Víctor Moreno
Profesor

Tajaderas de Errotazar

Las tajaderas de Errotazar podrían tomarse como un símbolo de la dificultad de actuar por el bien común en situaciones como una pandemia. Hoy, como ayer, la ejecución de un plan contra la pandemia ha encontrado la resistencia de los que se creen perjudicados.

En la peste colérica de 1885, tal y como reflejaron los periódicos “Lauburu”. “Dios y Fueros” y “El Eco de Navarra”, tanto políticos como epidemiólogos estaban tan perdidos como los actuales a la hora de afrontar la epidemia. En sus páginas se hablaba por primera vez del descubrimiento de microbios que causaban la peste, pero ignoraban cómo se transmitía, si por las personas, por un bicho, un animal doméstico o las aguas fluviales. Menos sabían aún cómo se curaba. Se llegó a aplicar la «eterización rectal» a los enfermos, siguiendo el método de Godoy Rico y puesto en práctica por el médico Landa en el hospital militar de Pamplona.

Los debates, contradictorios entre sí, debidos a técnicos con prestigio no hicieron sino enturbiar los motivos de contagio y expansión de la epidemia, tal y como refleja la Memoria del Congreso Médico Regional de Navarra en 1886. Memoria Científico-Descriptiva por la Comisión Nombrada al efecto. La peste infectó a 12.895 personas, murieron 3.261, con una periodicidad diaria de 31,16.

A finales de 1884 se tuvo noticia de los primeros enfermos de cólera asiático en la Ribera. La capital se alarmó, pero no fue hasta julio cuando la Junta de Sanidad convocase una reunión con carácter urgente de los técnicos como de la clase médica. La Junta Provincial de Sanidad suprimió las clases por la tarde y durante todo el mes de agosto. Estableció cordones sanitarios, una medida ineficaz en las pestes anteriores (1834 y 1855) y que «habían levantado polémicas entre médicos, comerciantes y autoridades». El médico Nicasio Landa se opuso a ellos, pero el doctor Yárnoz, representante de Pamplona, los apoyó.

La Junta decidió como medidas preventivas el establecimiento de lazaretos de cuarentena, la organización de un hospital de aislamiento en la borda de Barañain, desinfecciones de locales, fumigaciones de los transeúntes y viajeros, además de sus efectos si venían de lugares afectados por el cólera, arreglo de alcantarillas defectuosas etc. Se suprimieron toda clase de ferias, lo mismo que las de san Fermín.

Al percatarse de la correspondencia entre los núcleos afectados por la peste y las poblaciones asentadas a orillas de los grandes ríos navarros, se concluyó que había que controlar el agua. Así que una de las primeras medidas fue evitar el estancamiento de las aguas del río Arga, donde se acumulaban las inmundicias vertidas cerca del portal de la Rochapea, llamadas mañuetas. Al ser verano, el río bajaba sin el suficiente caudal para arrastrar la mierda acumulada.

Una medida fue derivar este poco caudal desde la presa de san Pedro hasta el molino de la Rochapea. Sentó fatal a los usuarios de esa agua: al molinero, a los huertanos, a las lavanderas, a los usuarios habituales del canal y, por aproximación, a los del molino de la Magdalena. Ante las protestas, la Junta aclaró que no pretendía represar el río en san Pedro, sino bajar las tajaderas del puente de Errotazar, solo hasta la mitad y durante algunas horas del día. Pero el caudal no permitía semejante medida. Las protestas arreciaron. Una de ellas señalaba de forma escandalosa que el molino de santa Engracia, propiedad del Ayuntamiento, tampoco, dejaba pasar el agua. Las reclamaciones se hicieron más violentas, pero la Junta no cedió, amparándose en problemas técnicos, administrativos y económicos.

El asunto se enturbió un grado más, cuando, aprovechando este ambiente de desorientación, un canónigo de Pamplona, Pedro Ilundain, aleccionó a los concurrentes a misa de doce de un domingo, diciendo que «las epidemias no se producían en la forma que decían los médicos y que había que tomarlas como castigo de Dios y como consecuencia de nuestros pecados». Añadió que las pestes no eran solo un castigo de Dios, sino, que, también, «eran evitables». Y no por la ciencia médica. Porque su origen estaba en «la injusticia y el egoísmo de los hombres que crean el ambiente deplorable para mantener masas de población hacinadas, con bajo nivel de resistencia, en condiciones antihigiénicas», ocasionando «la circunstancia necesaria para la expansión de las pestilencias, haciendo con ello inaplicables los recursos de la ciencia sanitaria».

Los facultativos, escandalizados, no tardaron en visitar al obispo, Hurtado y Oliver. A los ocho días, otro sacerdote variaría el efecto causado desde el mismo púlpito con una plática iniciada con las palabras del Eclesiastés –vanidad de vanidades y todo vanidad–, y terminando con una alabanza al trabajo realizado por los médicos. Y las aguas, al menos las de este debate, volvieron a su cauce habitual.

A lo que voy. Las tajaderas de Errotazar podrían tomarse como un símbolo de la dificultad de actuar por el bien común en situaciones como una pandemia. Hoy, como ayer, la ejecución de un plan contra la pandemia ha encontrado la resistencia de los que se creen perjudicados, especialmente cuando estas desgracias necesitan una profilaxis que destierre hábitos, modifique costumbres, mejore ambientes de trabajo; en fin, ese algo que produce inevitablemente una molestia o perjuicio económico y que sobrevolamos anteponiendo nuestros propios beneficios a los de la comunidad y, si son los políticos de alto copete quienes andan en este río revuelto de ganancias, ni te cuento. Nada nuevo bajo el sol.

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