Hermano palomitero y le daremos la vuelta a la tortilla supremacista? Apartemos el humo, el horizonte está limpio cuando dejamos de mirar hacia el resplandor.

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