Antonio Álvarez Solís
Periodista

Sustancia de lo europeo

En su artículo, Álvarez-Solís hace una lectura extremadamente negativa de la Unión Europea, «un edificio de papel fabricado en incontrolables ámbitos financieros que lo manejan con una insolvente circunstancialidad» que no le sorprendería que se viniese abajo. Una situación a la que sospecha contribuirá el acuerdo PSOE-Ciudadanos.

Se mueven los cimientos de Europa Unida. No me sorprendería que esta invención se viniese abajo y no muy tarde. Europa Unida es un edificio de papel fabricado en incontrolables ámbitos financieros que lo manejan con una insolvente circunstancialidad. Desde una distancia abismal. Europa nunca constituyó una unidad físicamente real como producto nuevo de aproximaciones o alianzas que produjeran una fusión que superase la variedad étnica y lingüística existente, que es lo que verdaderamente da cohesión y permanencia a una sociedad. Ni siquiera prosperaron en tiempo apreciable una serie de epidérmicos y temporales intentos políticos aglutinantes acontecidos en el interior de las fronteras naturales del continente europeo. Ya en un plano próximo, hemos de recordar iniciativas como la Comunidad Económica Europea o el Tratado de Roma en 1957, o anteriormente la Comunidad del Carbón y del Acero, que no eran más que iniciativas razonablemente instrumentales. Pero ni ahora ni en anteriores situaciones históricas estas inventadas entidades, a veces estrictamente proteccionistas frente a terceros, presuntamente pacifistas o equilibradoras del mercado interior, pudieron superar su perceptible fragilidad. Siempre hubo en ellas una artificialidad transeúnte que desvelaba un afán muy viejo de determinados afanes de dominio.

Por mucho que se pretenda una finalidad integradora –y dejo aparte resabios colonialistas que tratan de ocultarse, ya inútilmente–, Europa sigue siendo, si aún lo es, nada más un concreto espíritu cultural refinado y alumbrado y sostenido por minorías de cuatro o cinco países poderosos económica y políticamente que sostenían paradójicamente, como advierte el japonés Buso, «que el único modo de escapar de lo vulgar propio es mediante el difícil uso de lo vulgar como la forma más difícil de practicar el refinamiento». Europa ha sido siempre un club ideal de minorías calificadas –al menos hasta hace cien años– que practicaron una Ilustración generada y mantenida materialmente por un comercio de dimensiones planetarias y una magnífica estructura intelectual y científica. Ser europeo era una forma de sutil esnobismo. Precisamente su crisis actual tiene su origen en que los valores que constituían esa Ilustración –cierto modo de intelectualismo refinado, una economía modernizante, un pregonado afán de libertad, una discreta elegancia en las formas…– han desaparecido o están en trance de desaparecer. Europa se ha destruido a sí misma, quizá degradada últimamente por dos guerras feroces en menos de un siglo. Incluso ha agotado su capacidad religiosa, lo que la ha hundido en un pobre nihilismo cuando la Europa digna de tal nombre se afirmaba sobre un suelo común de moral y trascendencias pobladas eso sí, de heterodoxias y mundanidades que hacían funcionar la máquina imaginativa europea. Por ese ámbito sumamente dinámico y sofisticado –y a ello contribuyeron, desde el principio del llamado europeísmo, con papel relevante, los poderosos monasterios, los influyentes eclesiásticos, las pujantes universidades, los liberales artistas y los selectos financieros– se movió un carnaval constante de ángeles y demonios, de magos y astrónomos, de santos y de reyes déspotas y no pocas veces criminales que para su mantenimiento en el poder crearon la administración moderna que culminó en la aparición del Estado. Europa era un afán culto.

Convertir a Europa en una estructura de poder y voluntad comunes constituye una ambición tan corrompida como inútil. Equivale a hurtar a cada ciudadanía singular su verdadero perfil de existencia. Eso lo tienen absolutamente claro los ingleses, que se enfrentan a las maquinaciones financieras de la City, que pretende ser la cabeza de una compleja e inútil modernidad con la que están acabando, pese a todo, las oleadas de una inmigración que va elaborando con sangre otro modo de distribuir el mundo.

La Unión Europea representa una globalidad en la que sus agentes, como escribe Ralf Dahrendorf en su obra “En busca de un nuevo orden”, persiguen «aumentar sus beneficios arriesgando menos». Dahrendorf, como teórico de la globalidad, llega a escribir, sin reparo alguno, que Soros –el gran caimán de los mercados, tengamos esto en cuenta– personifica el nuevo mundo de la globalización; «es un especulador, un teórico crítico de su época y un filántropo al mismo tiempo». Recordemos en qué ha acabado Grecia en manos de esa máquina de trillar que manejan, al parecer en busca de una nueva libertad para las oportunidades, los «filántropos» como Soros.

La Unión Europea es, pues, un puro mecanismo de succión profunda, por parte de los grandes poderes internacionales, de un continente que aún conserva, aunque a duras penas, masas capaces, en conjunto, de un consumo apreciable. Pero esta realidad de tercerización radical de las naciones europeas ya es muy difícil de ocultar ante el evidente empobrecimiento de poblaciones antiguas que creyeron en una fingida redención de sus seculares males y ahora, por el contrario, están condenadas al más descarnado expolio. Lo clásicamente europeo, entre otras cosas el pregonado humanismo cristiano que mantenía una determinada socialización, ha sido convertido en una retórica venenosa que pregona el fin de las fronteras como vivero de oportunidades para los individuos despiertos y creativos. De ese humanismo vale lo que escribe Sloterdijk: «El humanismo no puede aportar nada mientras siga orientado al modelo ideal del hombre fuerte».

Al pie de lo que está aconteciendo en España con la llamada izquierda vale la pena analizar con la profundidad posible esta exaltación de la unidad europea, pues esta unidad aleja a las naciones de su propio ser y las entrega a centros de decisión que ni siquiera radican ya en Europa. Esta pérdida de soberanía convierte a los partidos políticos en puros administradores de una sociedad destruida como referente democrático. El ejemplo del lamentable papel que en tal sentido unionista protagoniza el socialismo obliga a movilizarse otra vez en la calle, cuya función revivificante sí pertenece a la esencia de la europeidad tan tristemente amortizada. Soy de los que confían en que este renacer popular pueda mantener en activo organizaciones políticas que hagan de la oposición un aparato permanente. Se trata, en resumen, de habilitar una política de poder que enlace lo institucional con lo espontáneo. El Sistema ha llegado a tal punto de agresividad frente al hombre del común, negándole todos los derechos a una vida digna, que las urnas sistémicas se han convertido en un congelador de voluntades. Cuando leía los puntos de encuentro entre el Partido Socialista y el peligroso invento de Ciudadanos para hacerse con el gobierno del Estado noté que estamos a punto de perpetuarnos como idiotas. Voy a ser claro: no quiero que con mi piel se hagan siempre las mismas carteras ministeriales.

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